El confinamiento y las nuevas realidades que iba anunciado el gobierno, conforme se conocían las consecuencias de la enfermedad más grave del siglo, se convirtieron en una reacción atómica en cadena que fue destruyendo todo lo que había logrado hasta ese momento. Abandoné tarde de la casa de mis padres, pues me tuvieron que soportar hasta los treinta años y, dos décadas después, cuando ya había logrado mi independencia, me vieron volver con el rabo entre las patas. En mis años de ausencia habían sucedido grandes tragedias en mi cuadra. Nunca me había interesado mucho por el barrio y los viejos amigos y solo llamaba después de cada temblor para saber si las construcciones seguían de pie. La rutina diaria, los compromisos y una vida llena de fracasos me tenían inmerso en un mundo gris. Había perdido media vida rellenando formularios, revisando y almacenando papeles que a todo mundo parecían interesarles, pero que después de ser acomodados en los cajones de los archivos metálicos, jamás volvían a ver la luz. “Venga aquí señor López—me dijo mi jefe que estaba echando una gran bocanada de vapor con olor a vainilla de su cigarrillo electrónico—. Tengo que decirle algo importante. Siéntese”. No tardó ni dos minutos en decirme que los empleados encargados de los departamentos de la institución se irían a trabajar a su casa para laborar online y que los demás, es decir, los que teníamos que trabajar directamente con el público estábamos despedidos. Éramos diez trabajadores que cobramos nuestra última mensualidad y nos enfrentamos a la fatalidad. Muchos teníamos deudas y poca esperanza de solventarlas. Dejé mi piso alquilado, llamé a mis padres y me enteré de que mis hermanos estaban en la misma situación.
El regreso fue como uno de esos pasajes bíblicos en los que los hijos errantes vuelven al seno familiar. No sabía que mi injusto trabajo y mi absurda conducta de no ir de visita ni interesarme por la familia me traería tantos tragos amargos. Al principio todo fue alegría, besos, abrazos y buenos deseos. Los buenos días con esas fraternales conversaciones en las que describíamos por capítulos nuestra vida después de emprender el vuelo. Alicia nos contó sobre las infidelidades de su marido, de la violencia familiar que nunca quiso confesarnos por miedo a las represalias. “No quería que sufrieran Danielito y Aurora—decía abrazando a sus dos pequeños hijos mientras se le salían las lágrimas—. Habría sido muy duro para ellos, sin embargo, miren en qué acabó todo”. Para Ernesto las cosas no habían sido mejor. Parecía que nuestra familia estaba acosada por la desgracia. Primero, se había ido a trabajar a un taller mecánico en otro estado de la república, luego había entrado como camionero trayendo cargas de fruta de Veracruz a la capital. Luego, conoció a una jarocha que lo desplumó y lo echó a la calle. De milagro había podido llegar a la ciudad. Nuestros progenitores se encontraban bien de salud y, a pesar de la gran carga que iban a tener que soportar con toda la prole en su casa, mostraban buen ánimo.
Fuimos notando como la existencia se iba reduciendo a un micro mundo en el que una familia empieza a reconocerse de nuevo. Se acabaron pronto los buenos recuerdos de la adolescencia y un fantasma de rencores empezó a cuchichear por las esquinas de la casa, luego en el baño, después en el salón comedor y, al final, en las miradas. Teníamos racionamiento como en tiempos de guerra. Los ahorros de mis padres se fueron reduciendo con rapidez y llegó el momento crítico en el que nos preguntamos qué tareas podíamos hacer para traer dinero. Ya habíamos notado el silencio de la calle. No había vendedores ambulantes, el mercado se había cerrado por seguridad. La gente se veía como enemiga en la calle y establecimos prioridades. Como cuando los barcos se hunden, los niños y ancianos eran los que comían primero y los demás teníamos que apretarnos el cinturón.
Una de las cosas que nos mantuvo lejos del colapso fue el alivio que nos produjo el mal ajeno. Es verdad que no se puede uno consolar comparando su destino con el de los demás, pero en ese período funcionó bien. ¿Se acuerdan de Pedro? Nos preguntó mi madre ¡Cómo no nos vamos a acordar, mamá! Le contestamos todos, si era nuestro mejor amigo. Pues imagínense que a su madre la atropellaron y a él lo metieron al tambo por ladrón. La noticia nos dejó paralizados, pero era solo un rayo de luz en esa ceguera que habíamos querido mantener ante el mundo de nuestros padres. Y la señora Lolita que tuvo que ver el asesinato de su hijo a manos de la policía, que supuestamente lo buscaba con tener contactos con grupos delictivos. ¡Ah! ¡Y lo que le pasó al dueño de la marisquería! También, el incendio de la casa de la doctora que ayudaba a todos los enfermos que la iban a buscar y doña Mariquita…
Las cosas que nos contaba con tantas descripciones, nos partían el corazón. Todas las noches nos íbamos a llorar en secreto y al hacer un recuento de las cosas que nos había arrebatado la desgracia, sacábamos la conclusión de que teníamos suerte de haber conservado la vida y la dignidad. Lo malo es que el hambre nos arreciaba y nos iba convirtiendo en fieras salvajes, en seres insensibles que lo único que querían era sobrevivir. Recordé algunas historias que había leído y me puse como objetivo salvar a mi familia. No lo pude hacer. Las circunstancias nos llevaron a practicar una especie de canibalismo extraño. Le echamos la culpa al sistema, a los políticos y a la epidemia, pero sabíamos a la perfección que lo que nos había faltado era voluntad y humanismo. Para evitar más conflictos decidí irme. No sé cómo habrá terminado todo, pero tengo la esperanza de que con mi ausencia y la de mi hermano las cosas hayan podido mejorar.
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