Me recibieron las empleadas como si hubieran visto la reencarnación de Cristo. Estaban demacradas y se interrumpían mutuamente para desahogarse conmigo del día terrible que habían tenido. Cuando escuché: «Al final nos hartó y la dejamos sola. Que haga lo que quiera; vieja de mierda.» , me apuré por el pasillo. Con gran suspenso, me asomé a la habitación de Irene. Había cientos de objetos de todo tipo desparramados por el piso y por la cama; todos los cajones estaban abiertos o fuera de los muebles. Irene, de espaldas a mí, revolvía un estante del placard y revoleaba objetos sin dar con el que buscaba. Cuando la saludé, sin interrumpir su acción y sin mirarme, me dijo: – Pocha (Pocha había sido su niñera quien, lógicamente, había muerto hacía añares): traeme las llaves del auto. Esas malnacidas se llevan todo. ¡Ladronas! Traeme el teléfono que ya mismo voy a llamar a la policía. ¡Ya van a ver! –
Yo, sabiendo que era probable que en unos momentos se hubiera olvidado de lo que me estaba pidiendo, le dije que iba a ordenar la habitación y después iba. Irene dio media vuelta para gritarme: -¡DIJE AHORA! –
Entonces la vi de frente: tenía un exceso de maquillaje distribuído sin acertar en los límites de cada zona de la cara; unos aros y un collar que destellaban esmeraldas; varias capas de abrigos de distinta índole puestos de cualquier modo sobre su camisón de seda con volado de puntillas; hacia abajo, seguían unas medias deportivas y unos finísimos zapatos de taco alto, de pares diferentes. Enternecida, le tomé la mano y le pregunté qué necesitaba. Ella me miró con sus hermosos ojos sabios y esbozó una sonrisa. Su mente había quedado en blanco y no sabía qué responderme.
– Le traje el chocolate que le gusta. ¿Le preparo un té?-
– ¡Qué té ni que ocho cuartos! – y se zambulló entre la asombrosa cantidad de ropa que colgaba en el vestidor, de donde emergió con un tapado que se calzó por una sola manga. Luego se ató un cinturón ancho por encima, tomó una cartera (vacía) de una interminable hilera y se la colgó a modo de collar, y completó el atuendo con un sombrero de playa. Yo, como siempre, la dejaba hacer todo lo que representara algún tipo de actividad: (como Jueza, había sido muy activa toda su vida, pero ahora que ya no podía hacer nada que requiriera continuidad o determinado método, le sobraba energía.)
– Listo. Vámonos a casa. –
– Pero si esta es su casa, Irene. Mire bien. ¿Ve que este es su cuarto? Y afuera está el jazminero que plantó cuando vino a vivir acá. ¿Hace cuántos años que vive en esta casa?
– ¿Ya me estás tomando el pelo otra vez? Te hablo de MI CASA. Esta no es mi casa. En mi casa hay una familia. ¿A dónde se fueron todos, Verónica? (y ese sí es mi nombre.)
Y tirando de mi saco: – Te lo ordeno: llevame a casa. – Y sus ojos se iluminaron de lágrimas.
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