Eran ya casi las dos, cuando Marisa salió de casa, algo acelerada. Siempre le pasaba igual, empezaba a prepararse con tiempo y al final, le faltaban minutos al reloj. Bajó corriendo las escaleras, asegurándose de llevarlo todo, las llaves, el teléfono, la mascarilla…

Hoy tenía turno de tarde, y era sábado, para más Inri. Llegó como una estampida, relevó a su compañera, y respirando hondo, se metió en faena.

Todo olía a cotidiano: la luz artificial, el bullicio, el atasco de carritos, el que olvidó pesar la fruta… en fin, el caos habitual de fin de semana. Ella se lo tomaba con calma, al final muchos pasarían como borreguitos, por su caja.

Su trabajo era entretenido, y algunos clientes como de la familia. La señora del carrito azul, sin ir más lejos, que venía a diario, a comprar poco y charlar mucho, o el señor que cada sábado compraba sus 7 caldos de cartón. Ella no se quejaba, al menos tenía un empleo. De haber podido, quizás ahora sería maestra, actriz o jueza, pero la vida decidió por ella, y el puesto de cajera llegó cuando tenía que llegar.

Había avanzado el día y los billetes se le amontonaban en la caja, por un instante pensó en el peligro, pero había que liquidar esa cola, así que siguió cobrando. A esas horas estaba ya en modo automático, el bip del lector de códigos se repetía como un mantra, sus pies soñaban con escupir los zapatos, y ella con su marido, la mesa puesta y el niño dormidito.

Una de las veces, que despegó la mirada de la caja, se fijó en un chico alto y atlético, con una sudadera gris. Llevaba la capucha puesta, le sorprendió, pero quizás, viniera de correr y no quería enfriarse, ¿o se estaría escondiendo de alguien? dejó de elucubrar y siguió con su tarea.

Era el turno del señor de los caldos de cartón, Marisa le miró con ternura, le recordaba a su padre. Acababa apenas de darle el cambio, cuando de golpe y porrazo, sintió un fuerte empujón que la hizo dar con sus huesos en el suelo, desde donde vio cómo el chico de la sudadera le metia mano a la caja, al tiempo que sus ojos oscuros le lanzaban una mirada que la hizo temblar. En ese instante le odió y le maldijo, sintiéndose vulnerable y rabiosa. Ojalá le cojan, pensó.

Se levantó como pudo, más herida en su ego que en su cuerpo. Vio que faltaban muchos billetes, y la congoja le salió por los ojos. Y entre sollozos y mocos vio algo en la caja que captó su atención, una cápsula amarilla, de esas que vienen en los huevos de chocolate, se quedó pensativa, no recordaba haberla visto antes. Decidió guardarsela en el bolsillo del pantalón. 

Del ladrón, ni rastro, huyó junto a su cómplice a lomos de una scooter que escapó a toda mecha. Ella, aún con el susto en el cuerpo, no se quitaba de la cabeza esos ojos, y como la miraron. Era lo único visible entre su capucha y la mascarilla. En cuanto pudo, bajó al baño de personal, se sentó en la tapa del water, echó el pestillo y sacó la cápsula del bolsillo. Esperó un poco, antes de abrirla, y recelosa, finalmente lo hizo. Al ver su contenido, se llevó la mano al pecho para apaciguar su corazón y recuperar el aliento. La cápsula contenía un anillo que parecía bueno, con un pedrusco rojo, quizás un rubí, le acompañaba una notita. Con la mano como un flan empezó a desdoblar el papel, y leyó: ̈ la vida te da sorpresas ̈, y un número de teléfono. Cerró entonces los ojos, y se vio de niña, con su mejor amigo, en el patio de su bloque, compartiendo un huevo de chocolate, de esos con sorpresa. Un día les salió un anillo con una piedra roja, y él se lo guardó. Ella, con el ceño fruncido le dijo que era suyo, él mirándola fijamente, le prometió que un día, le pediría matrimonio con uno de verdad. Así se dieron el primer beso de otros tantos. En poco tiempo él era el más guapo, fuerte y malo del barrio, y un buen día, se esfumó, robándole las ilusiones, el corazón y la inocencia.

Y ahí estaba ella, ahora, sentada en un water, ahogada en lágrimas, recordando esos ojos oscuros, que hoy había vuelto a ver, los únicos que la habían hecho temblar, los únicos que durante mucho tiempo le robaron el sueño. Volvió a leer la nota y le brillaron los ojos; sacó entonces el teléfono del bolso y dubitativa llamó. Del otro lado, la voz de su marido, ella le dijo que esa noche llegaría un poco más tarde. Y mientras veía la nota desintegrarse en el water, pensó en la vida y en lo que eliges, o no. Y secándose la cara, pensó que se había dejado robar dos veces, que no habría una tercera. Y tras un largo suspiro, salió del baño, dejando sobre el lavabo la cápsula con el anillo y su pasado.

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