La paradoja de una mente demente

La paradoja de una mente demente

Anonimato Eterno

21/01/2018

Bella era una persona careciente de amigos, su alma se alimentó de una malsana soledad, y la primera vez que pudo darle la oportunidad a un individuo, fue traicionada. Aquello fue un manjar que llenó lo que resultó ser una fuerte depresión.

Las melodías de Beethoven danzaban elocuentes y ajenas a todo, hacían urgir una nostalgia que opacaba el más mínimo e inocente contento a una conmoción desesperante. Bella se embriagó en un goce optimista, tal era su rendición que aquello no era más que un deleite.

En cambio, Lucas, percibió su alrededor como una cárcel. Una infernal cárcel en la que se le condenó a una vil enfermedad que le negó la movilidad de las piernas. Debía aguantar, involuntariamente, una penalidad de sollozos crudos y desgarradores. Acostado en la cama, sentía como las sinfonías lo desataban y le hacían flotar en gracia. Un suceso parsimonioso.

El doctor Roda un psiquiatra de gran nivel, y también fundador del geriátrico se convenció de que Bella estaba mucho mejor, por lo que la dejo ir. Ella se consiguió un departamento humilde donde mantuvo constante contacto con Lucas. No obstante, luego de un tiempo, Lucas empezó a mostrarse diferente:

Bella habitaba en la cocina. Las memorias del sanatorio de almas volvieron arrasadoras. Allí fue donde conoció al muchacho que hizo de sus luceros provocar una luminiscencia, y ver una tenue luz en lo que pensó que era un cuarto obstruido de claridad. Sin embargo, el anticristo protestó en ambos luego de decidir compartir presencias en un estrecho y humilde departamento.

De repente, el silencio se presumió y nuevos pensamientos lúcidos hicieron presencia. Delicadas sinfonías se manifestaron, nuevamente, y logró cambiar su ánimo. Así era Beethoven, cada nota batallaba con la poca coherencia que presentaba la señora y la hacía adicta a la locura, junto a unos drásticos cambios de humor.

Él poseía en manos la capacidad de lastimarla, la hacía sentir despreciable. Y su paciencia fue suprimida al enterarse de los desdichados chismes provenientes de los vecinos.

Casi de inmediato, una corpulenta ira manejó las acciones de la bella dama. «Amante…» pensó la mujer con repugnancia. Lucas era nombrado así por sus vecinos porque nadie se había topado con él, no obstante, la doncella estaba ausente de ese conocimiento. «Seguro me es infiel, el desgraciado.» Y decidida, levantó su muy delgada figura en un proclamo de indignación. La ira la condenó a una radical decisión: matarlo.

El tan renombrado y odiado Lucas, le pidió, con soberbia, una taza de café, y a Bella no podía resultarle mejor. Su insensatez vociferaba ser oída, mostrando cada interpretación de la misma en el frasco de cianuro que presumió. El dictamen de la misma era: “Si acabo con él, acabo con mi sufrimiento”. Pero una parte lejana de la mujer, la cual siempre negó (una perspicaz demencia), sabía que el único corazón que detendría resultaba ser el de ella. Echó dos cucharadas y fue al compás de la música en una danza cínica. Mostraba, hipócritamente, una sagaz felicidad.

—Tome, mi amante imaginario —mencionó, otra vez, con cinismo.

Lucas, al notar la acción como un hecho magnífico, curvó los labios en una elegante sonrisa. Y con una usual voz ronca debido a su desgaste, respondió:

—Muchísimas gracias, dama depresiva… —Bella laceró su lengua a partir de la fuerte presión que creó sobre su mandíbula. Tenía aversión por tal apodo, y el poco remordimiento desvaneció como las tormentas en verano.

Lucas, abstraído de la realidad, tomó la esencia sin vacilación. No caviló sobre el amargo sabor tan peculiar que poseía. Se consideró venturosa, la desdichada dama depresiva.

«Un gélido 28 de noviembre, el cuerpo de Bella Álvarez fue dado como un ser muerto debido a un alto contenido de cianuro. Suicidio…», leyó para sí el doctor Roda. Una conmoción inefable drenó de su ser y completó cada rincón. Era consciente de que la demencia de la mencionada iba a matarle, sabía que su geriátrico nunca le iba a dar una respuesta. Resultaba irónico saber que aquella ilusión que la salvó fue digna de llevarse su alma en un parpadeo.

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