Se quedó dormido en el cuarto de estar mientras leía el periódico. El silencio era absoluto. En todo el edificio había solamente dos inquilinos: María, que vivía en el 2º C, la puerta de al lado; y él, Julio, que vivía en el 2º B. El actual propietario de la finca, una Sociedad Inmobiliaria, había ofrecido una indemnización a los inquilinos que renunciasen a sus viviendas. Y aunque al principio todos se resistían a marcharse, poco a poco habían acabado cediendo.
Julio se despertó inopinadamente. Un ruido había interrumpido su sueño, un ruido procedente del piso de al lado, el 2 A. Cuando su mente se despejó, se dio cuenta que era música, música clásica, música que hacía tiempo no había escuchado.
¿Cómo era posible que del piso de al lado, viniese la música? Un tanto desconcertado, salió al rellano y llamó con los nudillos en la puerta de su desconocido vecino, pero nadie le abrió ni pudo percibir ningún tipo de ruido en el interior.
Descartó preguntarle a María. Su vecina era sorda como una tapia. A lo mejor la música procedía de otra planta, bajó al 1º y comprobó que todas las puertas seguían tapiadas, como lo estaban desde hacía meses. Y ahora que lo pensaba, la puerta del 2º A no había sido condenada. ¿Se debería esto a una distracción o habría otras razones? No lo sabía.
Volvió a acomodarse en el sillón del cuarto de estar y, aunque seguía dándole vueltas a la cabeza sobre lo sucedido, poco a poco se dejó envolver por la música y al final se fue a la cama sin que el asunto le impidiera conciliar el sueño.
Cuando despertó por la mañana, pensó de nuevo en lo sucedido. ¿No sería conveniente advertir a la Sociedad Inmobiliaria para que investigara más a fondo? Se avergonzó de este pensamiento. Al fin y al cabo, si se trataba de un okupa sería uno más en luchar contra los que querían especular con sus casas. Intentó no pensar más en ello y pareció haberlo conseguido. La vida en el edificio seguía igual que siempre.
Sin embargo, a las seis de la tarde notó las primeras notas procedentes del piso de al lado. Se alegró de oírlas, ya que su viejo tocadiscos -el picú como se decía cuando lo compró- hacía tiempo que había dejado de funcionar. “Pues tendrá usted que comprarse uno nuevo”, le había dicho el del taller cuando lo llevó a arreglar, ya no podían encontrarse las piezas que había que sustituir.
Así que ahí estaba el tocadiscos, metido en una habitación que hacía las veces de trastero, porque no se decidía a tirarlo. También estaban los discos que había ido comprando poco a poco -todos de 78 revoluciones- en una tienda de segunda mano. Guardaba los de Elvis Prestley, Paul Anka, Los Pequeniques, los Beatles, los Rolling y los últimos, que ya eran de música clásica.
Por aquella época, Rafael, un compañero de clase, con el que solía ir a los conciertos matinales en el Circo Price, le había dicho:
-Tengo una entrada para un concierto, es en un teatro, ¿te apuntas? La entrada es de mi hermano pero tiene un examen,
– ¿Quiénes tocan?
– La Orquesta Sinfónica de Madrid.
– ¿Qué?, contestó sorprendido.
– Sí, es música clásica.
– Uf, no gracias, me quedaría dormido, vaya rollo.
– Créeme, no es ningún rollo, de verdad. ¿Has oído hablar de Vivaldi?
– No, ¿qué toca?
– No toca nada porque está muerto. Fue un compositor italiano. Escribió, entre otras, Las Cuatro Estaciones, que es la obra que interpreta la Orquesta Sinfónica de Madrid. No te arrepentirás, ya verás, hazme caso.
Más o menos convencido, se había dejado arrastrar por Rafael. Y aquel día asistió, por primera vez, a un concierto de música clásica, que le enganchó y a partir de entonces abandonó la colección de rock. Al cabo del tiempo, los discos de 78 revoluciones, se fueron quedando anticuados: Ahora los discos eran de vinilo y su tocadiscos no podía reproducirlos. Y como si el aparato hubiera decidido hacerse el hara-kiri, de pronto dejó de funcionar. Y así se acabó la música en aquella casa.
Precisamente, la composición que estaba oyendo era Las cuatro Estaciones. Esta coincidencia fue como un hechizo. Y desde aquel momento se aficionó a sentarse todas las tardes a las seis a oír «su» concierto.
Días después, Julio se acercó al dormitorio a buscar algo cuando oyó música, se le había olvidado que eran las seis. Pero le extrañó que en el dormitorio -que se encontraba un poco alejado del cuarto de estar- oyese mejor la música que otros días. Cuando pasó delante del armario empotrado, tuvo la sensación de que la música salía de su interior, así que abrió la puerta, que chirrió, y comprobó que efectivamente, se oía mucho mejor, era como si la música estuviera sonando en su propia casa.
Entonces escuchó unos golpecitos que provenían del otro lado del armario y al tiempo una voz que preguntaba:
– ¿Hay alguien ahí?
Julio se sorprendió. En efecto, la voz venía del otro lado, pero lo que más le asombró fue oír una voz de mujer. No sabía por qué pero había pensado que su vecino tenía que ser un hombre.
– Sí, soy yo, Julio, contestó
– Hola, Julio, encantada de saludarle. Ayer por la noche le oí bajar la persiana y supuse que nuestros armarios empotrados estaban separados por un tabique muy fino. Espero que no le moleste la música.
– ¿Molestarme? Al contrario. Además le diré que todos los discos que ha puesto hasta ahora, los tenía yo también, o mejor dicho, aún los tengo pero no puedo escucharlos. Estoy encantado de oír música todas las tardes.
Y así estuvieron charlando un rato. Julio le contó el problema de su tocadiscos y de sus discos. Averiguó que ella se llamaba Verónica pero cuando le preguntó cómo había entrado en el piso, Verónica le había respondido con evasivas. Estaba claro que prefería no hablar sobre el tema.
Así pues se quedó sin saber nada más de su vecina. Pero no le importaba. Lo principal era que todas las tardes disfrutaba de la música que ella ponía y, de vez en cuando, tenía un rato de charla con un ser humano, lo que no podía hacer con la otra vecina, María, a causa de su sordera.
Con ella no hablaba sólo de música, también charlaban de literatura, de arte, de actualidad… Decididamente había sido una suerte su llegada y ahora habían acordado tutearse.
Un buen día se le ocurrió que podía preparar una comida distinta al consabido filete a la plancha. Buscó en el cuaderno de recetas de su madre la del besugo a la espalda. ¡Cómo le gustaba aquella receta! Aunque después de tantos años, casi no se acordaba a qué sabía.
Salió a hacer la compra. En realidad sólo necesitaba comprar el besugo, los demás ingredientes los tenía en casa, aunque no recordaba desde hacía cuánto. Se acercó a la pescadería de siempre, al frente de la cual estaba Manuela. Se conocían desde que él acompañaba a su madre y ella ayudaba a la suya.
– Hola, Manuela, dame un besugo.
– Uf, hoy han venido muy grandes. Llévate mejor una dorada que son más pequeñas; para ti solo, más que suficiente.
– No, no importa, ponme un besugo.
– Ah, ¿es que tienes algún invitado a comer?, le preguntó con sorna.
– No pero me comeré la mitad hoy y guardaré el resto para mañana. Un calentón en el horno y listo.
– Huy, pero si sabe hablar y todo, ¡qué sorpresa, Julio! y se echó a reír.
Julio se quedó descolocado, no entendía por qué se reía. Luego se dio cuenta de lo irónico del comentario y también se rio.
Cuando llegó a su casa, se metió en la cocina, y empezó a trajinar. De pronto reparó en que estaba canturreando, hacía ya tanto tiempo que no cantaba.
El besugo a la espalda le salió muy bien, o al menos así le pareció a Julio. Se sintió orgulloso de sí mismo, y todo gracias al cuaderno de recetas de su madre, que era muy detallista a la hora de escribirlas: cantidades, tiempos… todo muy preciso.
Después de comer se entretuvo en sacar la ropa del armario de su dormitorio y llevarla a otra habitación. Se fijó en los trajes que había ido acumulando y que no usaba. Total para ir al mercado, con un pantalón viejo y un jersey debajo del abrigo tenía suficiente. Lo último que había comprado, un traje gris, lo había estrenado cuando vinieron unos primos lejanos a pasar unos días a Madrid y creyó que tenía que ir bien vestido para recibirlos. En la misma tienda se había comprado algunas camisas y una corbata. Se los puso los pocos días que sus primos estuvieron con él, luego volvió a colgarlo todo en el armario y hasta ahora. Pensó que sería una buena idea volvérselo a poner para el concierto, como si en vez de oírlo en su dormitorio asistiese a una sala. Los demás trajes los donaría.
Así que esa misma tarde se puso el traje y se preparó para oír el concierto. Al finalizar éste, comentó con su vecina el asunto del besugo y de lo contento que estaba con el resultado. Había decidido hacer todos los sábados alguna de las recetas de su madre.
– ¿Y por qué sólo los sábados?, preguntó Verónica.
Esto le animó, tal vez podía repetir otro día a la semana. De momento, dos días serían suficientes, no le apetecía estar cada dos por tres guisoteando en la cocina.
De repente Verónica le preguntó “Oye, tu madre no tendría alguna receta de chipirones en su tinta?”. “Espera, que voy a ver”. Julio se acercó a la cocina y volvió hojeando el cuaderno. “Sí, aquí está, “Chipirones en su tinta”, dijo exultante de alegría, como si hubiese descubierto unas nuevas fuentes del Nilo. Y le leyó la receta a Verónica.
Desde entonces preparaba una comida extraordinaria los jueves y los sábados y comentaba por la tarde los resultados con su vecina. Le parecía haber recuperado los sabores de su niñez y de su juventud.
Un día se acomodó como era habitual a las 6 de la tarde, dispuesto para oír el concierto. Eran las 6,15 y el concierto no había empezado. Las 6,30, las 7… Julio se preocupó, quizás Verónica estuviera indispuesta. Probó a dar unos golpecitos en el fondo del armario pero no obtuvo ningún resultado.
Al día siguiente ocurrió lo mismo. Probó a llamar a la puerta pero nada, no hubo respuesta. Los días se sucedieron sin que el esperado concierto traspasase la pared del armario.
Le mandó una nota, que introdujo por debajo de su puerta: «Por favor, Verónica, dime que no te has ido». Una esquina del sobre se quedó fuera y Julio siguió viendo los días siguientes aquel trocito de papel, que cada día era menos blanco.
A pesar de todo, continuaba sentándose en su dormitorio a las 6 de la tarde, aguardando el comienzo del concierto. Pero fue perdiendo la esperanza y al cabo de un tiempo dejó de ponerse su traje gris, que volvió a colgar en el armario. El pijama había pasado a ser su vestimenta habitual.
Dejó de afeitarse y de ducharse, apenas comía, no salía a la calle ni siquiera a comprar el periódico, sólo lo imprescindible. Al cabo de unos meses el pijama le quedaba grande.
Quizás fue la llegada de la primavera o cualquiera sabe qué, una mañana entró en el baño, se apoyó con las dos manos en el lavabo y, por primera vez en meses, tuvo el coraje de mantener la mirada al hombre del espejo, que le pareció muy delgado, con una tez macilenta y una barba canosa y descuidada. Tenía que poner fin a aquella situación. Lo había decidido. Pasó el resto de la mañana consultando un mapa y anotando el nombre de algunos pueblos de la sierra, entre los que figuraba uno que le era conocido, Los Altos de Villar. Había estado viviendo allí él cuando trabajaba de jefe de estación hasta que suprimieron la línea.
Luego hizo una lista con los servicios que le parecían imprescindibles: viviendas en alquiler, centro cultural, centro médico, buen transporte… Por la tarde, después de afeitarse la barba, se adecentó lo mejor que pudo y salió a comprar ropa nueva, ropa sencilla y moderna, nada de trajes.
Al día siguiente, un autocar le llevó al primero de los pueblos que había elegido, y fue anotando todos los servicios que ofrecía o aquellos de los que carecía.
Al cabo de quince días los había visitado todos y había eliminado casi todos. Sólo le quedaba uno, precisamente se trataba de Los Altos de Villar. Tenía un centro cultural con muchas actividades, no sólo juego de cartas o sevillanas, como otros centros. El transporte no era demasiado bueno pero aceptable. Contaba con un Centro Médico y una agencia inmobiliaria que le había enseñado varias casas, todas ellas antiguas, pequeñas, de pueblo, como él quería. Recordó cuando el empleado de la agencia, después de ensalzar las maravillas que ofrecía una de las casas, cambió de entonación para advertirle que, “como ya habrá comprobado, la casa no dispone de ningún armario empotrado, aunque espero que esto no sea un inconveniente insuperable para usted”, a lo que Julio había respondido que, “al contrario, desde luego no era ningún problema, no quería tener más conflictos a causa de un armario empotrado”. En los ojos del empleado había percibido una mirada que quería decir: “Qué tío más raro es este”.
Dos meses más tarde, le visitó el representante de la Sociedad Inmobiliaria para hacer efectiva la indemnización que le correspondía. Le extrañó comprobar que la vivienda seguía amueblada. ¿Cómo es que no había hecho aún la mudanza? Julio le señaló una maleta: dentro estaba todo lo que se iba llevar. En los días anteriores había comprado los muebles que necesitaba para su nueva casa. Y también un tocadiscos y algunos discos.
Salió de su vivienda para siempre. Echó una rápida ojeada al 2º A, y vio que, por debajo de la puerta, seguía asomando el trocito del sobre, sucio y deslucido.
Cuando abandonó la finca, los obreros de la Sociedad Inmobiliaria que esperaban en la calle, subieron y tapiaron la puerta.
Ya sólo quedaba ocupado el piso de María.
Diciembre 2020
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