La espera

El dolor comenzó cuando me ponía la camisa a cuadros. Acababa de bañarme. Faltaba media hora para encontrarme con Romina y nada podía salir mal. Había soñado con ese día desde siempre. Tenía todo calculado: debía llegar diez minutos antes porque papá me dijo que se debe mostrar interés en la primera cita. Con dificultad logré atarme los cordones de las zapatillas. Pero cuando levanté el brazo para alcanzar el perfume supe que el dolor no pasaría. Sentía que algo me quemaba el estómago y ya no aguantaba más.

Siempre imaginé cómo sería la vida después de la muerte. O mejor dicho, la muerte después de la muerte: almas de todas las razas y religiones esperando en una sala su destino. El piso tendría que ser de cerámicos blancos brillantes con paredes altas del mismo color y dos o tres encargados de limpieza. Una infinita cantidad de butacas, ubicadas una al lado de la otra, mirando hacia una pantalla gigante. Debería también haber acomodadoras de minifalda que guiarían a cada uno a su asiento final. Cada tanto sonaría un timbre o un silbato. Por el altoparlante dirían un nombre, que al instante aparecería en la pantalla reafirmando el llamado. El poseedor del nombre se pondría de pie, se dirigiría hacia el ascensor, y se abriría una puerta metálica con destino al cielo. No, el infierno no existe, me convencí de ello en las charlas que me llevaba mamá los días que no podía quedarme solo en casa.

Mis ideas sobre la muerte se ganaron cinco sesiones con la pedagoga de la escuela. Lo recuerdo muy bien: la profe de religión nos había encargado describir en breves palabras qué significaba el cielo para nosotros. Pero Romina ese día tenía un no sé qué en la sonrisa y no podía quitarle los ojos de encima. La profe notó mi distracción y me eligió, entre todos, para pasar al frente. Luego vino mi explicación de las butacas, la pantalla gigante, el ascensor, el alto parlante; y las risas de mis compañeros. Así fue como me gané las visitas con la pedagoga y mi madre una reunión urgente con la directora. Nunca entendí por qué mi madre me mandaba a un colegio católico a pesar de aturdirme con sus charlas espiritualistas.

Cuando llegué al hospital me llevaron derecho a urgencias. El cuarto se llenó de personas con delantales y barbijos que me miraban como si fuese una rata de laboratorio. Uno me tomó la presión, otro la temperatura y escribieron en una planilla los resultados. Yo estaba semidesnudo y con la sábana trataba de salvar la poca dignidad que me quedaba. El médico, no tardó en destaparme. Tocó mi abdomen y afirmó lo que tanto temía: «Hay que operarte, amiguito». La enfermera me colocó el suero. En menos de cinco minutos llegaron los camilleros y salimos hacía un pasillo largo que colindaba con el quirófano.

Aquella tarde hubiera sido perfecta: ella llegaría a las siete, puntual, impecable como siempre. Quizás me hubiera animado a tomar su mano. Frente de la plaza le invitaría un helado. Ella aceptaría con una sonrisa. La misma sonrisa que me desvelaba desde sexto. La cita estaba planeada hasta las nueve. Papá me aconsejó muy bien «Los jóvenes no pueden estar en la calle a las diez de la noche porque si no, los llevan y nadie los vuelve a ver». Había ahorrado mucho tiempo para que nuestro paseo sea mágico. Pero tantos planes, tanto ahorro para estar ahora dentro del quirófano. Me colocaron una máscara de oxígeno. Supongo que esa cosa tenía algo más, porque poco a poco comencé a sentirme pesado, los párpados se me cerraron solos hasta que acabé dormido por completo.

En la sala, la espera se hacía larga: una acomodadora ya me había indicado el número de asiento y la fila. Yo no dejaba de pensar en Romina. Debían de ser las siete de la tarde y seguro estaría donde habíamos quedado. O a lo mejor le había llegado la noticia. En realidad, no. Mamá entró corriendo a mi habitación cuando comencé a gritar. Y nos vinimos al hospital tan rápido como pudimos. Nadie sabía del encuentro con Romina. Se lo tendría que haber dicho a mi madre cuando íbamos en el auto «mamá, avisale a Romina que no voy a ir a la plaza». Ella siempre se mete en todo. Piensa que soy un bebé y me hace pasar vergüenza. Se hubiera encargado de contarles a todos que su nene iba a tener su primera cita. Pero el doctor me dijo que en dos días salgo, dos días no son mucho tiempo. Los rumores se esparcen rápido así que, mañana quizás Romina se va a enterar la razón que me hizo dejarla plantada. Capaz venga a la hora de las visitas. O tal vez esté enojada y no quiera venir. Pero eso no importa, cuando salga voy a ir a buscarla, le voy a mostrar mi cicatriz y quizás me pregunte si me duele mucho. Yo le voy a decir que no, sólo para que vea que soy un hombre fuerte, capaz de aguantar todo.

En la sala de espera hay personas de todo el mundo. De todas las religiones; de todas las edades: ancianos, cuarentones, niños. De todas las profesiones: secretarias, astronautas, kiosqueros, ingenieras, editores, diseñadores, amantes, barrenderos, abogados, músicos, amas de casa, programadores, vendedores de autos, maestras, ciclistas, corredores de fórmula 1, abuelas tejedoras, estudiantes, monjas. Debo acordarme esto para contárselo a todos cuando despierte, en especial a la profe Estela, la de religión. Les diré que tenía razón. La muerte no discrimina. La muerte después de la muerte es igual para todos. No hay salones VIP, ni asientos de primera clase. No hay comida, no tenemos hambre. No hay TV cable, ni radio, ni videojuegos, ni Internet. Solo una pantalla gigante que anuncia tu nombre en el mismo instante que se lo escucha por el altoparlante. Hay encargados de limpieza y cinco acomodadoras de minifalda. No hay infierno. No hay edificios, ni playas, ni flores. Nadie te lleva a la noche. No hay charlas espiritualistas. No hay reclamos entre mamá y papá, no hay profes de religión, ni preceptoras; ni dolor.

No hay dolor en la sala de espera.

Aquí hay personas raras, no pude hablar con todos. El espacio es grande y somos muchos. Pareciera que yo soy el único con apendicitis. Los que están en coma armaron una mesa y apuestan a quién llaman primero por el altavoz. Me apuré con las cartas para enseñarles a jugar al truco. Entre el siete de oro y de espada, la voz de mi padre no me dejaba concentrar: «A las diez los llevan y no los vemos más». Igual, no creo que se haya quedado tanto tiempo. A lo mejor me tendió una broma y, mientras yo la esperaba, aparecía con una videocámara filmando mi cara de bobo. Cómo no lo pensé antes… De todos modos nada de eso va a suceder porque estoy en la sala de espera enseñando, a unos colombianos, a jugar al truco. Es extraño, me siento un cuerpo, pero al mismo tiempo no lo soy. Dicen que cuando llega la hora se siente y yo sentí que dirían mi nombre por el altavoz. Me anticipé, me despedí de los que estaban en la mesa. Atravesaba la sala mientras veía mi nombre en la pantalla pero, antes de entrar al ascensor, vi que la azafata le estaba asignando un lugar a Romina.

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