DE SENTIDOS AGUDOS
En un principio yo estaba asustado; no sabía lo que había ahí adentro. Fuese lo que fuese, había algo diferente en mí. Es decir, yo siempre he sido de sentidos agudos. Oh, todas esas terribles cosas que escuché y observé durante años. ¿Cómo podía andar la gente por ahí ignorando toda la maldad? Sentirla era sin duda lo peor de todo. A su merced, yo me sentía desprotegido, susceptible, y cuando busqué el consejo de las personas, estas me aconsejaron hiciera caso omiso de las arbitrariedades del ser humano: se me aconsejó no sentir. Pero me resultó imposible no ser yo.
Así continué, sintiéndome muy preocupado por la creciente cizaña en mi mente. Pero no todo era malo, yo tan solo me concentraba en el mal. Un día, de paseo de en la parque, vi el brillo incandescente en los ojos de una pareja. Al comienzo el cariño de Karen fue placentero, pero después con la ruptura de la relación y, por consiguiente, mi corazón, el amor se volcó en odio.
En aquellos tiempos yacía en plena noche acobijado por el desamor ¡Y ni hablar de las pesadillas! Pues desde aquellos omisos sueños distantes, en la orilla del subconsciente, me observaba recostado –“descansado”-, y sentía lastima por mí… Pero sobre todo temor. Miedo de esa bestia dormilona y cobarde que prefería refugiarse en los sueños, pues aquellos eran menos terribles que la realidad.
Esa maleza fue creciendo en mí y yo me sentía perdido en la hierba alta de mi mente. Iba por ahí con los audífonos bien puestos y a todo volumen, opacando incluso él leve sonido de mis pasos. En la música descubrí los alicientes de la tristeza, y a través de la melodía y sus veros me di la oportunidad de comprender el dolor de los demás.
Caminé por mucho tiempo con la vista adherida a la banqueta y socializaba solo cuando tenía que hacerlo. No era tan complicado después de todo. Pensaba fuerte en lo que las personas hacían y obviaba una pregunta o alguna observación al respecto. Preguntando y observando me hice de algunos amigos y así descubrí las delicias de la risa. Fue gracias a mis sentidos agudos, pues yo miro y aprecio, escucho e interpreto.
Pensé que era ridículo como la gente no hacía desagüe de las lágrimas, estancadas en nuestro alcantarillado por un cumulo de palabras que envenena al mismo tiempo el abrevadero de nuestro bienestar. Así comprendí que eran ellos los pobrecillos. Pobres incapaces de disfrutar sus sentimientos y no poder mandar en ellos. Aunque debo de admitir que no fue nada sencillo pero, después de varios encuentros con el suicidio, yo elegía cuando ser feliz o cuando estar triste. Prácticamente me había convertido en un escritor.
¿Cómo estás? – pregunté, a sabiendas de su dolor.
Bien – contestó ella.
Lo preguntó en serio. ¿Está todo bien? – insistí.
¿Cómo va a estar todo bien? – contraatacó ella.
Por eso te pregunto. Si no me explicas no lo sabré.
Una vez que me alimenté de todos esos sentimientos y las caricias del sexo, le corté la garganta y la mire a sus ojos atónitos mientras ella intentaba desesperadamente agarrar un poco de aire, aunque fuese la sangre que la abandonaba. Después me desahogué con las maravillas redentoras del llanto y floté en el gran vacío de mi interior por unos instantes. De esa y tres muertes más me compuse.
Era invertible, entre más amplio era mi conocimiento, más masticables eran los sentimientos. Me enamoré de nuevo y por mera convicción y, sin ser consciente de ello, me rompí el corazón en repetidas ocasiones. Rumeando recuerdos y penas escribí las más certeras frases de amor y desamor.
Entonces comencé a mirar al mundo de frente: comencé a poner atención. A escuchar la concupiscencia, a oler incluso lo nauseabundo, a apreciar los detalles más crueles de la genética y a permitirme sentir todo eso.
Un día hice daño al tronco de un árbol y contemplé su herida verde. Este no se quejó ni se movió. No me quedó más remedio que palpar y oler la herida. Fue así que me convertí en un asesino. ¿Qué por qué me volví un asesino? Por la misma razón que me enamoré: para poder saciarme de sus sentimientos. Fue incomodo en un principio. Hubo pesadillas y la obsesión de que alguien me perseguía, casi una certidumbre de que alguien conociera mis calamidades.
Si existe el perdón, espero que dios me perdone. Aunque yo he dejado de interesarme por las barbaridades y la crueldad, me importaría probar las llamas eternas. Es más, siendo sincero: creo que prefería irme al cielo. Solo espero que dios me despoje de mi curiosidad, pues incluso allá arriba me moriría de ganas de saber lo que sería estar en el infierno.
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