A mi madre se le estaba agravando su deterioro cognitivo en plena pandemia. El confinamiento y el aislamiento no parecían colaborar con su enfermedad.
Como los encuentros con los afectos cercanos estaban siendo virtuales, sólo nos comunicábamos por video llamada. En cada despedida, nos recordaba que no podía visitarnos, nos preguntaba cuando iríamos nosotros y nos enumeraba todas las cosas que tenía para darnos. Los encuentros remotos no parecían alcanzar. Me sentía triste, culpable y preocupada.
Así surgió la idea de comunicarnos de manera virtual; pero con un propósito. Haríamos actividades de estimulación cognitiva. Busqué herramientas en internet y establecimos un horario.
Pretendiendo ayudarla a hilvanar las ideas para sellar los recuerdos, que su anciana mente se empecinaba en borrar, me encontré con los auténticos momentos; los que marcaron su vida. Ahí brotaron los pequeños detalles, los más significativos, los que forjaron su personalidad.
No me ayudaron a tejer un correlato racional y cronológico de su historia personal; pero sí me mostraron las huellas que dejaron en su alma. Su mirada y amplía sonrisa me llevaron a esos tiempos y espacios que, aunque se mezclaban en su mente; persistían en alguna parte.
Era el verano del 68 y hacía calor. Era la noche ideal para estrenar el vestidito de lienzo color crudo que se había confeccionado con la máquina Singer. Se lo puso, se miró en el espejo y decretó que estaba perfecta. Su cabello lacio y negro resaltaban su dorada piel morena. En eso sonó el timbre. Era Eva, su amiga, la venía a buscar para ira a bailar. Alcanzó a ponerse dos pulseras grandes, agarró su cartera blanca, le dio un abrazo a su madre y salió. Desde esa noche, nada sería igual. Conocería a su compañero de vida, formaría una familia y tendría un futuro e hijas (a las que” le daría lo que nunca tuvo, lo que siempre soñó”).
En el emblemático restaurant Nino, en el que posteriormente Balbín sellaría acuerdo con Perón, se conocieron mis padres.
Él era un joven de 20 años, recién llegado de Villa Carlos Paz. Esa misma noche arribaba solo al mismo sitio bailable que mi madre. Mientras sonaban The Beatles, se acercó por un trago a la barra y la vio. Le impactó su elegancia, su mirada y su sonrisa. Su necesidad de establecer contacto, pudo más que su timidez y se animó a seguirla con la mirada.
A ella le impactó su cabello colorado y, cuando lo conoció, confirmó que era un hombre bueno, distinto a lo que tenía registrado en su cuerpo desde niña.
—Era un club muy importante, de categoría—recordaba.
—Salía con mis amigas y también tenía a Cachito que tenía el pelo colorado.
—¿Cuándo lo va a volver a tener así? —preguntaba, contrastando con el cabello blanco de mi padre y hasta dudando, si se trataba del mismo Cachito.
Esas confusiones me producían gracia. El brillo en todo su rostro y su mirada profunda y pura, con la que, tal vez, miró a mi padre ese verano del 68 en el club Nino de Vicente López; me confirmaban que por ahí iba un recuerdo feliz; un auténtico momento.
Aunque también, emergían los otros, los que me hablaban de una infancia difícil. Su mirada se opacaba y su rostro se endurecía al recordar eventos, que cómo pequeñas e intensas ráfagas nublaban su memoria, negada a recordar los detalles que yo pretendía que evoque.
—No, no recuerdo ningún juego, yo no jugaba cuando era chica.
—Mi papá era borracho, no nos dejaba salir. A mi mamá no la dejaba trabajar, y él tampoco traía mucha plata.
—Mi papá era músico, se iba a los bailes, y no le importaba si teníamos para comer. Entonces, nosotros nos acostábamos a dormir.
El rancho de Gualeguaychú, donde vivía mi madre de niña con sus padres y hermanos, era muy precario; pero la principal carencia que tuvo fue la de los cuidados y afectos que debían brindarle sus progenitores. Mi abuela, por subsistencia, sólo se preocupaba por mantener a sus hijos con vida. Mi abuelo consideraba que, como hombre, podía hacer lo que quería sin dar explicaciones.
Mi madre-niña, observaba detrás de la puerta de su habitación. Esperaba algo distinto, una cena familiar, un abrazo, un beso, demostraciones de afecto y cuidado que nunca llegaban.
—Hortensia, me voy—increpó a su esposa, saliendo del rancho.
El portazo sacudió la precaria vivienda de barro. El frío y el hambre hicieron que madre e hija se acostaran a dormir juntas en la misma cama para darse calor y olvidarse un ratito del ruido de la panza.
Mi abuelo tocaba el bandoneón en un grupo musical que amenizaba cumpleaños, casamientos y bailes. Hermosa profesión, romántico el pasado de mi ancestro; si no fuese por el desamparo y el maltrato al que sometía a su esposa e hijos.
Hay recuerdos que se impregnan en el alma y se trasladan de alguna forma de generación en generación. Por eso, mi abuela siempre tuvo un rostro duro, mi madre fue suavizando con el tiempo su temple; y yo tuve que deconstruir mucho para aflojarme y así poder brindar y recibir amor.
A mi madre, tal vez, se le vaya nublando la razón aún más. Sin embargo,
lo irrenunciable es el amor, que está intacto, que nos conecta.
Este invisible lazo me mantiene unida a mi abuela, que ya no está; me vinculará siempre con mi madre, me conecta con mi hija y enlazará a ella con su descendencia, si el árbol decide dar frutos.
Dar y recibir amor es el legado de este racimo de mujeres que va sanando en cada peldaño.
—
OPINIONES Y COMENTARIOS