Todos los días me preguntaba por qué los vecinos y mis compañeros de aula amaban tanto el teléfono. Era una obsesión que quitaba la privacidad en nuestras casas, en especial a mi padre y a mí, porque mi madre disfrutaba con aquella pequeña cola esperando para llamar a un familiar, a un novio o a no sé quién.
Una visita allende los mares preguntó si ese teléfono era el público del barrio y cuánto nos pagaban por ello. Yo rompí en una estruendosa carcajada que fue paralizada por el gesto de mi madre y la mirada cómplice de mi padre.
Un día quedé sola en casa. Mis padres andaban de fiesta. El maldito aparato sonó a las 4 de la mañana. Me desperté asustada. Con mucha cautela levanté el auricular esperando una triste noticia. Al fin y al cabo, mis padres no estaban conmigo. Era el familiar de una vecina. Necesitaba hablar con ella urgente. Tenían un fallecido en la familia. Con pereza me vestí y bajé 2 pisos para avisar. Mi vecina abrió la puerta soñolienta y, ¿cuál fue su respuesta? – diles que llamen mañana que ahora estoy durmiendo. Yo hubiera podido responder exactamente lo mismo al madrugador mensaje. Un personaje protagónico, así era el teléfono.
Ante el amor, las anécdotas y las colas, decidí averiguar cuál era el encanto del teléfono KELO (famosa marca canadiense) de mi juventud. Ese de color beige con su ruleta de números que giraba según marcabas y tenias que devolver el giro hacia detrás o él lo hacia de manera automática.
Un viernes en la noche cuando no tenía plan alguno de reunirme con mis amigos también usuales consumidores del demandado teléfono, me encerré en mi cuarto después de la cena y revisando la guía telefónica local, marqué un numero al azar. Quise colgar de inmediato. Alguien se adelantó y me pregunto, ¿quién habla? La persona parecía esperar una llamada. Su respiración se notaba acelerada. Parecía haber corrido para no perder la posibilidad de responder. Bueno quizás era asmático. Me quedé estupefacta por unos segundos y respondí, – es nadie.
El silencio hablo por si solo. Lo mantuvimos unos minutos como si la mudez hablara por nosotros. Creo que basto estar callados para descifrar quienes éramos. Al mismo tiempo preguntamos ¿en que colegio estudias? Ambos reímos con complicidad. Nos dimos toda la información posible. Tengo que aceptar que no le di mi nombre real. Fue la única mentira que dije quizás por temor, protección, inmadurez o por no sentirme vulnerable. Pensé que podría estar haciendo lo mismo. ¿Entonces por qué temer? Si al final del día, no lo conocía.
Nuestras platicas se hicieron diarias, todos los días a las 8 pm yo lo llamaba, sin saltarme ni uno. Yo no le había dado mi teléfono. Empecé a necesitar su voz cada día. Me levantaba pensando en su tono de voz fuerte pero meloso y soñaba con las 8 en punto de la noche. Nos contábamos todos los secretos. Al fin y al cabo, éramos dos extraños y los juicos y prejuicios no importaban. Los eventos, los miedos, las desventuras, los complejos y nuestros poemas dedicados a nadie, que éramos nosotros mismos, eran parte de nuestra comunicación diaria. Nuestras almas se desnudaban a pesar de ser voces ciegas.
Termino la secundaria básica y llegaron las vacaciones, juntos repasamos los contenidos por teléfono de las disciplinas que examinaríamos en los exámenes de ingresos a los niveles superiores. Ambos logramos las carreras que añorábamos. El entró a la escuela militar y yo a una escuela vocacional de ciencias exactas. Ambos fuimos internos. Nuestros destinos se separaban, pero no. No me lo podía permitir porque estaba segura de que extrañaría a ese nadie sin rostro, a esa voz ciega. Me atreví a darle mi numero telefónico bajo estricto juramento de que jamás buscaría mi dirección tal y como yo lo había hecho.
Supe años después que lo había cumplido. Pactamos la llamada a la misma hora, el sábado, cada 2 fines de semanas que era cuando volvíamos a nuestras respectivas casas. Cuando sonaba el teléfono a las 8 en punto de la noche, yo sabia que era mi amigo invisible.
Un día le conté que estaba conociendo a alguien. No sé porque lo hice si no era nada importante y creo que era un poco para suplir su ausencia física. Tonta yo porque bastaba que nos viéramos y no necesitaba estar conociendo a nadie. Su voz se quebró y hubo en silencio que no fue precisamente como el silencio de la primera llamada, este fue doloroso y sin respiración. De pronto mi voz despertó su entusiasmo cuando le dije que esa persona no hablaba como él, ni sabia las cosas que él sabía sobre mí, ni me ponía nerviosa como él. Su emoción se torno renaciente como el primer día. Así pasaron los años hasta que nos graduamos.
La intensidad de nuestro sentimiento crecía y crecía, y nuestros aspectos también. De seguro ya no éramos las mismas personas, pero manteníamos nuestro sentimiento intacto. Me decía que era alto, moreno, de ojos verdes rasgados, atlético y que le estaba faltando el pelo. Que honestidad la de él, me decía a mí misma y me reía. Yo me describía tal y cual era, pero de forma mas tímida. No les voy a contar porque es muy difícil hablar de uno mismo. Solo él sabía que tenía un pelo muy negro y rizo y que me llamaban curvilínea, no quería asustarlo diciéndole que yo me consideraba una gordita pasadita jajaja.
Terminaron las vacaciones de egresados y mi decisión estaba tomada pero no me atrevía a comentarle. No era por él, pues quizás no le afectaría, era por todo lo que el significaba para mí y porque no quería que se rompiera la magia mantenida por tantos y tantos años. Me iba a estudiar al extranjero. Yo no sabía si darle la noticia con tiempo anticipado o poco antes de mi partida para evitarnos escenas dolorosas como esas de las películas que los protagonistas se despiden con llantos y promesas absurdas, lamentables, y con un fondo musical conmovedor. Como todo eso estaba en mi mente, (¿me estaría volviendo cursi también?) entonces, decidí contarle un sábado cualquiera en la noche. Apenas sin terminar nuestra frase, el silencio irrumpió en la línea telefónica como aquel primer sábado a las 8 pm de hacía más de 10 años. Nos conocíamos y sabíamos que aquel mutismo no era el comienzo de aquella aventura novelesca, sino que nos acercábamos al final de un viaje, de una renuncia, de un dolor, de una dependiente costumbre. Las voces ciegas no hablaban, no hablaban. No se produjo sonido alguno por minutos, no sentía ni su respiración y lo peor no podía ni imaginar su rostro, su expresión de dolor, o de alivio. Nunca supe en realidad que pasaba del otro lado, pero en mi extrema quietud mis lagrimas caían.
¿Como era posible que las emociones dependieran de quien no conoces? ¿Como era posible sentirse acompañada y amada solo por una presencia a través de un cable? ¿Como era posible creer o sentir que los dolores se fundían en uno, en esta condición excepcional?
Rompí el silencio con lo inesperado. Rompí nuestro pacto tácito de no vernos y propuse encontrarnos ese fin de semana en un lugar neutro entre su casa la mía. Ambos sabíamos que vivíamos en la misma parte de la ciudad. Por eso, disfrutábamos pensando cuantas veces coincidimos en un mercado, o en bus o hasta en la fiesta de un amigo en común.
Esta vez no hubo animo de risas, la hora, el lugar y el día estaban planeados. No dormí aquella noche. Mi alegría bailaba con espinas, mi miedo cantaba sus alegrías. La mañana toco la ventana revoloteando en mí. Pensaba en muchas ideas de como lucir perfecta, pero siendo yo misma para ese encuentro obligatorio, pero no se si totalmente deseado. Cada minuto que pasaba mi corazón sentía que perdía algo. No pude comer absolutamente nada. La expectativa me alimentaba.
Sali mas temprano de lo previsto, camine tratando de calmar la ansiedad que me consumía. Mi vista iba fijada en la nada. Sentía que todos me miraban y juzgaban lo que llamaría una absoluta y absurda locura digna de estudio por la constancia durante tantos y tantos años. Finalmente llegue al sitio, respire profundo, mire hacia todos lados con profunda cautela. No había nadie, nadie esperaba. Cruce la calle pare observar desde lejos. ¿el estaría haciendo lo mismo?, me pregunté. La soledad era la protagonista del lugar. Regrese al punto acordado, mire a mi alrededor segura de que me estaría observando y la decepción le había impedido acercarse. La inseguridad aumentaba mientras la expectativa decrecía. Pensé que era mejor así. Decidí abandonar el lugar. Camine en sentido contrario al que llegue. Mi paso era lento y apesadumbrado. Mientras me alejaba, más dolor sentía, pero también más quiebre había dentro de mí. De frente a mi caminaba una persona con paso firme y apurado, nos cruzamos. Después de unos cuantos metros avanzados, algo nos hizo girarnos, ¿Intuición? ¿Confianza? ¿Inseguridad? ¿Reconocimiento? Realmente no sé. Nos miramos a los ojos con profunda intensidad, recorrimos nuestra anatomía por varios minutos, ¡era el!, era yo! Sonreímos nerviosos convocando el mismo silencio de la línea telefónica. El sonido pegado lo rompió un fuerte y largo abrazo, el calor de un cuerpo que sientes familiar, un aroma que recrea parte de tu juventud, unas manos que se sujetan y entrelazan sin previo aviso. Dos cuerpos cercanos separados mentalmente por una línea telefónica. Lo bese, nos besamos. Jamás olvidare el sabor de aquella plenitud. No pude notar la diferencia entre sus labios y los míos. Nuestras manos recorrieron nuestros rostros buscando las similitudes de los referentes tantas veces visualizados. Éramos tan idénticos que parecía un pecado. Yo temblaba en sus brazos, el respiraba como si fuera el último aliento de una corta agonía. Estuvimos ahí parados por un tiempo que es difícil determinar, menos recordar. Solo se que era notorio que sabíamos que no habría otra vez.
No medió ni una palabra. Nuestros cuerpos hablaron en su único lenguaje, faltaba nuestro gran aliado, el tiempo. No queríamos romper el encanto de escuchar al otro a través de las ondas sonoras. Teníamos tanta conexión. Al unísono miramos el reloj, nos separamos, corrimos, quedaban pocos minutos. Llegue a mi casa a 1 minuto para las 8 pm. Caminaba a mi pieza respirando con esfuerzo cuando sonó el teléfono. Siguió el silencio, que ambos rompimos con una carcajada. Nuestra complicidad se hizo más sólida, hablamos hasta la media noche. Conversamos del poder de aquel teléfono en nuestras vidas. Descubrimos que teníamos el mismo modelo de equipo y hasta del mismo color, prometimos guardarlo de recuerdo. No quisimos descubrir si el contacto físico había sido una decisión correcta. Para mi fue una osadía. Para el no hubo decisión, todo fue genuino, espontaneo y lo mejor, no se rompió el encanto de amar nuestras voces solo que ya no era a ciegas. Inocentemente nos sentíamos amantes. Seguidores y respetuosos del primer amor de nuestras vidas.
No volví a responder el teléfono a las 8pm. No volví a ver la cara enojada de mi padre y la sonrisa picara de mi madre. Volví un año después de vacaciones. Nunca olvide el sonido bullicioso de aquella puntual llamada. Inconsciente me senté varios días a las 8 pm con el teléfono inalámbrico en la mano. Ya no era el teléfono mecánico. Después de varios días en casa y de una espera inconsciente. Mi madre me dijo: “Hija mía durante todo este año, ese teléfono no ha dejado de sonar cada día a las 8 en punto de la noche”. De inmediato recordé el olor de aquel encuentro y pensé, cursi pero cierto.
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