Érase una vez un hombre que creía merecerlo todo. Tenía una esposa sumisa que pocas veces osaba contradecirle ni expresar su opinión, ya que su marido no aceptaba más que la suya propia y se mostraba violento con facilidad.

Un día la mujer, tras haberlo intentado en varias ocasiones, nuevamente abordó la discusión….

¿No te das cuenta de que ese pedazo de tierra es una ganga? Sé que podemos permitírnoslo, además los niños podrían jugar ahí mientras construimos una casa. Podríamos hacer una piscina para disfrutar el verano, plantar árboles frutales y ser felices. Y nuestros hijos tendrían algo que heredar, dijo la mujer.

No voy a gastar mi dinero en eso, si quieres comprar ese pedazo de tierra, tendrás que pagarla con tu dinero, respondió su marido de forma tajante y con evidentes gestos de malestar.

La esposa, con el orgullo herido se decidió a ahorrar el dinero suficiente y finalmente pudo comprar el terrero.

Era solo un pedazo de tierra con algunas encinas y eucaliptos de gran tamaño, que daban una sombra maravillosa. Pero era suficiente para que los niños pasasen el día jugando el la tierra con sus primos hasta la hora de merendar. En ese momento los chicos acudían a la vieja furgoneta donde ser resguardaban los días lluviosos y recibían un bocadillo de nutella. Por la noche se reunían alrededor de un fuego para calentarse y prestaban atención a las conversaciones de los mayores. Con un poco de suerte, oían alguna historia misteriosa con lo que podrían soñar.

Por aquel entonces los chicos esperaban ansiosos al fin de semana, y ese pedazo de tierra era su lugar favorito del mundo. 

Después de unos meses y el hombre fue llevando algunos objetos a la propiedad familiar. Unas puertas viejas, algunas ventanas y rejas, unas maderas, hierros, etc… La mujer pensó que su marido quería restaurarlas y construir una casa, así que sentía que el esfuerzo que había realizado para comprar aquel pedazo de tierra, había valido la pena. 

Pasaron los años y el hombre se hizo con un módulo prefabricado de una presa cercana, el cual iban a destruir. La mujer se imaginaba trabajando junto a su marido para rehabilitar el módulo y convertirlo en una bonita casa. Mientras tanto los objetos se acumulaban cada vez más y ya formaban una montaña más alta que un hombre.

Los chicos crecían y cada vez ponían más excusas para ir con sus padres los fines de semana. Su padre ya casi no les permitía jugar libremente, tenían que trabajar y a cambio recibían gritos, insultos y castigos. Durante la semana tenían que ir al colegio, a clases de refuerzo y hacer tareas, así que el fin de semana era el único momento de la semana que podían dedicar a jugar y divertirse, y el terreno familiar se había convertido en un lugar de trabajo y frustración.

Por su parte, la mujer tenía que soportar el mal humor de su marido, acrecentado por la negativa de los chicos a ir con ellos, y por si no fuese suficiente, cada vez había más objetos viejos e inservibles que se convertían en cobijo de ratas e insectos. Por ello, cada vez que iban a pasar el día, la mujer debía limpiarlo todo, preparar comida y volver a limpiar todo de nuevo, dejándola exhausta. Un día se dio cuenta de que en vez de disfrutar, aquello se había convertido en un trabajo añadido, no disfrutaba los fines de semana, y los chicos se negaban a pasar así los fines de semana, así que tras meditarlo, decidió que no estaba dispuesta a volver en esas circunstancias.

Durante los siguientes años, el hombre continuó yendo solo o acompañado de algunos amigos, pero ya no iba con su familia. Aquel terreno donde la familia depositara tantos sueños se convirtió en poco más que un vertedero. Durante un breve tiempo, cuando los chicos se convirtieron en jóvenes, intentaron celebrar algunas fiestas con amigos, pero cesaron en su empeño. La negativa de su padre ante la propuesta de limpiar el terreno, los innumerables impedimentos que este les ponía y la vergüenza ante los comentarios de sus invitados, abandonaron la idea de sacar partido a la propiedad familiar. Su padre guardaba aquel montón de objetos rotos como si fuesen un tesoro. 

El hombre cada vez era más huraño, hacía su vida sin prestar atención a su familia, a la que cada vez veía menos. Engañaba a su esposa desde hacía algún tiempo y despreciaba a sus hijos. Un día, cansada de intentar salvar su matrimonio y dolida por el trato a sus hijos. La mujer decidió divorciarse. 

El tiempo siguió pasando, llevaban ya años divorciados pero aquel terreno seguía siendo fuente de conflicto entre los padres y nadie se atrevía a sacar la basura acumulada por miedo a las represalias que podrían sufrir.

Un día la mujer hizo llegar al hombre una oferta de compra del terreno que había recibido. El hombre, cuando vio la oferta aceptó sin preguntar quien había realizado dicha oferta pues pensó que se trataba de un buen negocio. Aquel pedazo de tierra no le había costado ni un céntimo así que no se lo pensó dos veces y dio su consentimiento. Pasados unos días, le presentaron los documentos y al firmar la venta leyó el nombre del comprador. Para su sorpresa se trataba de uno de sus hijos, el hombre montó en cólera pues de haberlo sabido no habría aceptado la oferta, pero ya era tarde. 

El joven limpió la basura acumulada durante tantos años, arregló la casa puso algunos árboles frutales. A partir de entonces, se reunió con su madre y su hermano cada fin de semana, y desde ese día la familia disfrutó aquello que durante tantos años les fue privado. 

Esta historia invita a varias reflexiones en las que no voy a profundizar porque me gustaría que fueses tú, que me estás leyendo quien contactes conmigo y me digas lo que este cuento te ha hecho pensar, sentir o filosofar. Sin embargo me gustaría poner atención en una reflexión que considero importante.

Muchas personas basan sus relaciones y su vida en acumular. Acumulan emociones, recuerdos, cosas materiales, etc, descuidando lo más importante, las relaciones con las otras personas. Podemos identificar a estas personas fijándonos en todo aquello que les rodea. Las personas que son descuidadas con su casa, su coche, sus animales o su aspecto, son descuidadas con su salud emocional, y por tanto son incapaces de cuidar las relaciones que establecen. No se trata de realizar juicios de valor ni de catalogar como buenos o malos, y mucho menos de cargar a nadie con la responsabilidad del mal funcionamiento de una relación. Simplemente, de la misma forma que las personas que valoran y cuidan su entorno y sus emociones reconocen y cuidan las de los demás, aquellas que no cuidan su propio entorno y salud emocional no son capaces de cuidar las de quien está al lado.

Es importante identificar cuando estamos en este tipo de relación, ya que cuando basamos la relación en aferrarnos a situaciones, emociones pasadas, o recuerdos, se encuentra estancada y como el agua que se estanca se pudre. Debemos aprender a soltar, limpiar lo que no nos sirve, hacer espacio y vivir en el momento actual, pues el pasado se fue como la rama que arrastra el agua del río. Los recuerdos, incluso los bonitos deberían ser fotogramas en la memoria a la que volver cuando te apetezca, no los pilares que mantienen una relación estancada que se convertirá e un vertedero y te hará sentir infeliz.

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