Cuando yo era pequeña, recuerdo, tendría doce años, solía acompañar a mi mamá a comprar al almacén de una familia de asiáticos que hacía poco habían llegado al país y montado una tienda. Mi hermanito León nos acompañaba siempre con algún juguete en sus manos y yo llevaba la bolsa donde mi mamá guardaba su monedero.
Caminábamos dos cuadras, e inevitablemente debíamos transitar junto a una casa, que mi mamá decía, estaba embrujada. Era una casa grande, de dos pisos. Nunca había luz y las ventanas permanecían cerradas. La entrada tenía un pequeño jardincito con una palmera, alta y cuyas hojas negras, ensombrecía su fachada. Yo pasaba junto a ella con miedo pero no podía dejar de mirarla.
Una tarde de invierno, oscura y fría,claro está, nunca podré olvidarla, nos dirigíamos al almacén y antes de cruzar la calle, mi mamá me pidió que tomara la mano de León. Me di vuelta para observar a mi hermano y entonces le ví. Se dirigía hacia la casa, atravesó la puerta que pareció estar abierta, y no le vi más. El horror, el sentimiento de pavor que invadió mi alma, fue tan intenso que no pude pronunciar palabra. Pero no fue necesario. Mi madre le había visto y su rostro estaba pálido. Aún así, realizamos nuestra compra y regresamos a casa.
Desde ese día, cada vez que nos dirigíamos al almacén, nos deteníamos frente a la casa. Aguardabamos un instante, pero nada sucedía. En silencio continuábamos nuestro camino. Algunas veces, íbamos en varias oportunidades en un mismo día.
Así pasaron los años. Una mañana acompañé a mi madre, ya anciana, y como siempre, nos detuvimos un instante. De pronto, la puerta de la casa se abrió y vimos salir a un muchacho alto y flaco. Su rostro no tenía expresión alguna, pero se acercó a mi madre y tomó su brazo. Caminé detrás de ellos. Sus pasos retumbaban en mis oídos como martillazos.
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