Desde las ventanas de aquel altillo irrelevante, el mundo parecía poca cosa.
Agotado por un trabajo que nunca daba frutos, aquella tarde gris se convirtió en un instante revelador: tras un crujido en su cuello, algo en su cabeza hizo “click”.

La llovizna golpeaba insistentemente los vidrios, detonando pensamientos. Las gotas, disfrazadas de luciérnagas, se aferraban al cristal copiando los colores del entorno.
Desparramado en el sofá, observaba cómo las pequeñas gotas quedaban inmóviles, hasta que, con la complicidad de otras, se fusionaban y corrían hacia abajo. Permanecer quietas no era fácil: cada nueva partícula aumentaba la tensión, volviendo la calma insostenible.

Mientras seguía su danza, imaginaba destinos posibles: mares, ríos, nubes, nieve de montaña. Una travesía incierta, atrapante, inevitable. Sabía que tarde o temprano esas gotas deberían fluir, partir, liberarse.

La física se impuso: una mínima gotícula venció la tensión superficial y las gotas emprendieron su carrera hacia abajo, zigzagueando primero, acelerando después, impulsadas por la fuerza de gravedad.
La misma fuerza de gravedad que mantiene los pies sobre la tierra, tan distinta de esa otra gravedad —la de la mente— que a algunos les hace perder el equilibrio y volar la cabeza.

El viaje de esas gotas sería incierto: del vidrio al piso, al desagüe, a un canal oscuro, quizá a un río o al mar abierto. O tal vez a una cloaca inmunda. Nada estaba asegurado.
Si alcanzaban el mar, podrían ser arrolladas por olas o flotar en calma, hasta que el sol las evaporara y las elevara puras hacia las nubes. Allí viajarían, esperando el momento de caer de nuevo: sobre selvas, junglas de cemento, nieves de montaña o ciénagas urbanas.

Condenadas a los excesos del mundo, caerían benditas como ángeles o contaminadas como demonios. A veces fecundarían la tierra; otras, destruirían con inundaciones. Infinitas superficies las recibirían: una mejilla, un río, la lava ardiente de un volcán. Pero había una certeza: jamás fluirían dos veces por el mismo cauce.

Ese pensamiento lo inquietó. La comodidad del sofá se volvió molesta. Se levantó, encendió el tocadiscos, dejó que la aguja rozara el vinilo y se dirigió al baño.

El agua de la ducha caía suave sobre sus ojos cerrados. En el aire sonaba Red Right Hand, donde Nick Cave sugería esperar la tormenta que se avecinaba. Permaneció inmóvil bajo la lluvia artificial hasta que el agua cesó. Una última gota golpeó su iris y lo hizo pensar: su vida era como una gota atrapada en un pantano, sin haber visto nunca el sol ni alcanzado el mar.

Mientras se rasuraba, procesaba esas ideas. Se vistió y salió de la casa. Afuera, el cielo comenzaba a gotear. La tormenta había llegado. Era hora de marchar.

Atravesó la plaza, el puente, los molinos. La voz de Nick Cave seguía resonando en su mente. En los suburbios, una silueta rojiza le hacía señas. Arrojó el cigarro, ajustó la gorra y avanzó con paso firme.

Una gota de lluvia se unió a una lágrima que se resistía a caer. Corrieron juntas por su mejilla. No quiso dejarlas perderse: cerró el puño, las atrapó y las llevó a su boca. El sabor era agridulce, mezcla de dolor y esperanza, como suele ser el sabor de la revancha.

Entonces, una sonrisa se instaló en su rostro. Una brisa de esperanza lo envolvió.
Quizás —pensó— Nick Cave no era músico, sino meteorólogo.



Enlace de Youtube con música de Nic Cave :    NIC CAVE – RED RIGHT HAND


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