Debajo de la manta de lana tejida al crochet, de colores crudos, entre beiges y marrones, asomó una pierna extendida y unos ojos impacientes observaron el entablonado del techo rústico.
Recorrí las paredes blancas y blanca se había puesto mi mente por un instante, sólo un breve segmento de tiempo, para dar paso al recuerdo cercano de una sucesión de imágenes que irrumpieron, entre el sueño profundo y la vigilia.
-No se puede tomar la quinta cucharada, sin antes tomar la primera- mi abuela Margarita me aconsejaba desde su sillón hamaca, y yo la escuchaba desde mi pequeña sillita de madera, a su lado.
¿Habré sido desde muy niña, tan apresurada para tomar decisiones de alta envergadura, como por ejemplo, escaparme a vagar en bicicleta, a la hora de la siesta, cuando regía la prohibición paterna? O me voy al sur, cada vez más al sur, a iniciar una vida nueva, a gozar del amor, a escapar de negros nubarrones Sólo la intuición me guiaba, los impulsos a puro corazón; nunca el razonamiento ni la planificación paso a paso.
-Vamos a visitar Isla Negra- me decía Juan no hace mucho, luego de recitarme el poema 20 y “Oh, centina de escombros…” de la Canción desesperada.
Y yo soñaba, y me acurrucaba entre sus brazos y una blanda nube de modorra me mecía, como acariciándome.
Esta mañana recordé y en voz alta, relaté lo soñado, antes de que queden sólo retazos dispersos que acaban por transformarse en nimbos blancos o rosas, desperdigados en el cielo del amanecer, cuando el sol comienza a asomar. Mi voz se oía por encima del canto del gallo cercano en el algodonoso silencio.
No estoy segura si el paisaje que veíamos en compañía era Bolivia, o Perú. Sí, era un país surrealista. Juan iba conmigo y yo llevaba en mis brazos a la gata de siete colores, ronroneante, peluda y mimosa.
-¡Qué fineza!, una gata siamesa- él me interrumpía cuando le contaba el sueño.
Algún susto la hizo saltar y desapareció.
La buscaba entre cacharros, enseres de labranza y domésticos, trabajos de cuero y muchas cerámicas con serpientes, cóndores y pumas, “chacanas” de piedra verde, tejidos de colores intensos y mantas de lana de llama del altiplano.
¡Ah, sí, tiene que ser Perú, porque el sol imponente está tallado, esculpido, esmaltado en cada objeto que se expone.
Ya a esta hora, en Puno, empieza a asomarse una luna de cuarto creciente, y la gata no aparece.
¿Es de noche, o es de día? Mientras, camino entre los puestos de la feria. No, es Pisac, sin duda. Voy alejándome y junto a un sembradío de quiñoa, casi tropiezo con unos sepulcros al ras de la tierra, bajo un cielo azul, límpido, y un sol esplendoroso. Es el sol del Perú, que me ciega. Y ya no veo a Juan. Acabo de perderlo también a él.
Aluviones de turistas con alforjas de vivos colores y bastones emplumados curiosean; entre las artesanías. Me llamó la atención un artesano de rasgos aindiados que contaba anécdotas, narraba leyendas y desplegaba mitos, al momento de vender, subyugando a los forasteros.
-Soy un coleccionista de imágenes- decía con su mirada pícara y ojos brillantes, inteligentes.
Era Juan, el artesano de la madera. Ya no me acompañaba. Estaba mostrando un hacha, una talla de madera dura y olorosa, semejante al hacha que Manco Capac, el descendiente directo del Sol, portaba en los íconos que se vendían a lo largo de todos los pueblos del Valle Sagrado.
Una mujer, pasita de uvas, piel morena curtida y cabellos canos se acercaba hacia las sepulturas y silenciosa y reconcentrada, como cumpliendo un ritual, ingresaba en uno de los pozos y se acostaba. Una nube de polvo ancestral y tinieblas subía desde lo profundo y un olor sulfuroso se expandía entre las otras sepulturas. En cada una había ancianos descansando, como esperando a la muerte. El diario menester se cumplía rigurosamente para sus cansados huesos, en cada mañana. Los turistas, sin perder detalle, fotografiaban, grababan y depositaban unas monedas junto a las fosas.
Desde una de las tumbas, ronronea mi gata siamesa, como invitando a acostarme también junto a los ancianos. Una corriente de energía me atrae, me llama hacia ese fondo frío y mullido de polvo, como cuando en Moray, la tierra y la eternidad me buscaban entre las papas y los maíces más supremos. Plenitud y nostalgia, esos arcanos de la vida.
Descendí para buscar a mi gata y el símbolo de la cruz del sur me protegió para encontrar el equilibrio de la vida en el tiempo, en el espacio, en la materia y en la energía…
Sí, una energía. En un torbellino de polvo místico, el día y la noche, el hombre y la mujer, el cielo y la tierra, el sol y la luna, me revitalizaron.
Afuera, estampas de pintura cuzqueña. Virgen de la Natividad, El Cristo moreno: el señor de los temblores. Pesebres cristianos. Retablos paganos. Comparsas, procesiones. Pasan imágenes coloridas y ruidosas y se superponen los sones, así como se suceden serpientes, cóndores, pumas. Y yo, con mi gata siamesa, bailo con ritmo cadencioso. Palpo la chacana que pende de mi cuello.
Me desperezo y debo hacer un esfuerzo para equilibrar los tres mundos, lo material, lo subterráneo y lo superior. La caricia de Juan en mi cabeza, y su ternura, me instalan nuevamente en la realidad, mientras me cubre con la manta de lana, porque el frío de la madrugada es ahora más intenso.
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