Hay ocasiones en las que la vida nos parece demasiado aburrida y la desvaloramos. Los estudiosos o psicólogos expertos nos aconsejan mirarla desde otra perspectiva. Dicen que es tan fácil como coger una lente del color que se te dé la gana y mirar a través de él, están excluidos el negro y el gris, por supuesto. Nos recuerdan que no importa si somos jóvenes o viejos, si no hay motivación, estamos condenados a deambular en el laberinto de apatía y desgana de la cotidianidad. No voy a empezar a hablar de automotivación porque no es el caso y no tengo cualificación para eso, más bien quiero contarles sobre el terrible camino por el que tuve que atravesar hace unos meses. Seguro que casos como el mío los oyeron muchísimas veces en algún cuento o novela, en las conversaciones con los amigos, en los diarios o a la distancia, sin querer, por pura casualidad. Las razones de que estos fenómenos ocurran, pueden ser muchas. Lo malo es caer en esas situaciones absurdas generadas por cientos de factores que no deberían coincidir, pero lo permiten las matemáticas y no hay remedio. Se podría decir que han sucedido tantos casos que me dirán que no les ha extrañado lo que les voy a contar.

Pues bien, creo que una parte fundamental de este problema es el error causado por factores humanos. Sí, lo entiendo, los humanos solemos errar y de qué forma. Unos nos casamos con quien ni siquiera deberíamos hablar, otros escogemos la carrera más inapropiada, los demás hacen todo tipo de metidas de pata, pero, a pesar de que eso arruina la vida, no la convierte en una paradoja o, tal vez, en algo absurdo. Te puedes divorciar, cambiar de trabajo, suicidarte como último recurso, pero lo mío es una burrada. Resulta que estuve hospitalizado en una de las olas más arrolladoras de la pandemia. En el hospital había muchos enfermos y el personal no se daba abasto. Las enfermeras corrían desesperadas con miradas suplicantes mientras los doctores las apartaban del camino y les ordenaban callar. Cada día se sacaban cuerpos inertes en unas bolsas de color plateado. Era horrible y la psicosis nos hacía temblar. Lo peor era ese terror somático que entraba por los ojos y los dejaba abiertos durante noches enteras.

Me encontraba recostado en mi cama. Era lunes y nos habían dado ya de desayunar. Noté que mi vecino, un octogenario muy enfermo, estaba a punto de dar su último suspiro. Me dolía permanecer allí, a pesar de que la muerte era algo demasiado habitual. Me faltaron las fuerzas y mi cobardía me llevó de la mano al aseo. Estuve unos quince minutos tratando de no culparme por mi falta de sensibilidad, pero el anciano no era mi familiar y ya no estaba consciente del todo. Tal vez el movimiento casi imperceptible de sus ojos era lo único que indicaba que seguía en este mundo. Lo siento, pero fui débil y no tiene justificación mi cobardía, más que nada por las fatales consecuencias. Ningún hombre puede negarse a darle aliento a su prójimo, es decir, fuerzas para emprenda el viaje final. El caso es que volví y cuando llegué a nuestra sala los enfermeros lo habían acostado en mi cama. No tuve el valor de decirles que lo cambiaran a su sitio. Además, ni se dieron cuenta de mi presencia, o si lo hicieron, no les importé un pepino. El viejo era un cuerpo más y había que evacuarlo. Todo sucedió muy rápido y, a pesar de que mi sentido común me pidió que actuara, no fui capaz ni de moverme. Noté que la enfermera se llevaba mi historial cuando se marchó con los camilleros. Por desgracia, ese día me iban a dar de alta. Cosa que me pareció muy rara. “Lo sentimos mucho—dijo la enfermera encargada de distribuir a la gente en las salas—. Su compañero iba a ser dado de alta, pero murió de un infarto. ¡Imagínese!!Todos luchando contra la pandemia y este sanito y coleando se nos muere!!Que vida tan caprichosa!!Nos deja a los que tendrían que irse y…! Ya no terminó su frase porque un camillero la interrumpió. La esperé casi media hora para explicarle que había un error. Cuando finalmente me puso atención, me dio largas y adoptó una actitud incrédula y dijo que si yo era quien decía ser, estaba cometiendo un delito y que ya se encargaría de denunciarme a la policía.

De buenas a primeras me había convertido en mi vecino que era un vejestorio murciano. Según había oído por boca, de quienes lo habían visitado, era un hombre sin muchos atributos. Su familia radicaba en Madrid y tenían unas ferreterías o algo así. Por desgracia, nunca llegue a hablar con él más de unos minutos. Lo único que recibía como respuesta eran sus parpadeos, de vez en cuando de su boca se escapaba algún sonido extraño, pero eran más lamentos que otra cosa. Me acostumbré a su compañía lejana y por las noches, cuando salía a la terraza a tomar un poco de aire, lo veía arrimado hacia la pared y su respiración áspera me indicaba que seguía aquí.

Me tomaron muestras para hacerme una evaluación completa y el resultado fue asombroso para todos. El dinosaurio Ernesto de la Loza de padecer una neumonía terrible y estar al borde de la muerte se había recuperado. “Enhorabuena, señor de la Loza—me dijo la enfermera que hacía el turno ese día—. Se ve usted tan rejuvenecido que resulta imposible reconocerle. Hay que verlo para creerlo. Esa enfermedad nueva es impredecible. He de decirle que sus familiares ya están al tanto y no tardarán en venir por usted. ¡Qué sorpresa se van a llevar, Dios mío!

Intenté escaparme, pero me lo impidieron, dijeron que mis familiares habían dado la orden estricta de que no me dejaran abandonar el hospital sin su consentimiento, que estaba muy mayor como para andar solo por allí. Llegó una mujer de unos cincuenta años con su marido. Me abrazó y me miró con gran sorpresa. “Papá—dijo uniendo las manos y poniéndose de rodillas—¡Ha ocurrido un milagro!!Bendito sea Dios!”. Le traté de explicar que no era su padre y que no tenía ni idea de quién era ella, pero corrió a ver a los doctores y les preguntó sobre mí. Le dijeron que la enfermedad era nueva y los efectos secundarios podían ser miles. En mi caso, estaba claro, le comentaron que mi organismo había creado anticuerpos y que esas defensas me habían ayudado a rejuvenecer. Me veía, según la mujer, treinta años más joven. En ese momento pasó por mi mente otra mujer. La mía, a quién seguramente le habían avisado de mi fallecimiento y no sabía que me habían transformado en Ernesto de la Loza. Pobre Micaela, las lágrimas que iba a derramar en balde. ¡Y mis hijos! ¿Qué iban a hacer cuando se enteraran de que el más optimista de los padres había muerto por ser tan ingenuo? Estaba desesperado y me tuvieron que inyectar unos calmantes para que me durmiera. Desperté en una casa bastante grande. La habitación era muy luminosa y tenía muebles muy lujosos. A mi lado estaba una anciana que se alegró mucho al verme recobrar la consciencia. “!Pero, mira nada más Neto!!Cómo te ha dejado esa maldita gripe! ¿!Pues, no que era muy peligrosa!?!Ya hasta me dan ganas de que me dé a mí para quedar chamacona! Yo con un pie del otro lado y tú tan jovenazo. ¡No es justo!”.

No sé quién es usted, le dije sorprendido, pero ella me empezó a recriminar que con mi nuevo aspecto me iba a ir otra vez de raboverde a buscar jovencitas a los salones de baile. Me echó su sermón y me amenazó con matarme ella misma si se me ocurría abandonar la casa solo. Al final, casi le da un ataque por las tonterías que urdió. Vinieron a calmarla y, a pesar de que todos se habían alegrado al principio por la vuelta del señor Loza, ahora me recriminaban por todo. “Ya vas a hacer sufrir otra vez a mamá”. “¿No te bastó con los casi sesenta años que la martirizaste?” Me veían con recelo y me encerraron en la habitación. La orden fue igual a un arresto domiciliario. Cuando por fin se retiraron, llamé a mi casa, no me pude comunicar y Micaela, cuando oyó mi voz en su móvil, se desmayó. Creo que le entró la llamada cuando me estaba reconociendo en la morgue. Es triste, la verdad. No puedo imaginar la cara que han de haber puesto mis hijos cuando vieron al señor Loza tan esquelético, era ya una momia. Cualquier persona habría dudado de la autenticidad de mi cuerpo, hasta usted querido lector que no me ha visto nunca y, por la falta de descripciones que he hecho de mí mismo carece de medios para hacerlo, pero lo habría logrado. No destaco por mi atractivo, ni mi fortaleza tengo cincuenta años, me veo un poco más viejo, pero estoy muy lejos de asemejarme a Ernesto de la Loza.

La cuestión era saber cómo demonios podría corregir el error de una enfermera distraída y dos paletos que ni urdiendo el plan más diabólico, podrían haber logrado tal disparate. Estaba claro que tenía que escaparme, así que esperé a que anocheciera y me fugué en la madrugada. Cogí uno de los coches de la casa. Mi primera idea fue la de ir directamente a ver a mi mujer y ya iba hacía allí, pero por el trayecto vi el hospital donde me habían internado. Una idea pasó como un relámpago por mi cabeza y frené en seco. Era verdad, si a mí me habían cambiado el nombre y el destino, yo tenía el derecho de hacer lo mismo. Me aparqué y entré a urgencias, convencí a una empleada de que me ingresaran y subí a la quinta planta en la que me habían robado mi nombre. Cogí una bata y me hice pasar por enfermero. Busqué una cama donde hubiera algún enfermo en estado terminal y encontré a Donatello Pereira que tenía ochenta y cinco años y estaba conectado con unos tubos. Busqué la información sobre su vida y me encontré con que no tenía familiares y sus únicas pertenencias eran un móvil, una cartera con unos cuantos billetes y sus documentos. Estaba soltero y tal vez ni siquiera le vivieran sus familiares. Era ideal para mí, así que cambié su historial y le puse el nombre de Ernesto de la Loza. Con mi nuevo nombre me sentí bien. Sonaba agradable. No sabía quién era exactamente ese Donatello, pero su nombre tenía algo especial. Pedí que me hicieran unos análisis. Me quedé a dormir. Por la noche, se me ocurrió que tal vez podría enderezar un poco mi vida. Ya no podría jamás recuperar mi verdadero nombre, pero Ernesto de la Loza sí que podía ayudarme a llevar mi cruz con menos esfuerzo. Escribí una carta.

“Amados hijos, esta violenta enfermedad me ha afectado físicamente, pero mi estado mental es satisfactorio, así que os pido que, como última voluntad, os quedéis con mis bienes y os los repartáis de forma proporcional. Os Aclaro que deseo que el treinta por ciento de mi capital pase a manos del señor Donatello Pereira. Es un amigo lejano que me ayudó mucho en la juventud y que he encontrado milagrosamente aquí. Espero que cumpláis mi último deseo y sepáis hacerlo de la mejor manera para que yo pueda descansar en paz. Vuestro padre Ernesto, que os adora”.

Puse el papel debajo de la almohada de Donatello y me dormí. A la mañana siguiente me encontré con la desagradable noticia. Ya estaban en camino los parientes de Ernesto. Otra vez vi a la hija que la primera vez me abrazó y me dijo miles de piropos y esta vez ni siquiera me dirigió la mirada. No sabía si su indiferencia era por el dolor o las gafas negras que llevaba puestas, pero cuando se las quitó, tampoco reaccionó, incluso me acerqué a darle el pésame. Solo su hermano me habló. “Gracias, señor, no sabe qué horrible es pasar por esta situación tan absurda. Cuando lo ingresaron perdimos la esperanza, luego se rejuveneció y salió hecho un muchacho fuerte y saludable y ahora, mírelo. Está peor que cuando entró aquí por primera vez. ¡Esta maldita enfermedad es horrible!!Que nos libre Dios de padecerla!”. Lo lamento mucho, le dije, Ernesto, es decir, su padre fue una persona muy bondadosa…No tuve tiempo de continuar porque se acercaron otros familiares y cuando la esposa ya venía hacía mí, porque me había reconocido, alguien la cogió del brazo y le enseñó el cadáver. Ella lo miró y de inmediato perdió el conocimiento. El doctor les anunció, al descubrir el papel bajo la almohada, que Ernesto había escrito su última voluntad. Los hijos estuvieron de acuerdo con la decisión de su padre y me abrazaron, me desearon que me recuperara y que estuviera al pendiente para cuando se requiriera mi presencia para darme la parte correspondiente de la herencia.

Me alegré de verdad. Las cosas no habían salido tan mal y podía recuperar a mi familia. Al día siguiente me dieron de alta y me fui a mi casa. Estaba mi hijo mayor podando las plantas y cortando el césped en el jardín, se le veía muy triste. Me sorprendió que por primera vez en su vida se ocupara de esa tarea. Luego salió mi hija menor que ya no llevaba su ropa desaliñada ni el pelo atado con una agujeta. Estaba guapísima. Se había puesto un vestido y se había recogido el pelo. Alguien llegó por ella. Era un hombre atractivo, llevaba un traje caro y la subió a su coche. Por último, salió mi esposa a llamar a Raúl. No pudimos evitar que se cruzaran nuestras miradas. Temblé un poco y respiré para coger valor. Hola, Micaela, tienes que escuchar lo que te voy a decir. “Oiga, se ha confundido. A usted no le conozco”. ¿Pero cómo es posible? ¿No me reconoces? Si soy tu marido. “!No me venga con esas bromas. ¿No sabe que mi esposo ya está muerto? Debería tener un poquito de vergüenza y conducirse como la gente. Váyase de aquí si no quiere que llame a la policía”.

Fue inútil convencerla. A pesar de que le hice confesiones que solo podríamos saber ella y yo, se negó a aceptarlo y me fui con el rabo entre las patas y sin saber qué hacer. Dios, no sabía qué me esperaba en el futuro. Mi familia era todo lo que me había importado hasta ese momento y no tenía a nadie. No había ni un misero compañero con quien llorar, ni conocidos de confianza, ni siquiera familiares porque me había alejado tanto de ellos que ya ni consideraban miembro de la prole. Me fui a un hotel y traté de tomar las cosas con calma. Pensé que ya se me ocurriría algo para volver con mi esposa. Estuve merodeando la casa durante unos días y noté muchos cambios. Parecía que con mi ausencia las cosas eran diferentes. Mi mujer se puso a trabajar. La seguí hasta una oficina donde supe que era secretaria y que su jefe estaba contento con ella. Mis hijos se habían espabilado y se pusieron a hacer cosas de provecho. Un gran remordimiento me acosó al principio, pero luego comprendí que, con mi sobreprotección y ese afán de mantener bien las cosas en el hogar, les había hecho más daño que beneficio. No les había dado la independencia que necesitaban y ahora caminaban por la vida con seguridad. Comprendí que me había quedado solo y que ya jamás me abrirían las puertas de la casa ni las de su corazón. Me retiré con la idea de volver y no darme por vencido, pero esa noche me llamaron por teléfono.

“Señor, Donatello—me dijo el hombre del otro lado del auricular—. Se requiere su presencia el día de mañana para hacerle entrega del capital que le ha dejado su amigo Ernesto de la Loza”.

Quedé de llegar a tiempo. Eran las cuatro de la tarde y en la casa en la que me habían enclaustrado en una habitación estaban reunidos todos los hijos de Ernesto. El ambiente era muy solemne y el notario, un viejo con cara de buitre, me miró con curiosidad y duda. Seguro que pensó en algún momento en negarme mi parte de la herencia, pero sabía que era imposible hacerlo ya que sus clientes me habían dado su palabra. Lo que si me causó desconcierto e irritación fueron las preguntas que me hizo. “Cuándo lo conoció—me preguntó con actitud de juez—, dónde se encontraron por primera vez, por qué dejaron de verse y cómo paró usted en la misma sala que Ernesto”. Me hizo titubear por instantes, pero como toda la historia era una patraña, me permití improvisar. Quedó convencido a medias y se dispuso a leer el papel que yo había escrito. Leyó con mucha claridad y me gustó que así lo hiciera, pues con su tono constataba la necesidad irrevocable de que me entregaran el dinero. Lo mejor fue que al término de la lectura hubo una ronda de firmas y después me entregaron un maletín lleno de billetes. La felicidad fue tal que hasta lloré y para ellos, eso significó una muestra de dolor por la pérdida de un gran amigo. Salí bajo la mirada sospechosa de la viuda, que trataba de recordar sin éxito, dónde me había visto antes.

De nuevo quise ir a mi casa, pero otra idea cruzó por mi mente. ¿Qué tal si antes de volver, te das un pequeño capricho? Me pregunté al recordar que toda la vida me había dejado el pellejo trabajando día y noche para cubrir los gastos, a veces innecesarios de mi esposa. ¿Qué había disfrutado? Casi nada, si tenía extras en el trabajo, las ganancias solo llenaban el armario de mi mujer y satisfacían los caprichos de mis hijos, ahora tenía libertad de decisión y como se suponía que ya estaba bajo tierra, me pareció justo echar una cana al aire. Deposité dinero en el banco, me compré ropa nueva, busqué un lugar no muy caro para vivir y salí por las noches a los bares que nunca había visitado. Encontré uno donde las chicas eran guapas y bailaban con los clientes. Conocí a la bella Aurora que tenía tanta fragancia como el amanecer, a pesar de que no era tan joven. Daba buena conversación y le parecí un tipo interesante. Con mi mujer hablaba demasiado y eso, en ocasiones, nos estropeaba la comunicación en la cama. Aurora era muy diferente. Su actitud mansa y provocadora la hacía única. Decía lo estrictamente necesario y se entregaba con mansedad. Poco a poco nuestra relación sin compromisos morales se estrechó. Nos encontrábamos una o dos veces por semana y estábamos bien.

Llegaron la segunda y tercera olas con un virus mutado. Las cosas ya no volvieron a ser las mismas. El cuidado de la higiene se hizo tan obsesivo que las parejas para estar juntas tenían que desinfectarse todo el cuerpo, besarse con mascarilla, evitar los estornudos y el contacto prolongado. La gente empezó a distanciarse. Ya nadie reconocía a sus vecinos y los identificaban por la mascarilla. En los espacios cerrados debíamos guardar las normas y mantener todo limpio. Se establecieron multas para las personas que tenían la osadía de quitarse la mascarilla o los guantes en público. Las consecuencias fueron muy graves, pero no fueron ocasionadas por el virus, sino por la falta de adaptación al medio. Al final, perdimos nuestras defensas y nos hicimos más vulnerables. Los hospitales comenzaron a llenarse y las muertes aumentaron, ya no era solo el virus el que mataba, sino el cáncer, el sida, la obesidad, la anorexia y hasta el estrés. A todos nos llegó la hora y descubrimos con horror que el poco sentido común nos había llevado al acabose. Ahora es demasiado tarde para readaptarnos al medio y seremos pronto organismos indefensos en peligro de extinción.

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