El Caballero Carmelo

El Caballero Carmelo

Ismael ramis

19/10/2020

EL CABALLERO CARMELO

Un día, después del desayuno, cuando el sol empezaba a

calentar, vimos aparecer, desde la reja, en el fondo de la

plazoleta, un jinete en bellísimo caballo de paso, pañuelo al

cuello que agitaba el viento, sampedrano pellón de sedosa

cabellera negra, y henchida alforja, que picaba espuelas en

dirección a la casa.

Reconocímosle. Era el hermano mayor que, años corridos,

volvía. Salimos atropelladamente gritando:

-¡Roberto! ¡Roberto!

Entró el viajero al empedrado patio donde el ñorbo y la

campanilla enredábanse en las columnas como venas en un brazo

y descendió en los de todos nosotros. ¡Cómo se regocijaba mi

madre! Tocábalo, acariciaba su tostada piel, encontrábalo viejo,

triste, delgado. Con su ropa empolvada aún, Roberto recorría las

habitaciones rodeado de nosotros; fue a su cuarto, pasó al

comedor, vio los objetos que, se habían comprado durante su

ausencia, y llegó al jardín:

-¿Y la higuerilla? dijo.

Buscaba, entristecido, aquel árbol cuya semilla sembrara él

mismo antes de partir. Reímos todos:

-¡Bajo la higuerilla estás! …

El árbol había crecido y se mecía armoniosamente con la brisa

marina. Tocóle mi hermano, limpió cariñosamente las hojas que le

rozaban la cara, y luego volvimos al comedor. Sobre la mesa

estaba la alforja rebosante; sacaba él, uno a uno, los objetos que

traía y los iba entregando a cada uno de nosotros. ¡Qué cosas tan

ricas! ¡Por dónde había viajado! Quesos frescos y blancos,

envueltos por la cintura con paja de cebada, de la Quebrada de

Humay; chancacas hechas con cocos, nueces, maní y almendras;

frijoles colados en sus redondas calabacitas, pintadas encima con

un rectángulo del propio dulce, que indicaba la tapa, de Chincha

Baja; bizcochuelos, en sus cajas de papel, de yema de huevos y

harina de papas, leves, esponjosos, amarillos y dulces; santitos de

«piedra de Guamanga» tallados en la feria serrana; cajas de manjar

blanco, tejas rellenas, y una traba de gallo con los colores blanco y

rojo. Todos recibíamos el obsequio, y él iba diciendo al

entregárnoslo:

-Para mamá… para Rosa… para Jesús… para Héctor…

-¿Y para papá? -le interrogamos, cuando terminó:

-Nada…

-¿Cómo? ¿Nada para papá? …

Sonrió el amado, llamó al sirviente y le dijo:

-¡El Carmelo!

A poco volvió éste con una jaula y sacó de ella un gallo, que,

ya libre, estiró sus cansados miembros, agitó las alas y cantó

estentóreamente:

-¡Cocorocóoooo! …

-¡Para papá! -dijo mi hermano.

Así entró en nuestra casa este amigo íntimo de nuestra

infancia ya pasada, a quien acaeciera historia digna de relato,

cuya memoria perdura aún en nuestro hogar como una sombra

alada y triste: el Caballero Carmelo.

II

Amanecía, en Pisco, alegremente. A la agonía de las sombras

nocturnas, en el frescor del alba, en el radiante despertar del

día, sentíamos los pasos de mi madre en el comedor,

preparando el café para papá. Marchábase éste a la oficina.

Despertaba ella a la criada, chirriaba la puerta de la calle con

sus mohosos goznes; oíase el canto del gallo que era contestado a

intervalos por todos los de la vecindad; sentíase el ruido del mar,

el frescor de la mañana, la alegría sana de la vida. Después mi

madre venía a nosotros, nos hacía rezar, arrodillados en la cama

con nuestras blancas camisas de dormir; vestíanos luego, y, al

concluir nuestro tocado, se anunciaba a lo lejos la voz del

panadero. Llegaba éste a la puerta y saludaba. Era un viejo

dulce y bueno, y hacía muchos años, al decir de mi madre,

que llegaba todos los días, a la misma hora, con el pan calentito

y apetitoso, montado en su burro, detrás de los dos «capachos»

de cuero, repletos de toda clase de pan: hogazas, pan francés,

pan de mantecado, rosquillas…

Madre escogía el que habíamos de tomar y mi hermana Jesús

lo recibía en el cesto. Marchábase el viejo, y nosotros,

dejando la provisión sobre la mesa del comedor, cubierta de

hule brillante, íbamos a dar de comer a los animales. Cogíamos las

mazorcas de apretados dientes, las desgranábamos en un cesto

y entrábamos al corral donde los animales nos rodeaban.

Volaban las palomas, picoteábanse las gallinas por el grano, y entre

ellas, escabullíanse los conejos. Después de su frugal comida,

hacían grupo alrededor nuestro. Venía hasta nosotros la cabra

refregando su cabeza en nuestras piernas; piaban los pollitos;

tímidamente se acercaban los conejos blancos, con sus largas

orejas, sus redondos ojos brillantes y su boca de niña presumida;

los patitos, recién «sacados», amarillos como yema de huevo,

trepaban en un panto de agua; cantaba, desde su rincón,

entrabado, el Carrnelo, y el pavo, siempre orgulloso, alharaquero y

antipático, hacía por desdeñarnos, mientras los patos,

balanceándose como dueñas gordas, hacían, por lo bajo,

comentarios sobre la actitud poco gentil del petulante.

Aquel día, mientras contemplábamos a los discretos animales,

escapóse del corral el Pelado, un pollón sin plumas, que

parecía uno de aquellos jóvenes de diez y siete años, flacos y

golosos. Pero el Pelado, a más de eso, era pendenciero y

escandaloso, y aquel día, mientras la paz era en el corral y los otros

comían el modesto grano, él, en pos de mejores viandas, habíase

encaramado en la mesa del comedor y roto varias piezas de

nuestra limitada vajilla.

En el almuerzo tratóse de suprimirlo, y, cuando mi padre supo

sus fechorías, dijo pausadamente:

-Nos lo comeremos el domingo…

Defendiólo mi tercer hermano, Anfiloquio, su poseedor,

suplicante y lloroso. Dijo que era un gallo que haría crías

espléndidas. Agregó que desde que había llegado el Carmelo

todos miraban mal al Pelado, que antes era la esperanza del

corral y el único que mantenía la aristocracia de la afición y de la

sangre fina.

-¿Cómo no matan -decía en su defensa del gallo- a los patos

que no hacen más que ensuciar el agua, ni al cabrito que el otro

día aplastó un pollo, ni al puerco que todo lo enloda y sólo sabe

comer y gritar, ni a las palomas que traen la mala suerte…

Se adujo razones. El cabrito era un bello animal, de suave

piel, alegre, simpático, inquieto, cuyos cuernos apenas

apuntaban; además, no estaba comprobado que hubiera muerto

al pollo. El puerco mofletudo había sido criado en casa desde

pequeño. Y las palomas, con sus alas de abanico, eran la nota

blanca, subíanse a la cornisa a conversar en voz baja, hacían

sus nidos con amoroso cuidado y se sacaban el maíz del buche

para darlo a sus polluelos.

El pobre Pelado estaba condenado. Mis hermanos pidieron

que se le perdonase, pero las roturas eran valiosas y el infeliz

sólo tenía un abogado, mi hermano y su señor, de poca

influencia. Viendo ya perdida su defensa y estando la audiencia al

final, pues iban a partir la sandía, inclinó la cabeza. Dos gruesas

lágrimas cayeron sobre el plato, como un sacrificio, y un sollozo

se ahogó en su garganta. Callamos todos. Levantóse mi madre,

acercóse al muchacho, lo besó en la frente, y le dijo:

-No llores; no nos lo comeremos…

III

Quien sale de Pisco, de la plazuela sin nombre, salitrosa

y tranquila, vecina a la Estación, y torna por la calle del Castillo,

que hacia el sur se alarga, encuentra, al terminar, una plazuela

pequeña, donde quemaban a Judas el Domingo de Pascua de

Resurrección, desolado lugar en cuya arena verdeguean a trechos

las malvas silvestres. Al lado del poniente, en vez de casas,

extiende el mar su manto verde, cuya espuma teje

complicados encajes al besar la húmeda orilla.

Termina en ella el puerto, y, siguiendo hacia el sur, se va, por

estrecho y arenoso camino, teniendo a diestra el mar y a

izquierda mano angostísima faja, ora fértil, ora infecunda, pero

escarpada siempre, detrás de la cual, a oriente, extiéndese el

desierto cuya entrada vigilan, de trecho en trecho, como

centinelas, una que otra palmera desmedrada, alguna higuera

nervuda y enana y los «toñuces» siempre coposos y frágiles.

Ondea en el terreno la «hierba del alacrán», verde y jugosa al

nacer, quebradiza en sus mejores días, y en la vejez, bermeja

como sangre de buey. En el fondo del desierto, como si temieran

su silenciosa aridez, las palmeras únense en pequeños grupos, tal

como lo hacen los peregrinos al cruzarlo y, ante el peligro, los

hombres.

Siguiendo el camino, divísase en la costa, en la borrosa y

vibrante vaguedad marina, San Andrés de los Pescadores, la aldea

de sencillas gentes, que eleva sus casuchas entre la rumorosa orilla

y el estéril desierto. Allí, las palmeras se multiplican y las

higueras dan sombra a los hogares, tan plácida y fresca, que

parece que no fueran malditas del buen Dios, o que su

maldición hubiera caducado -que bastante castigo recibió la que

sostuvo en sus ramas al traidor-, y todas sus flores dan frutos que

al madurar revientan.

En tan peregrina aldea, de caprichoso plano, levántense las

casuchas de frágil caña y estera leve, junto a las palmeras

que a la puerta vigilan. Limpio y brillante, reposando en la arena

blanda sus caderas amplias, duerme, a la puerta, el bote pescador,

con sus velas plegadas, sus remos tendidos como tranquilos brazos

que descansan, entre los cuales yacen con su muda y simbólica

majestad, el timón grácil, la calabaza que «achica» el agua mar

afuera y las sogas retorcidas como serpientes que duermen. Cubre,

piadosamente, la pequeña nave, cual blanca mantilla, la pescadora

red circundada de caireles de liviano corcho.

En las horas del mediodía, cuando el aire en la sombra invita

al sueño, junto a la nave, teje la red el pescador abuelo; sus

toscos dedos añudan el lino que ha de enredar al sorprendido

pez; raspa la abuela el plateado lomo de los que la víspera trajo

la nave; saltan al sol, como chispas, las escamas, y el perro husmea

en los despojos. Al lado, en el corral que cercan enormes huesos

de ballenas, trepan los chiquillos desnudos sobre el asno

pensativo, o se tuestan al sol en la orilla; mientras, bajo la ramada,

el más fuerte pule un remo, la moza, fresca y ágil, saca agua del

pozuelo y las gaviotas alborozadas recorren la mansión humilde

dando gritos extraños.

Junto al bote, duerme el hombre del mar, el fuerte

mancebo, embriagado por la brisa caliente y por la tibia emanación

de la arena, su dulce sueño de justo, con el pantalón corto, las

musculosas pantorrillas cruzadas -en cuyos duros pies, de

redondos dedos, piérdanse, como escamas, las diminutas uñas-, la

cara tostada por el aire y el sol, la boca entreabierta que deja

pasar la respiración tranquila, y el fuerte pecho desnudo que

se levanta rítmicamente, con el ritmo de la Vida, el más armonioso

que Dios ha puesto sobre el mundo.

Por las calles no transitan al mediodía las personas y nada

turba la paz de aquella aldea, cuyos habitantes no son más

numerosos que los dátiles de sus veinte palmeras. Iglesia ni cura

había, en mi tiempo. Las gentes de San Andrés, los domingos, al

clarear el alba, iban al puerto, con los jumentos cargados de

corvinas frescas y luego, en la capilla, cumplían con Dios. Buenas

gentes, de dulces rostros, tranquilo mirar, rnorigeradas y

sencillas, indios de la más pura cepa, descendientes remotos y

ciertos de los hijos del Sol, cruzaban a pie todos los caminos,

como en la Edad Feliz del Inca atravesaban en caravana inmensa

la costa para llegar al templo y oráculo del buen Pachacámac, con

la ofrenda en la alforja, la pregunta en la memoria y la fe en el

sencillo espíritu.

Jamás riña alguna manchó sus claros anales; morales y

austeros, labios de marido besaron siempre labios de esposa; y

el amor, fuente inagotable de odios y maldecires, era, entre ellos,

tan normal y apacible como el agua de sus pozos. De fuertes

padres, nacían, sin comadronas, rozagantes muchachos, en

cuyos miembros la piel hacía gruesas arrugas; aires marinos

henchían sus pulmones, y crecían sobre la arena caldeada, bajo el

sol ubérrimo, hasta que aprendían a lanzarse al mar y a manejar

los botes de piquete que, zozobrando en las olas, les enseñaban a

domeñar la marina furia.

Maltones, musculosos, inocentes y buenos, pasaban su

juventud hasta que el cura de Pisco unía a las parejas que

formaban un nuevo nido, compraban un asno y se lanzaban a la

felicidad, mientras las tortugas centenarias del hogar paterno,

veían desenvolverse, impasibles, las horas – filosóficas, cansadas y

pesimistas, mirando con llorosos ojos desde la playa, el mar, al

cual no intentaban volver nunca- y al crepúsculo de cada día,

lloraban, lloraban, pero hundido el sol, metían la cabeza bajo la

concha poliédrica y dejaban pasar la vida llenas de

experiencia, sin fe, lamentándose siempre del perenne mal, pero

inactivas, inmóviles, infecundas, y solas…

IV

Esbelto, magro, musculoso y austero, su afilada cabeza roja

era la de un hidalgo altivo, caballeroso, justiciero y prudente.

Agallas bermejas, delgada cresta de encendido color, ojos vivos y

redondos, mirada fiera y perdonadora, acerado pico agudo. La

cola hacía un arco de plumas tornasoles, su cuerpo de color

carmelo avanzaba en el pecho audaz y duro. Las piernas fuertes

que estacas musulmanas y agudas defendían, cubiertas de

escamas, parecían las de un armado caballero medioeval.

Una tarde, mi padre, después del almuerzo, nos dio la

noticia. Había aceptado una apuesta para la jugada de gallos

de San Andrés, el 28 de julio. No había podido evitarlo. Le

habían dicho que el Carmelo, cuyo prestigio era mayor que el

del alcalde, no era un gallo de raza. Molestóse mi padre.

Cambiáronse frases y apuestas, y aceptó. Dentro de un mes

toparía el Carmelo con el Ajiseco de otro aficionado, famoso gallo

vencedor, como el nuestro, en muchas lides singulares. Nosotros

recibimos la noticia con profundo dolor. El Carmelo iría a un

combate y a luchar a muerte, cuerpo a cuerpo, con un gallo más

fuerte y más joven. Hacía ya tres años que estaba en casa, habla

él envejecido mientras crecíamos nosotros. ¿Por qué aquella

crueldad de hacerlo pelear?…

Llegó el terrible día. Todos en casa estábamos tristes. Un

hombre había venido seis días seguidos a preparar al Carmelo.

A nosotros ya no nos permitían ni verlo. El día 28 de julio, por la

tarde, vino el preparador y de una caja llena de algodones, sacó

una medialuna de acero con unas pequeñas correas: era la

navaja, la espada del soldado. El hombre la limpiaba,

probándola en la uña, delante de mi padre. A los pocos minutos,

en silencio, con una calma trágica, sacaron al gallo que el hombre

cargó en sus brazos como a un niño. Un criado llevaba la cuchilla

y mis dos hermanos lo acompañaron.

-¡Qué crueldad! -dijo mi madre.

Lloraban mis hermanas, y la más pequeña, Jesús, me dijo

en secreto, antes de salir:

-Oye, anda junto con él. Cuídalo… ¡Pobrecito! …

Llevóse la mano a los ojos, echóse a llorar y yo salí

precipitadamente y hube de correr unas cuadras para poder

alcanzarlos.

V

Llegamos a San Andrés. El pueblo estaba de fiesta. Banderas

peruanas agitábanse sobre las casas por el día de la Patria, que allí

sabían celebrar con una gran jugada de gallos a la que solían ir

todos los hacendados y ricos hombres del valle. En ventorrillos, a

cuya entrada había arcos de sauce envueltos en colgaduras, y de

los cuales pendían alegres quitasueños de cristal, vendían chicha

de bonito, butifarras, pescado fresco asado en brasas y anegado

en cebollones y vinagre. El pueblo los invadía, parlanchín y

endomingado con sus mejores trajes. Los hombres de mar lucían

camisetas nuevas de horizontales franjas rojas y blancas,

sombreros de junco, alpargatas y pañuelos añudados al cuello.

Nos encaminamos a «la cancha». Una frondosa higuera

daba acceso al circo, bajo sus ramas enarcadas. Mi padre,

rodeado de algunos amigos, se instaló. Al frente estaba el juez y a

su derecha el dueño del paladín Ajiseco. Sonó una campanilla,

acomodáronse las gentes y empezó la fiesta. Salieron, por

lugares opuestos dos hombres, llevando cada uno un gallo.

Lanzáronlos al ruedo con singular ademán. Brillaron las cuchillas,

miráronse los adversarios, dos gallos de débil contextura, y uno

de ellos cantó. Colérico respondió el otro echándose al medio del

circo; miráronse fijamente; alargaron los cuellos, erizadas las

plumas, y se acometieron. Hubo ruido de alas, plumas que

volaron, gritos de la muchedumbre y, a los pocos segundos de

jadeante lucha, cayó uno de ellos. Su cabecita afilada y roja

besó el suelo, y la voz del juez:

-¡Ha enterrado el pico, señores!

Batió las alas el vencedor. Aplaudió la multitud enardecida, y

ambos gallos, sangrando fueron sacados del ruedo.

La primerajornada había terminado. Ahora entraba el nuestro: el

Caballero Carmelo. Un rumor de expectación vibró en el circo:

-¡El Ajiseco y el Carrnelo!

-¡Cien soles de apuesta! …

Sonó la campanilla del juez y yo empecé a temblar.

En medio de la expectación general, salieron dos hombres,

cada uno con su gallo. Se hizo un profundo silencio y soltaron a

los dos rivales. Nuestro Carmelo al lado del otro era un gallo viejo

y achacoso; todos apostaban al enemigo, como augurio de que

nuestro gallo iba a morir. No faltó aficionado que anunciara el

triunfo del Carmelo, pero la mayoría de las apuestas favorecía al

adversario. Una vez frente al enemigo, el Carmelo empezó a

picotear, agitó las alas y cantó estentóreamente. El otro, que en

verdad no parecía ser un gallo fino de distinguida sangre y

alcurnia, hacía cosas tan petulantes cuan humanas: miraba con

desprecio a nuestro gallo y se paseaba como dueño de la

cancha. Enardeciéronse los ánimos de los adversarios, llegaron

al centro y alargaron sus erizados cuellos, tocándose los picos sin

perder terreno. El Ajiseco dio la primera embestida; entablóse la

lucha; las gentes presenciaban en silencio la singular batalla y

yo rogaba a la Virgen que sacara con bien a nuestro viejo

paladín.

Batíase él con todos los aires de un experto luchador,

acostumbrado a las artes azarosas de la guerra. Cuidaba poner

las patas armadas en el enemigo pecho, jamás picaba a su

adversario -que tal cosa es cobardía-, mientras que éste,

bravucón y necio, todo quería hacerlo a aletazos y golpes de

fuerza. Jadeantes, se detuvieron un segundo. Un hilo de sangre

corría por la pierna del Carmelo. Estaba herido, mas parecía no

darse cuenta de su dolor. Cruzáronse nuevas apuestas en favor

del Ajiseco y las gentes felicitaban ya al poseedor del menguado.

En un nuevo encuentro, el Carmelo cantó, acordóse de sus

tiempos y acometió con tal furia que desbarató al otro de un solo

impulso. Levantóse éste y la lucha fue cruel e indecisa. Por fin,

una herida grave hizo caer al Carmelo, jadeante…

-¡Bravo! ¡Bravo el Ajiseco! gritaron sus partidarios, creyendo

ganada la prueba.

Pero el juez, atento a todos los detalles de la lucha y con acuerdo

de cánones dijo:

-Todavía no ha enterrado el pico, señores!

En efecto, incorporóse el Carmelo. Su enemigo, como para

humillarlo, se acercó a él, sin hacerle daño. Nació entonces,

en medio del dolor de la caída, todo el coraje de los gallos

de «Caucato». Incorporado el Carmelo, como un soldado herido,

acometió de frente y definitivo sobre su rival, con una estocada

que lo dejó muerto en el sitio. Fue entonces cuando el Carmelo

que se desangraba, se dejó caer, después que el Ajiseco había

enterrado el pico. La jugada estaba ganada y un clamoreo

incesante se levantó en la cancha. Felicitaron a mi padre por el

triunfo, y, como ésa era la jugada más interesante, se retiraron

del circo, mientras resonaba un grito entusiasta:

-¡Viva el Carmelo!

Yo y mis hermanos o recibimos y lo condujimos a casa,

atravesando por la orilla del mar el pesado camino, y soplando

aguardiente bajo las alas del triunfador que desfallecía.

VI

Dos días estuvo el gallo sometido a toda clase de cuidados.

Mi hermana Jesús y yo le dábamos maíz, se lo poníamos en el

pico: pero el pobrecito no podía comerlo ni incorporarse. Una

gran tristeza reinaba en la casa. Aquel segundo día, después del

colegio, cuando fuimos yo y mi hermana a verlo, lo encontramos

tan decaído que nos hizo llorar. Le dábamos agua con nuestras

manos, le acariciábamos, le poníamos en el pico rojos granos

de granada. De pronto el gallo se incorporó. Caía la tarde y, por

la ventana del cuarto donde estaba, entró la luz sangrienta del

crepúsculo. Acercóse a la ventana, miró la luz, agitó débilmente

las alas y estuvo largo rato en la contemplación del cielo. Luego

abrió nerviosamente las alas de oro, enseñoreóse y cantó.

Retrocedió unos pasos, inclinó el tornasolado cuello sobre el

pecho, tembló, desplomóse, estiró sus débiles patitas escamosas,

y mirándonos, mirándonos amoroso, expiró apaciblemente.

Echamos a llorar. Fuimos en busca de mi madre, y ya no lo

vimos más Sombría fue la comida aquella noche. Mi madre nodijo

una sola palabra bajo la luz amarillenta del lamparín, todos nos

mirábamos en silencio.

AI día siguiente, en el alba, en la agonía de las sombras

nocturnas, no se oyó su canto alegre.

Así pasó por el mundo aquel héroe ignorado, aquel amigo tan

querido de nuestra niñez: el Caballero Carmelo, flor y nata de

paladines y último vástago de aquellos gallos de sangre de raza,

cuyo prestigio unánime fue orgullo, por muchos años, de todo

verde y fecundo valle de Caucato.

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