Rafael del Riego, el héroe vilipendiado

Rafael del Riego, el héroe vilipendiado

«Desgraciadas
las naciones que necesitan héroes». Bertolt Bresht.


Cuando
se despertó, aún faltaban varias horas de angustia hasta su
ejecución. A las diez
horas de la mañana un redoble de tambor anunció su salida del Patio
de los Calabozos

de la antigua Real
Cárcel
de la
Corte.
En la plaza, al pie de la fachada barroca del contiguo Palacio de la
Audiencia, le aguardaba el pelotón de caballería encargado de su
custodia, junto con los carceleros y el borrico que arrastraría el
serón de esparto, colmado de paja, sobre el que le obligaron a
sentarse, con las manos esposadas y el único
consuelo
de un crucifijo de madera.

Con
apenas 39 años, sintiéndose enfermo, sucio y con barba de varios
días, su aspecto era deplorable y le tiritaba todo el cuerpo por la
fiebre y el frío. Pero ni siquiera le habían dejado asearse y
calzarse debidamente, y aún lucía su gastado uniforme militar del
que habían arrancado todos los distintivos de su graduación. Era
evidente que sus enemigos disfrutaban teniéndole en tan lamentable
estado, pero agradeció las oraciones de los tres frailes dominicos
que, portando una gran cruz, le acompañaban en su duro trance.

Un
segundo redoble de tambor fue la señal para que todos iniciaran la
marcha, bajo la fría y grisácea atmósfera
que alumbraba la jornada de aquel viernes, 7 de noviembre de 1823. El
oficial al mando de la pequeña comitiva tenía la orden de recorrer
despacio el trayecto que separa el actual Palacio
de Santa Cruz ─sede
del Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación─ de la vieja
plaza de La Cebada, para que los vecinos de Madrid y los muchos
curiosos que habían llegado a la capital con motivo de la ejecución
del «traidor», pudieran disfrutar con el siniestro espectáculo.

Y
en efecto, los escasos seiscientos metros que separaban al general
Rafael
del Riego
del lugar en el que lo iban a ajusticiar, su
macabro cortejo tardó en cubrirlos más de media hora al
marchar
con gran
parsimonia.
Nada más cruzar la plaza de la Audiencia y pasar por delante de la
estrecha calle en donde ejercían su oficio los botoneros, en los
aledaños de la Plaza Mayor, el reo y su comitiva
enseguida
llamaron
la atención de los vecinos y, además de los transeúntes, muchos
otros se asomaron por las ventanas y balcones de
sus casas nada
más enfilar la calle Imperial. Debido a su pendiente, el pelotón de
soldados iba por delante frenando a sus monturas, antes de acceder a
la más amplia y populosa arteria de la calle Toledo. Allí
aminoraron el trote de los animales poniéndolos
al paso, para que las gentes ociosas se detuvieran a ver al convicto,
dando ocasión a los más cerriles y atrevidos para que le
manifestaran su desprecio
escupiéndole a la cara.

Al
alcanzar la esquina de la calle en donde laboraban los latoneros, los
paisanos ya eran un amplio
gentío
que interrumpían el trasiego de los carros y algunos carruajes, cuyo
tránsito se veía interrumpido por
las gentes que subían a presenciar la conducción del preso a la
horca, desde la plazuela de Puerta Cerrada y la calle Segovia;
entonces una de las principales vías de acceso a la ciudad ─trazada
sobre el pronunciado barranco del cauce del arroyo San Pedro─,
camino del Manzanares y el hermoso puente de Segovia. Un poco más
adelante, la siniestra
procesión
se topó con la multitud que taponaba el cruce de la calle Toledo con
las de Tintoreros y la Colegiata, a escasos metros de la basílica de
San Isidro, en cuyas escalinatas se agolpaban muchos fieles
expectantes que enseguida les estrecharon el camino.

Detenidos
los soldados para abrirse paso entre
el populacho con
un nuevo repique de tambor, y con casi
todas
las gentes guardando un
expectante silencio,
fue el momento elegido por los frailes dominicos para rezar en voz
alta una oración pidiendo al patrón de Madrid, delante de su
iglesia,
su intermediación ante el Altísimo
en favor del alma del condenado. Muchas voces anónimas se unieron al
rezo, pero la ocasión también sirvió para que algunos adultos
levantaran en brazos a los más pequeños, que querían contemplar al
hombre
que iba a ser ajusticiado por rebelarse contra el rey,
tal
y cómo les explicaban a los niños diciéndoles algo parecido a:
¡Mirad,
ahí va el general Riego…, molido a palos y camino de la horca!

El
mariscal de campo Rafael del Riego y Flórez Valdés (Santa María de
Tuñas, Tineo /Asturias, 1785), había sido apresado el lunes 15 de
septiembre cuando, tras haberse refugiado en el Cortijo
del Pósito,

cerca de la localidad jiennense de Torreperogil, unos buhoneros lo
guiaron hasta la aldea de Arquillos en donde fue reconocido y su
alcalde lo hizo prisionero. Justo el día anterior, había comandado
el Tercer
Ejército de Operaciones,

reclutado a toda prisa en Andalucía y con cuyas mermadas fuerzas se
enfrentó a las numerosas tropas francesas del general Foissac-Latour
y el coronel D´Argout, en la batalla de Jódar
en
la que fue derrotado y cayó herido.

Encarcelado
en el Ayuntamiento
de Andújar, los iracundos vecinos del pueblo se agolparon alrededor
del consistorio con la intención de degollarle, por haberles traído
la desgracia de los saqueos y violaciones de
sus mujeres a
manos de los soldados enemigos. Solo gracias a la intervención de un
destacamento de húsares galos, requeridos por el alcalde de la
villa, se pudo evitar su linchamiento. Dos días después,
sintiéndose enfermo y con una herida de sable mal curada en una
rodilla, los franceses lo
trasladaron a Madrid, siendo encerrado en el Seminario
de Nobles,

primero, y en la prisión de la Corona después.

Allí
fue incomunicado y le negaron los servicios de un médico, privándole
también
de alimentos para debilitar sus
fuerzas
y voluntad,
sometiéndole incluso
a
tortura para que mostrara su arrepentimiento por escrito. La crueldad
contra su persona también intentó alcanzar a sus allegados más
fieles, a los que no les quedó más remedio que huir de
forma precipitada.
Avisados del peligro que corrían, su joven esposa María Teresa del
Riego y Bustillos ─su querida sobrina Puchurra,
16 años más joven que él y
con
la que se había casado dos años antes─,
y su hermano mayor Miguel Antonio del Riego, canónigo de la catedral
de Oviedo, que aún permanecían en Cádiz aguardando
su vuelta,
se pusieron a salvo cruzando
con
rapidez
a Gibraltar y embarcándose en el primer buque que partió del Peñón
con destino a Londres.

Nada
más llegar a la ciudad del Támesis, el prelado envió una carta a
su amigo el escritor, político y diplomático François-René,
vizconde de Chateaubriand (1768-1848), entonces ministro de Asuntos
Exteriores del gobierno del
monarca
Luis
XVIII, solicitando su mediación para tratar de evitar la muerte de
su hermano; pero su petición no obtuvo respuesta. Como tantos otros
liberales e
ilustrados,
el canónigo vivió
exiliado en la capital británica durante el resto de su vida,
manteniéndose
gracias a ser un erudito bibliófilo y a los ingresos que le
proporcionó la pequeña librería que regentó
hasta su muerte (1848). Respecto a Teresa, la mujer enfermó muy
pronto
de neumonía, víctima del insalubre clima londinense y quizá
también de la
melancolía y su
desgracia. Apenas
sobrevivió a su esposo unos pocos meses, falleciendo
el 19 de junio de 1824,
siendo enterrada
por su cuñado en la pequeña capilla de Moorsfield.

Seguramente,
Miguel del Riego ignoraba que tanto
su
admirado Chateaubriand como
el
canciller alemán Metternich, habían sido los impulsores del
retrógrado
tratado
secreto firmado por Austria, Prusia, Francia y Rusia, el 22 de
noviembre de 1822, en el que se afirmaba lo
siguiente:
«El
sistema de gobierno representativo es tan incompatible con el
principio monárquico como la máxima de soberanía del pueblo es
opuesta al principio de derecho divino», y se encomendaba a Francia
la misión de restablecer en España «el estado de cosas anterior a
la revolución de Cádiz».

Hoy sabemos lo que mucho después explicó el famoso autor de sus
románticas Mémoires
d´outre-tombe

(Memorias de ultratumba) de su puño y letra, señalando en sus
escritos políticos (1838): «El
gran asunto del Congreso de Verona fue la guerra de España; se ha
dicho, y se repite aún que esa guerra fue impuesta a Francia; es
precisamente lo contrario a la verdad. Si hay un culpable en esa
memorable empresa, es el autor de esta historia».

Por
desgracia,
todo se precipitó tras la ocupación de Madrid por los franceses, a
partir del 24
de mayo de 1823. El Gobierno y las Cortes se replegaron a la
populosa Sevilla,
en donde se
celebró
su histórica sesión del miércoles 11 de junio. En aquella soleada
y esperanzada jornada
el presidente de la Cámara, Rafael del Riego, votó a
favor
de
la
moción de incapacidad del rey Fernando VII, al que tras la invasión
de los Cien
mil hijos de San Lu
is
─60.000
soldados en realidad─ al
mando del duque de Angulema,
lo
mantenían
retenido en un palacete gaditano acusado
de traidor a la patria.
La mayoría de los diputados respaldaron la propuesta formulada por
el audaz
político
liberal Antonio Alcalá-Galiano ─hijo del héroe de Trafalgar─ y
el militar ilustrado
Evaristo
Fernández de San Miguel, según la cual: «No
queriendo Su Majestad ponerse a salvo, no podía estar en el pleno
uso de su razón, pareciendo más bien a primera vista que quería
ser presa del enemigo de la Patria».

En
consecuencia,
las Cortes declararon la incapacidad del monarca, nombraron una
Regencia para gobernar España y retuvieron preso al tirano.

Apenas
cuatro meses después, Alcalá-Galiano y otros muchos diputados
liberales ya
habían
tenido que huir a Londres, condenados a muerte en rebeldía y con su
cabeza puesta a precio por
la Corona;
mientras que el íntegro Rafael del Riego era quien cargaba con todas
las culpas, aguardando su sentencia
de muerte
en nombre del infame rey al que, formalmente, aquellos representantes
de la soberanía nacional habían depuesto y
tildado con el apelativo de «felón», tal y como ha pasado a la
historia.
Y fijado el viernes 10 de octubre de 1823 como fecha del juicio
sumarísimo contra su persona, el fiscal del Reino solicitaba del
tribunal, presidido por el alcalde de Sala Alfonso Cavia, que
declarara al reo: «Convicto
y confeso del crimen de alta traición y delito de lesa Majestad (…)
condenándole a la pena de último suplicio y su ejecución en la
horca (…) con el agravante de que su cadáver se desmiembre en
cabeza y cuartos, colocándose aquélla en las cabezas de San Juan y
el uno de sus cuartos en la ciudad de Sevilla, otro en la isla del
León, otro en Málaga y otro en esta Corte».

De
acuerdo con su defensor, el ilustre
abogado
Faustino Julián Santos, Riego se negó a declarar ante el tribunal
porque como diputado electo
que
era, gozaba de inviolabilidad por sus opiniones o
votos, y según la Constitución de
1812 que
había jurado cumplir (artículo 128), su único juez posible eran
Las Cortes. Pero los esfuerzos del letrado, intentando convencer
además a los magistrados de que un militar de su graduación no
podía ser condenado a la horca como un vulgar criminal, fueron en
vano. Al humillado y
cruel
soberano solo le valía el escarnio de una muerte indigna de
su enemigo,
y el general fue juzgado y condenado: «…por
haber despojado al Rey de la sombra de autoridad que le dejaba la
llamada Constitución
de
Cádiz
».


Con
un redoble de tambor

Con
un redoble de tambor en el patio de calabozos, se anunció la visita
del alcalde de Madrid Mariano Rufino González a la prisión. Era la
mañana del miércoles 5 de noviembre, y el edil llegó acompañado
por el alcaide de la Real Cárcel de la Corte y un escribano del
tribunal. El motivo de su presencia era comunicarle al general Riego
la
sentencia del tribunal, firmada el pasado 27 de octubre: «Por
la que se condena a don Rafael del Riego á la pena ordinaria de
horca, á la cual se le conducirá arrastrado por todas las calles
del tránsito, y á la confiscación de todos sus bienes, aplicados á
la Real Cámara de S.M., y además en todas las costas procesales…,
negándosele el fusilamiento que como mariscal del Ejército le
corresponde, a tenor de sus graves delitos».

Los
comisionados le anunciaron que la sentencia se ejecutaría apenas
cuarenta
y ocho
horas después. Justo
el tiempo necesario para levantar su patíbulo en la plaza del
mercado de La Cebada y
la siniestra guillotina.
A continuación, Riego fue visitado por su defensor, encargado de
tomar nota de sus últimas voluntades y quien, a la vista del
lamentable estado en el que lo
encontró exigió, sin conseguirlo, que por lo menos lo asearan y le
procuraran un uniforme limpio y una comida decente, junto con la
necesaria atención médica. Al
final,
el preso solo recibió el consuelo de los frailes dominicos,
confesándose con el padre Vicente, uno
de los pocos hombres capaces de apiadarse de él y al que los
carceleros permitieron acompañarle
durante sus últimas horas de vida, resultando falsa la supuesta
carta
de arrepentimiento que, según
el Gobierno,
escribió durante la víspera de su ejecución.

Obviamente,
ese escrito que años
después reprodujo
el
autor Modesto
Lafuente en su voluminosa Historia
General de España

(1850-1867), hoy está del
todo desacreditada
y
negada su
autenticidad. Sin duda, es lo que pusieron en boga los monárquicos
de
entonces y
más aún, lo que le hubiera gustado ver al indigno Borbón. Aquel
ser infame, taimado, mendaz, perjuro, rastrero y servil ante Napoleón
Bonaparte
─se le apodó el
Servilón─,
fue
uno de los peores y más indignos representantes de la Corona
española a lo largo de su
historia, y de él se
decía «que
no se le conocía una mala palabra ni una buena obra».
No en balde, el tirano había «suplicado» a la Santa
Alianza,

reunida en el Congreso
de Verona
(diciembre
1822), el envío de tropas para restaurar su odioso poder absoluto.
Así obtuvo el socorro de su primo francés el duque de Angulema,
quien el 7 de abril de 1823 cruzó la frontera por el Bidasoa al
mando de los mencionados
Cien
mil hijos de San Luis

para poner fin, a sangre y fuego, al prometedor
Trienio
Liberal

(1820-1823).

Rafael
del Riego vivió aquella breve experiencia democrática con verdadera
pasión y vocación de servicio a la Nación, respirando los aires de
libertad que trajeron la abolición de la deshonrosa Inquisición, el
parlamentarismo y el no tener que ocultar su condición de masón. El
nuevo gobierno liberal le nombró mariscal de campo y poco después
capitán general de Galicia, aunque no llegó a ocupar el cargo por
los vaivenes políticos, hasta que le designaron capitán general de
Aragón (1820). Precisamente, sería estando destinado en Zaragoza
cuando contrajo matrimonio por poderes con su sobrina (18 de julio
1821). Recordemos que el general había nacido en el seno de una
familia hidalga asturiana, en donde estos enlaces dentro del
ámbito
familiar
resultaban más habituales de lo que pensamos.

Su
padre era un ilustrado y literato de cierto prestigio: Eugenio
Antonio del Riego Núñez, y el joven Rafael estudió Leyes
y Cánones

en la Universidad de Oviedo, trasladándose a Madrid en 1807 llevado
de su vocación militar. Alistado como oficial en la Guardia
de Corps,

intervino en el famoso Motín
de Aranjuez

(17 de marzo 1808) que derribó del poder al favorito Manuel Godoy, e
iniciada la guerra
contra el
emperador Napoleón
Bonaparte,
el general Joaquín
Murat
le envió prisionero al
Monasterio de
El Escorial, de donde logró evadirse, incorporándose a la Junta
Suprema de Defensa

del Principado de Asturias.

Ascendido
a capitán en la división del general Acevedo, al poco tiempo fue
nombrado su ayudante, participando en la sangrienta batalla de
Espinosa
de los Monteros

(10 y
11
de noviembre 1808 / Burgos), en la que las tropas españolas
sufrieron una significativa derrota. Intentando proteger la vida de
Acevedo, al que un grupo de soldados del regimiento del coronel
Tascher mataron cobardemente
a
estocadas, Riego fue hecho prisionero y deportado a Francia hasta el
final de la contienda.
En
el país vecino se empapó de las
nuevas
teorías
políticas
liberales,
estableciendo
contacto con algunos francmasones y, tras ser liberado, pudo viajar
durante unos meses por los
principados alemanes
y el Reino Unido, antes de retornar a España en
1814.
Reincorporado al Ejército,
Riego juró
la Constitución de 1812 ante el reputado general Luis Lacy y
Gautier, quien falto de buenos oficiales y apreciando sus destacadas
capacidades para el mando, poco después le ascendió
al
empleo de
teniente coronel.

En
abril de 1815 tuvo lugar la gran erupción del volcán Tambora,
ubicado en la isla de Sumbawa (actual Indonesia), entonces bajo
soberanía holandesa, que
produjo la mayor tragedia de origen volcánico registrada hasta la
actualidad. A consecuencia de ella, los cultivos de media Europa,
incluida la Península Ibérica, desparecieron por causa de las
lluvias ácidas y el frío intenso de la pequeña glaciación que
tuvo lugar en los tres años posteriores, ocasionando grandes
hambrunas y escasez de alimentos en todo el continente. Haciendo
oídos sordos a las enormes dificultades del país, Fernando VII
siguió gobernando rodeado de opulencia, mientras sus
súbditos trataban de sobrevivir a la miseria.
De
ahí que los militares más ilustrados, se sintieran muy
defraudados
por la deriva absolutista de la Corona durante los primeros años de
reinado
del infame monarca.

Rafael
del Riego
no
fue una excepción, y buscando la mejor forma de organizarse contra
la dictadura y hacer oposición, se
unió a la proscrita Masonería, adoptando el apodo de Washington
en honor al libertador de Norteamérica. Dentro del clima de las
logias, tan opuestas a los dos absolutismos imperantes en su tiempo:
el monárquico y el religioso, el militar por fin encontraba la
justificación
necesaria para luchar
contra ambas
injusticias,
tanto por su condición opresora de
las libertades como
por la conciencia cabal de tener
un rey que había
estado a punto de arruinar
su
Nación, y
que de hecho, la despreciaba. Una
toma de conciencia que
le llevó a reivindicar públicamente,
un
nuevo régimen asentado sobre la democracia
liberal y la libertad
política.

Con
su carácter discreto, su tino para las decisiones políticas y
militares, su nula ambición personal ─jamás reclamó el poder
para sí mismo─, y su
probada
nobleza de carácter, pronto se granjeó el aprecio de todos sus
correligionarios en las logias y los cuarteles, implicándose con
otros ilustrados
y liberales
para reinstaurar la ansiada y malograda Pepa
─la Constitución gaditana fue aprobada el 19 de marzo de 1812,
festividad de San Jose, de
ahí su apodo─.
La
oportunidad se presentó tras
su decisión de solicitar su traslado al ejército expedicionario
de
Andalucía en
febrero
de 1817, que se estaba formando para combatir
los brotes independentistas que ya florecían en Hispanoamérica.

En
estas circunstancias, nos recuerda Antonio Alcalá-Galiano en sus
Apuntes
para servir a la historia del origen y alzamiento del ejército
destinado a Ultramar en 1 de enero de 1820:

…llegaron
a Cádiz muchos oficiales y marinos procedentes de los virreinatos
americanos, dispuestos a arriesgar sus vidas por decir y hacer lo que
juzgaban justo y bueno para el progreso de la patria-nación. La
mayoría de ellos propugnaban el restablecimiento de aquella primera
Constitución, como único medio para solucionar los problemas de
España sin más derramamientos de sangre, y atajar de paso el gran
descontento de los súbditos americanos, que ya no se sentían
representados por la Monarquía.

Nunca,
desde la funesta época de 1814 ─escribe Alcalá-Galiano─, se
presentó más halagüeña perspectiva a los españoles amantes de su
patria, que la que ofrecía el proyecto concebido en 1819 por el
conde de La Bisbal, y concertado entre varios vecinos de Cádiz y un
crecido número de oficiales del ejército expedicionario. Todo
cuanto podía apetecerse para mudar tranquila y ordenadamente la
suerte de la Nación y restituirla su gloria y libertad, se hallaba
en manos de los promovedores del alzamiento. Un ejército respetable
en pie de guerra y decidido a la empresa, ya por repugnancia de las
clases inferiores al embarque, ya por las ideas sublimes y generosas
de la oficialidad; las reliquias de nuestra Marina reunidas en un
punto, y medio reanimadas; cuantiosos fondos a duras penas allegados
en medio de la general estrechez; la posición de la isla Gaditana,
fuerte por naturaleza, y fuerte por la opinión, tanto de haber sido
la barrera contra la cual se estrelló el poder francés en los
tiempos de su mayor auge, cuanto la de ser la cuna y asilo de las
ideas liberales; y, por último, el convencimiento de que la Nación
odiaba al Gobierno, que la tenía esclavizada, convencimiento que
aseguraba el éxito y legitimaba la idea de la insurrección».

Con
estos apoyos comenzó a fraguarse la conspiración contra el odioso
absolutismo,
en la que Riego se comprometió desde el primer momento. Entre los
implicados, figuraban
burgueses y comerciantes gaditanos como Javier Istúriz, el abogado
Beltrán de Lis, o
el financiero Juan Álvarez Mendizábal, quien pudo obtener
aportaciones para la causa gracias a sus contactos con los
empresarios de la City
londinense.
Muy
pronto, a esta iniciativa política subversiva se sumaron otros
militares de
prestigio, siendo
el
mencionado Evaristo
de San Miguel y el coronel Quiroga, dos
de los
mandos
más
comprometidos.

Sin
embargo, los conjurados no contaban con la traición de Enrique
O´Donnell, conde de La Bisbal, quien se vendió a la Corona a
cambio de
un puñado de prebendas, facilitando el arresto el 8 de julio de 1823
de sus correligionarios más destacados. Y cuando el resto de los
conspiradores se hallaban desmoralizados, y ninguno de los militares
implicados se atrevían
a intentarlo de nuevo, Rafael del Riego le echo valor y aprovechando
el descontento de los soldados, que dudaban de la idoneidad y
mal estado de
los navíos
─adquiridos
a Rusia─ que
debían conducirlos a través del Atlántico, se atrevió a denunciar
en
público
la opresión del tirano
e
infausto monarca.
Tal y como él mismo nos dejó
escrito justificando su decisión: «Solo
el amor a la patria me decidió a ponerme a la cabeza de los dignos
españoles, que despreciando los cadalsos juraron libertad o muerte».


Con
muchos redobles de tambores

A
las nueve
horas de la mañana del sábado 1 de enero de 1820, se oyeron los
primeros redobles de tambores que anunciaban la presencia del
teniente coronel Rafael del Riego frente a su batallón, formado en
cuadro para la ocasión. Era una jornada soleada en las afueras del
pueblo sevillano de Cabezas de San Juan, en donde todos se hallaban
acuartelados esperando
las órdenes de embarque.
El militar, un hombre delgado y de aspecto más
bien endeble,
pero de carácter indomable, iba a dirigirse a sus tropas
pronunciando alto y claro la arenga que cambiaría para siempre la
historia de nuestro país.

«Soldados,
España está viviendo a merced de un poder arbitrario y absoluto,
ejercido sin el menor respeto a las leyes fundamentales de la Nación.
El Rey, que debe su trono a cuantos lucharon en la Guerra de la
Independencia, no ha jurado, sin embargo, la Constitución, pacto
entre el Monarca y el pueblo, cimiento y encarnación de toda Nación
moderna. La Constitución española, justa y liberal, ha sido
elaborada en Cádiz, entre sangre y sufrimiento. Más el Rey no la ha
jurado y es necesario, para que España se salve, que Fernando VII
jure y respete esa Constitución de 1812, afirmación legítima y
civil de los derechos y deberes de los españoles, de todos los
españoles, desde el Rey al último labrador.

¡Sí,
sí, soldados; os hablo de la Constitución! Gritad conmigo: ¡Viva
la Constitución!».

Y
tras ser aclamado por sus hombres, Rafael
del Riego
tuvo el gesto de restaurar en sus cargos
y atribuciones
a unos pocos alcaldes constitucionales de los pueblos cercanos, que
habían sido desposeídos de sus funciones
de
manera arbitraria por
los absolutistas en 1814. En un golpe de audacia, al día siguiente
hizo prisioneros en Arcos de la Frontera al general en jefe del
ejército expedicionario Félix María Calleja, conde de Calderón y
anterior virrey de Nueva España (1813-1816), junto con los dos
generales de su estado mayor: Sánchez Salvador y Blas Fournas,
además de sus respectivos oficiales y asistentes. Enseguida,
su acción fue secundada por la del entusiasta coronel Quiroga, quien
logró hacerse con el dominio de la isla de León, sede del Cuartel
General de la Real Armada.

Las
buenas nuevas no podían ser
mejores, pero
sin dejarse cegar por el éxito de su pronunciamiento y comprendiendo
que la inacción resultaría fatal, enseguida emprendió con su
pequeño ejército de sublevados (unos 2.000 hombres) una marcha por
toda
Andalucía,
que si bien no logró el respaldo masivo
de
la población civil, sí resultó fundamental para el triunfo de la
revolución.

Corriendo
como la chispa por un reguero de pólvora,
las
noticias de lo que estaba sucediendo al sur de Despeñaperros,
agrandadas por la ansiedad de los absolutistas y la esperanza de los
liberales, se extendieron por toda la Península, dando lugar a
nuevos pronunciamientos militares
en
La Coruña, Vigo, El Ferrol (21 de febrero), Zaragoza, Murcia,
Cartagena, Alicante y
un largo etcétera,
ante los cuales Fernando VII sintió miedo. Temiendo por su
continuidad en el trono y con el Palacio
Real

de Madrid rodeado día y noche por una gran multitud que
pedía su abdicación (7-10
de marzo 1820), el rey apremió al general Francisco Ballesteros, al
mando del Ejército
del Centro,

para que disolviera por
la fuerza a
los manifestantes. Pero aquél, lejos de intervenir, le confirmó al
monarca «que
no
podía responder de la obediencia de la tropa si ordenaba tal cosa»,
por lo que presa del pánico, el Borbón se avino a jurar
hipócritamente
su
detestada
Constitución
de
Cádiz.

Ya
estaba entrada la noche del 9
de marzo cuando Fernando VII se decidió a firmar el famoso decreto
en el que declaraba: «…y
siendo la voluntad general del pueblo, me he decidido a jurar la
Constitución promulgada por las Cortes generales y extraordinarias
en el año de 1812».

Y en la mañana del viernes 10 de marzo, la Casa Real publicaba el
Manifiesto
del Rey a la Nación española,

mostrando el soberano su apoyo al texto constitucional elaborado en
Cádiz, con unas palabras que se harían famosas: «Marchemos
francamente, y yo el primero, por la senda constitucional».

Comenzaba así el breve paréntesis democrático del llamado
Trienio
Liberal,

con un nuevo Gobierno encabezado por el
rehabilitado Agustín de Argüelles
Álvarez
(1776-1844),
un
ilustrado perteneciente al círculo de su paisano Gaspar Melchor de
Jovellanos, en
su calidad de nuevo
ministro
de Estado.

Sin
embargo, todo empezó a torcerse tras la propia división de los
liberales entre dos
bandos enfrentados entre si por las políticas de reformas:
moderados y exaltados, estos
últimos, partidarios del régimen republicano.
El rey se dio cuenta de esta debilidad y buscó la manera de sacarle
provecho, vetando el significativo proyecto de ley
que suprimía todos los Mayorazgos
(27 de septiembre 1820), verdadero aldabonazo contra
los
feudales
privilegios
señoriales y eclesiásticos. Tampoco sancionó la llamada Ley
de monacales,

que suprimía todas las comunidades religiosas inferiores a
veinticuatro
individuos ordenados in
sacris,

incautándose el Gobierno de todos sus bienes muebles e inmuebles.
Recordemos
que se trataba de una
verdadera y
anticipada desamortización
que, por
lógica,
contó
con la oposición frontal y
muy combativa de
la siempre
retrógrada Iglesia
española,
celosa
de salvaguardar sus bienes y privilegios.

Por
último, el monarca tampoco refrendó el que hubiera sido nuestro
primer Código
Penal,

ajeno
a las prácticas inmundas del tribunal del Santo
Oficio,

como
tampoco
el Reglamento
General de Instrucción Pública,
con
el que los liberales pretendían acabar con el monopolio de la
enseñanza primaria en manos del
clero.
Ya lo había explicado el ministro
Agustín
de Argüelles (Cornelio
en su adscripción masónica) defendiendo
el
proyecto ante las Cortes en 1821, al
señalar:
«que
España e
s
un país donde el magisterio se halla confiado a los sacristanes de
los pueblos que,
muy
ignorantes
y sin educación, son por lo común los únicos que se dedican a la
enseñanza de los menores».

Como
las elecciones de 1822 dieron el triunfo a los liberales exaltados o
veinteañistas, estos
nombraron a su
líder Rafael
del Riego, entonces diputado por Asturias, presidente de las Cortes.
Este había sido destituido de la capitanía general de Zaragoza unos
meses antes, acusado de ser republicano y relegado a la pequeña
guarnición
de Castellón de Farfaña (Lérida). A pesar de ello, su popularidad
seguía siendo enorme y sus partidarios paseaban su retrato por las
calles de Madrid. Pero
por desgracia,
el
nuevo Gobierno
presidido por su amigo Evaristo Fernández de San Miguel (Patria,
en su apodo masónico), no contó con el apoyo de los moderados,
liderados por Francisco Martínez de la Rosa, sin darse cuenta ni
unos ni otros que sus desavenencias beneficiaban en
exclusiva
a las fuerzas más
reaccionarias
y absolutistas.

En
consecuencia, ese mismo año se produjeron las primeras revueltas y
manifestaciones en contra
del
Ejecutivo
liberal. La principal
sucedió en Madrid, donde un batallón de la milicia nacional cargó
contra unos manifestantes que aclamaban a Riego. Fue la llamada
Batalla
de las Platerías,

por tener lugar en la plaza del mismo nombre contigua al Paseo del
Prado y
la calle de las Huertas.
Poco después, la rancia
nobleza
de Navarra y Cataluña armaban
y fraguaban
la aparición de violentas partidas realistas. Los sucesos más
graves tuvieron lugar en la Seo de Urgel, en donde el barón de
Eroles, el marqués de Mataflorida y el arzobispo de Tarragona, se
adueñaron de la emblemática
villa,
restauraron la Inquisición
y proclamaron una regencia absolutista. Era
el comienzo del odioso
carlismo
que
asolaría nuestro país con varias guerras civiles a cuál
más sangrienta.

Tras
el cariz que adquirían los acontecimientos, Rafael
del Riego
marchó a Cádiz con su mujer y su hermano mayor, para sumarse a la
mayoría liberal de las Cortes Generales que, sintiéndose
traicionada y perseguida por la Corona, votó la incapacidad del
«felón» monarca. Y teniendo en cuenta su enorme
prestigio,
los diputados le encargaron al mariscal organizar la resistencia
armada, nombrándole general en jefe del Tercer
Cuerpo de Ejército
que
haría frente a los realistas
franceses
del
duque de Angulema.

Entonces,
Riego, San Miguel o Alcalá-Galiano, aún no sabían que todos ellos
serían traicionados por el pueblo al que pretendían defender. En su
corta experiencia política y su vibrante exaltación revolucionaria,
quizá desconocían lo mudable que podían resultar las conciencias
de sus compatriotas. Y pese a que aún resonaban en sus cabezas las
hermosas palabras de José Blanco White ─el intelectual que tanta
influencia ejerció
sobre
los hombres de su generación─, celebrando los primeros pasos de la
revolución española en el editorial de su periódico El
Español

(editado en Londres, 1810): «Cuando
España alzó el grito de la independencia, sola entre las naciones
del continente que habían sido ya esclavizadas o iban a serlo bien
pronto, todos los amantes del bien volvieron admirados los ojos hacia
ella…»,

la realidad era que toda la política nacional y
europea
ya evidenciaba lo alejada que estaba de los postulados
revolucionarios. El único cambio político verdadero era el resurgir
del conservadurismo monárquico
más ultramontano,
con el que el trono y el altar se habían vuelto a hermanar
para adueñarse
de la voluntad de los
pueblos
convirtiéndolos
de
nuevo
en meros
súbditos y despreciable populacho.

Algunos
años después, Alcalá-Galiano reflexionaría con
amargura
sobre lo poco que habían servido para la causa revolucionaria
aquellas palabras del pronunciamiento de Riego, que él mismo había
redactado, y que sin saberlo ninguno de los dos le unirían para
siempre a
la memoria del héroe injustamente vilipendiado. El
mismo que
terminó pagando con su vida la valentía, decisión y sentido de
Estado de las que siempre hizo gala. Unas virtudes que el asturiano
abanderó en beneficio de todos los
españoles,
y que le llevaron a la horca ante el silencio cómplice y
cobarde de
nuestros antepasados.

Con
un continuo redoble de tambor

Con
un continuo redoble de tambor se anunció la llegada del reo a la
plaza de La Cebada, en donde todo estaba preparado para su ominosa
ejecución. Rafael del Riego contempló estremecido el cadalso sobre
el que sus verdugos habían levantado una horca con el doble de
altura del tamaño habitual, atendiendo «al
deseo
expreso de S. M. el Rey Católico».

A la orden de su oficial, los soldados desmontaron de sus
cabalgaduras, abriendo paso a los empleados de la prisión, el
pollino con su carga y los frailes con su cruz, para que todos
pudieran llegar hasta las proximidades del patíbulo, sito en el
extremo oriental de la plaza.

Ayudado
por los dos religiosos y el padre Vicente, Rafael
del Riego
se levantó del serón de esparto y subió con dificultad,
arrastrando su pierna izquierda, los pocos escalones de madera que
alcanzaban la base de aquel horrendo artilugio. Allí se le acercó
el que iba a ser su verdugo con el rostro encapuchado, para
solicitarle, tal y como era la costumbre, su perdón por la ingrata
tarea que le aguardaba realizar.
El general le perdonó tal y como se correspondía con la nobleza de
su carácter y, a continuación, besó con
respeto y devoción el
crucifijo que los monjes le ofrecieron, entregando un pañuelo de
seda y color negro a su confesor, para que lo hiciera llegar a su
esposa María Teresa, haciéndole ver al fraile que aquel presente
era: «lo
único que puedo dejar
en
prenda
a
mi mujer».

Se
hizo de nuevo el silencio entre todos ellos, poco antes de escucharse
el responso del fraile y el Ego
te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris…,

mientras el verdugo cubría sus ojos con un lienzo negro de algodón
y procedía a rodearle el cuello con la soga…, estrechaba el nudo…,
cargaba la maroma sobre el madero… y ejecutaba su oficio…, al
tiempo que una gran multitud presenciaba el suceso guardando un
sobrecogedor silencio.

Según
el dramático testimonio que nos dejó su abogado Faustino Julián
Santos, presente hasta el último momento en aquellos luctuosos
acontecimientos: «Riego
solo se vio alterado cuando fue colocado en la degradante estera con
la que fue arrastrado por las calles de Madrid hasta el patíbulo».
Más
adelante, la publicación
de La
Gaceta
de los Tribunales”
daba
cuenta de estos mismos sucesos, destacando: «…cómo
l
a
multitud curiosa, vio perecer tranquilo al que no mucho antes había
conducido en triunfo por las mismas calles de la capital».

El
rey Fernando VII, que
además de la horca había ordenado, lleno de rencor, que al cadáver
de Riego le cortaran la cabeza,
fue informado en sus aposentos del Palacio de Aranjuez, poco antes de
la hora de comer, del
cumplimiento de la sentencia del tribunal y
la
ejecución
del «villano». Al conocer que esta se había celebrado sin que el
populacho protagonizara la menor algarabía ─la multitud gritadora
pertenece a una leyenda posterior─, parece que exclamó con júbilo
y frotándose las manos: «Liberales…,
gritad ahora
si
os atrevéis
el
¡Viva
Riego!».

Muchos
años después de la ejecución de Rafael del Riego, Antonio
Alcalá-Galiano y Fernández de Villavicencio (1789-1865), uno de los
políticos liberales y doceañistas más lúcidos
y destacados
de su tiempo, prosista, ensayista, e introductor del romanticismo en
España ─junto con su gran amigo el poeta Ángel de Saavedra (el
famoso Duque de Rivas)─, y
tío
del afamado escritor Juan Valera, se afanó en redactar una de las
mejores autobiografías del siglo XIX recopilada en dos obras:
Recuerdos
de un anciano

(1870) y sus Memorias
(1886),
que no verían la luz hasta después de su muerte. Gracias a su
testimonio, hoy sabemos que de todos los héroes que conoció,
incluyendo a muchos de los que pelearon contra la invasión de los
ejércitos de Napoleón, solo dos hombres le marcaron de por vida: su
propio padre, Dionisio Alcalá-Galiano, muerto
heroicamente
en
el combate de Trafalgar, y
el joven teniente coronel Rafael del Riego.

Su
progenitor, marino y astrónomo, que en opinión de sus
contemporáneos «era de los primeros sabios de España», y quien a
bordo de su hermoso navío Bahama
peleó
contra
la
escuadra del almirante Nelson,
permaneció en su puesto de mando sin molestarse siquiera en buscar
protección, tratando de hacerse ver y oír para infundir valor a su
inexperta
tripulación
hasta que una bala de cañón, procedente del buque inglés Colossus,
le arrancó la cabeza. En sus Memorias,
Alcalá-Galiano nos relató estremecido las pesquisas que con 16
años cumplidos tuvo que realizar para averiguar sí
entre los cuerpos encontrados en las playas gaditanas se hallaba el
de su padre, y de paso, nos describe lo que se vivió en aquellos
días: «El
espectáculo que presenciamos era de nada común horror, aun para
indiferentes, y de imponderable espanto y pena para quienes tenían o
juzgaban casi seguro tener parte principal en aquellas tragedias (…)
y veíamos de trecho en trecho algunos cadáveres en el estado
doblemente horroroso que da llevar días de muerto, serlo por balas y
haber pasado en el agua largas horas».

Respecto
al segundo, Alcalá-Galiano, conocido en los círculos de iniciados
por su apodo masónico de Catón,
y quien a diferencia de Rafael del Riego nunca tuvo éxito con las
mujeres debido a su extrema fealdad, nos recuerda cómo conoció al
joven y apuesto militar que, hermanado con él por frecuentar ambos
las mismas logias gaditanas, fue el único capaz de llevar a cabo la
conspiración liberal en la que ambos participaron,
proclamando la vigencia de la Constitución de Cádiz de 1812.

«Por
este tiempo se hallaba en las Cabezas ─escribe─, y había tomado
el mando del batallón de Asturias don Rafael del Riego. Este jefe,
que tuvo una ligera parte en la anterior conjuración, pero no
conocido aún en el Ejército, ni mandando en él cuerpo alguno, no
había sido de los principales agentes. En el 8 de julio, lejos de
ser preso, le cupo en suerte ir con el conde de La Bisbal cuando fue
por éste desbaratada la conspiración, y presas sus cabezas; pero
enterado en aquella noche de las malas intenciones del general, se
separó de su comitiva, y en Puerto Real trató de poner en arma la
Artillería, o de buscar cualquier medio de oposición a las tropas
que iban contra los del campamento. No lo consiguió, y fue testigo
de la prisión de sus compañeros.

Retirado
después a Bornos a recuperar su salud, por ser su constitución
endeble, separado del estado mayor, del que era parte, fue promovido
a segundo comandante del batallón de Asturias, cuyo cuerpo mandaba a
falta del primero. Halló en dicho batallón de ayudante a su amigo y
paisano don Fernando Miranda, uno de los principales en el pasado
proyecto, y que después de haber sido en el 8 de julio separado del
cuerpo y trasladado a Conil, como en clase de desterrado, acababa de
incorporarse a sus banderas. Juntos, pues, Riego, Miranda, el
ayudante don Baltasar Valcárcel y otros dignos oficiales,
dispusieron el batallón de Asturias a la empresa, logrando
entusiasmarle hasta el punto de que fuese uno de los mejores del
Ejército».

Y
Alcalá-Galiano finaliza su homenaje rememorando la figura del héroe
«injustamente
vilipendiado
»,
señalando que: «Doce
años después de la ejecución de Rafael del Riego, la Reina
Gobernadora firmó el Real Decreto del 31 de octubre de 1835, por el
que Mendizábal, ya presidente del Gobierno, restituía póstumamente
en sus grados y honores al general, para entonces, convertido en todo
un símbolo de las desgracias nacionales y un héroe de la causa de
la Libertad (…) al tiempo que el himno que cantaban sus tropas:
Soldados, la patria nos llama a la lid/ juremos por ella vencer o
morir/… se convirtió en el santo y seña de todos nosotros.

Tal
y como había escrito en su Apuntes… de 1821, aquel himno sirvió
para dar realce a los hechos del ejército libertador, cuya
constancia, acrisolada por los reveses y privaciones, logró al fin,
con el restablecimiento de la Constitución, el objeto que se
proponía, y el más cumplido premio de su arrojo, fatigas y
desvelos. ¡Loor eterno a dicho ejército! ¡Plegue al cielo que la
patria recoja sazonados, óptimos y frecuentes frutos de sus heroicos
esfuerzos, y sean éstos los votos unánimes de todo español que se
precie de serlo!».

Casi
a finales de aquel mismo año de la rehabilitación de su figura, el
canónigo Miguel del Riego realizó su único viaje a Madrid, para
exhumar los restos de su hermano que al parecer no habían sido
descuartizados, y poder satisfacer así la última voluntad de su
cuñada María Teresa. Ella le había suplicado en su lecho de muerte
que, por todos los medios a su alcance, tratara de cumplir uno de sus
mayores deseos: «¡el
que sus restos pudieran yacer algún día junto con los de su
esposo!
»
Pero pese a todas las pesquisas y esfuerzos que realizó Miguel del
Riego, a los que gustosamente se sumó Alcalá-Galiano, y a las
ayudas que recibió de los pocos amigos de su familia, a todos les
resultó imposible encontrarlos…

Nota
del autor: A comienzo de 2020, conmemoramos el doscientos aniversario
del pronunciamiento del general Rafael del Riego en contra del
monarca absolutista Fernando VII, que tanto significó para el futuro
de la historia de España y la causa de la libertad en nuestro país.
El
himno que cantaban sus tropas, basado
en un poema
de Evaristo Fernández de San Miguel, se
acompañó de la
música inspirada
en tonadillas propias de la anterior guerra contra las tropas
napoleónicas, cuya
melodía definitiva se
atribuye al
compositor
romántico
José Melchor Gomis y
Colomer.
Tras el éxito del pronunciamiento, reemplazó a La Marcha Real como
himno nacional de España durante el Trienio Liberal (1820-1823), la
Primera República (1873-1874), y la Segunda República (1931-1939),
que
mantuvo su uso en el exilio hasta su disolución.




URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS