Cuando me sentía enojada, casi entrando en cólera o ya habiendo salido de ella, yo corría a esconderme, a lidiar con la vergüenza en soledad. Eso sucedía a mis cinco o seis años y aún hoy sucede a mis veintitantos.
Estuve pensando en lo racional de los enojos y el instinto, algo me provocaba huir de una reprimenda luego de unos de mis berrinches que no eran tales, eran volcanes en erupción de insultos y golpes al vacío.
Puedo asegurar y no con orgullo, que soy una de las pocas personas que han roto corazones realmente, sin romanticismo, como algo permanente y no una pena pasajera; han sabido perdonarme, he pedido disculpas pero no he dejado de recurrir en errores.
La profundidad de mis emociones me hicieron permeable a las injusticias, he aprendido a convivir con el mundo mientras yo estaba francamente al borde de un abismo; eso es lo que nos sucede como seres humanos, cargamos una profunda decepción, logramos educar nuestro instinto de valentía y entereza para colaborar con la calma en compañia.
Cuando nos presionan en demasía suponemos que son ataques que debemos repeler y, a veces confundimos términos y respondemos mal, dirigiendo toda la frustración acumulada al lugar equivocado o a las personas equivocadas. Imaginen eso multiplicado por miles, la confusión y el caos haciendo su trabajo, las emociones contribuyendo. Luego el destino se acomoda y nos acomoda, nos devuelve a la insatisfacción, durante años, incluso toda la vida y, si de sociedades hablo, por generaciones.
He encontrado la llave a mis problemas, he encontrado la llave a los suyos, nada que pueda moldear mis principios y emociones a los convenientes a otros individuos puede ser mi camino. Romántico decirlo pero cuando las tendencias son las que imponen el corazón es el que revela.
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