creo que la belleza se encuentra en la reincidencia. Un atardecer, por ejemplo, muere en el oeste desde tiempos memorables. Nunca se ha visto que se retrase un segundo. Se levanta con el cantar de los gallos, camina al paso del tic tac, reposa en el regazo del ocaso, un poco opaco, otras de mejor semblante, pero, eso sí, siempre vespertino, una y otra vez, siempre desmedido a la hora de hacer el amor o tomar el café, que para el efecto del cuerpo es lo mismo. Nunca advierte nuevos caminos. Va de acá para allá recogiendo los mismos pasos, el mismo sendero, el mismo tiempo, el mismo dormir. Ha sido igual desde que se inventó el ojo ¿Sabes? El óbito celeste seduce con canto de sirena a las criaturas más indiferentes, los arrastra al horizonte, les rasga sus vestiduras, les enceguece la vista y los revuelca en el en sosiego absoluto, una y otra vez, con la oscuridad a puesta de sol hasta suspirar o morir.
Pero el atardecer no es el reincidente. Su borrega labor no es diferente a la de Sísifo o un alma en pena. No, nada de ello. La belleza se encuentra en la falta propia de embalsamar la nostalgia en el hito del fin, en el morir del ocaso, en el exhausto del sexo, en las borras del café, en el delirio del recuerdo cuando se enferma de nostalgia, en el poema leído y en las caricias caídas. La belleza es el reicidente «hasta nunca» que parte en el ocaso y vuelve en el café.
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