Martín Rodríguez vive en Guaminí, un partido rural con menos de tres mil habitantes, al oeste de la provincia de Buenos Aires. Vive en el mismo lugar en el que vivieron sus padres y sus abuelos. Su historia es sólo suya, pero podría ser la de muchos otros. Su historia es también y necesariamente
la historia de sus padres y de sus abuelos.
Su abuelo obtuvo esa porción de tierra durante la llamada “época de las colonias” del entonces presidente argentino Juan Domingo Perón. La promulgación de una serie de leyes nacionales que limitaba el poder de los latifundistas y democratizaba el recurso para la producción agraria llevó al Gobernador de la Provincia de Buenos Aires a decretar en 1948 la Ley N°5.286 de Colonización que promovía, entre otras cuestiones, la expropiación, colonización y administración de tierras, en sintonía con el lema “la tierra es de quien la trabaja”. Aunque la mayoría de estos proyectos no logró convertirse en ley y fueron sepultados finalmente con el nuevo Golpe de Estado de 1955, el abuelo de Martín fue uno de aquellos que formó parte de ese intento de poblar el campo, o como me dice su nieto, de darle a aquellas personas que ya eran de allí pero trabajaban para otros, la posibilidad de tener su propio territorio.
Es entonces cuando comienza una larga historia de trabajo y sacrificio. De ovejas, de chanchos, de gallinas, de patos y vacas que daban leche que se vendía en el pueblo. “Una quinta como corresponde”, aclara Martín, como queriendo reafirmar la imagen que intuitivamente muchos nos hacemos al pensar en el campo. Como intentando asegurar que el paisaje idéntico y monocromático que hoy se ve a lo largo y ancho del país no es lo que corresponde. Cuando su papá creció y se involucró en el trabajo, se aventuró en busca del crecimiento, del prometido desarrollo. Como muchos de su generación “cayó en el engaño”, dice su hijo. Es verdad que fueron demasiados los que compraron cada vez más herramientas, agrandaron el tambo y vieron la panacea en el nuevo paquete tecnológico que aseguraba márgenes de ganancia impensados. Pero no todos pudieron pagar las deudas que tomaban para poder aplicar cada nueva tecnología que ofrecía el mercado y la rueda se hizo cada vez más grande e insostenible sobre todo para los pequeños y medianos productores. “Se vendieron vacas, tractores y el sacrificio de toda una vida, en un sólo día”. El abuelo de Martín se suicidó y fue cuando éste le pidió a su papá ocuparse de la chacra. Él quería volver a trabajar como su abuelo, volver a las raíces. Su enfoque era retroceder hasta donde se habían equivocado y retomar desde ahí el camino.
Él es como es por la historia de su entorno, dice. Me habla de ese amor por la cultura que te toca vivir desde niño. Cree que ahí podría radicar la diferencia con la ciudad, que tiene a veces algo de despersonalización, o de homogeneidad que invisibiliza las identidades. “A algunos no los incentiva nada ni nadie. Yo mamé ese amor por la tierra y por el campo. Vi todos los padeceres de mi familia y también las alegrías”.
Evocar el pasado no conduce sólo a la nostalgia. A Martín, aquellas memorias lo llenan de esperanza, trazan el camino deseado que hace años empezó a recorrer con una red de compañeros. “Cuando éramos chicos las cosas se hacían con familia y amigos. Los trabajos grandes como la carneada y la ´yerra´ que se hacían una vez al año demandaban de mucha gente, si vos no tenías empleados venían los vecinos y se transformaba en una fiesta.” Algo en mi expresión le hace aclararme enseguida “la ´yerra´ -que viene de la palabra ´hierro´ y de la particular fonética que se oye mucho en el campo argentino- es el día que capamos a los terneros y los marcamos a todos”. Me cuenta que trabaja codo a codo con un vecino y que juntos buscan erradicar la idea que se implantó los últimos años de la soledad del agricultor. Avisarle al compañero que se le escapó un animal en vez de llamar a la policía, prestarle el tractor a un vecino que supiste que se le rompió, son algunos de los ejemplos que menciona como parte de este entramado colaborativo al que busca volver porque “es altamente necesario”.
Es absolutamente consciente de la importancia de su trabajo. Hoy en día es parte de la Red Nacional de Municipios y Comunidades que Fomentan la Agroecología[1]
pero afirma que “la agroecología es el nombre que se le da a lo que debió haber existido siempre. Nosotros nos olvidamos que producíamos un alimento y empezamos a producir commodities”. Piensa en los años ‘90 como ese gran quiebre en la transformación del mundo rural, el desmantelamiento que sufrió el campo y su gente –su padre, su abuelo- al ser desplazados por grandes extensiones de monocultivos. Cuando se perdió la plena consciencia de lo que hasta entonces se hacía y se empezó a hacer lo que decían los de afuera. Pero escucharlo y saber que hay más personas como él me da tranquilidad. Me hace sentir que aún hay guardianes de la tierra que se aferran a eso que por momentos creímos que, de tanto invisibilizarlo, ya no existía. “Cuando yo produzco un alimento al primero que miro es a mi hijo porque se lo voy a dar a él; ahí, en mi hijo, tiene que estar reflejada toda la sociedad. Con la misma responsabilidad que hago ese alimento para él lo tengo que hacer para cualquiera. No es más complicado que eso. Cuando comprendes que la agroecología no es una moda ni algo nuevo sino la producción de alimentos que siempre debió ser, que a su vez es el razonamiento con todos los sentidos posibles de entender quiénes somos en este mundo, para qué estamos y qué rol y lugar ocupamos. Somos un bichito más de este planeta y tenemos que respetar a la naturaleza.”
Con sus palabras, sus emociones y sus expresiones uno nota el amor que Martín siente por sus abuelos. “Ellos estaban menos perturbados por el sistema. Tenían dos cosas que son la base para la producción de alimentos y para vivir en el campo; amor por lo que hacían y un gran poder de observación y sentido común.” Aclara que sus conclusiones no tenían fundamento científico pero que realmente funcionaban. “Ellos sabían que tenían que poner a las gallinas a tener pollitos para que nazcan en luna creciente, porque si nacían en cuarto menguante eran débiles y no rompían el cascarón” me relata con una sonrisa. “Eso no lo vas a escuchar en ninguna universidad, sólo lo vas a oír de un chacarero y créeme que es cierto. Observaban un montón de cosas. Yo voy y me siento con mi abuela que tiene 82 años y charlo e intento sacarle historias de lo que hacían ellos, de cómo lo hacían”. Hace un tiempo empezó a hacer dulce de leche y no lograba que le quede bien. Tras varios intentos su abuela le dijo que el problema era que la vaca tenía un ternero muy chiquito. Me explicó los argumentos por los que consideraba que eso no podía tenía nada que ver, hasta que un día le trajeron cinco vacas nuevas, una de ellas con un ternero ya grande. Esa mañana, le pidió a su compañera que vaya con un jarro al tambo para llevarse recién ordeñada la leche de esa vaca. Con una sonrisa contagiosa me confesó que esa mañana el dulce de leche salió espectacular. “Esas son las cosas que rescato de ellos, el tomarse el tiempo para observar. Y el amor por cada bichito del campo”.
Sabe que hay una crisis de la que el campo es protagonista. Fue testigo de cómo uno a uno muchos de sus vecinos se fueron yendo. Recuerda el mensaje que le dieron a su generación; lo mejor era irse. Estudiar para médico o para abogado, cualquier cosa que no tuviera que ver con el campo porque, decían, por ahí no iba a funcionar la cosa. Fue entonces cuando se perdió mucho conocimiento. Muchos dejaron de ser productores y se fueron. Me habla de ese conocimiento que con la Red de la que forma parte tratan de recuperar, pero también del que buscan construir, que acompañe y se ajuste a este momento. “El humano sólo no puede hacer nada. Ustedes, en las ciudades, también es importante que nos conozcan. Que conozcan los alimentos que consumen, que se empoderen para poder elegir. Es la única forma de que esto progrese”. Y es cierto que para nosotros comprender, primero tenemos que conocer. Conocer nuestra comunidad. Conocer nuestro propio pueblo. Conocer que detrás de aquel recuerdo romántico de la leche cruda y espesa que traía el tambero en botella de vidrio todas las mañanas y que tan ligeramente cambiamos por el tetrabrik ultra pasteurizado de las góndolas de los supermercados, hay historias que merecen ser contadas. Historias rurales de desplazamientos, de monocultivos, de glifosato y de agroecología también. De luchas colectivas y de grandes empresas privadas. De semillas Roundup Ready y de historias cultivadas. De alimentos y de commodities. De personas que perdieron todo, y también, de personas que se están encontrando. Sólo se cuida lo que se ama y sólo se ama lo que se conoce. Como me dijo Martín, para entender todo lo que vive en ese conocimiento colectivo necesario; “Hay que ir sembrando cabezas, con el corazón”.
[1]
La RENAMA es una comunidad de agricultores, técnicos agropecuarios, municipios, entes gubernamentales, organismos académicos y científicos, y organizaciones de base, que intercambian experiencias y conocimientos para la transición hacia la agroecología del sistema agroalimentario.
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