Primer acto
El salón parecía haber sido diseñado en su honor, las luces hacían juego con sus ojos, sus blancos guantes de encaje dejaban entre ver una piel blanca que topaba hasta sus rosados y delgados labios, de una apariencia tan tierna como su rostro, su impresionante vestido azul marino, adornado de docenas de perlas no hacían otra cosa que hacer notar su delicada cintura y la ausencia de la tela en su pecho le permitió ver a los caballeros apreciar un cuello de lo más exquisito.
Las damas cubrieron sus rostros enfurecidos con sus mejores abanicos, pero las miradas de todas, jóvenes y viejas, no fueron capaces de contener la vergüenza y la envidia que sintieron mientras ella bajaba las escaleras tomada del brazo de su padre, quien era la mano derecha del rey y temía que en esa fiesta la última de sus hijas pudiera ser arrebatada de su lado debido a su extraordinaria belleza.
La joven, quien ignoraba la razón por la cual el silencio reinó hasta que sus pies tocaron el suelo del salón, dedicó una sonrisa a todo aquel que osaba mirarla, no esperaba otra cosa de sí que no fuera amabilidad, pues para ella no había nada más importante esa noche que hacer quedar bien a su padre.
Esa fue la primera noche en la cual se presentó en sociedad, por supuesto, ninguno de los presentes pudo resistirse ante la curiosidad y la admiración que cegó al mundo debido a la presencia de una mujer que aún era una niña.
Segundo acto
Los invitados les habrían paso hasta que ambos llegaron al otro lado y se presentaron ante su majestad, quien luego de haberlos recibo cortésmente hizo un ademán y la música comenzó de nuevo.
Mientras el rey y su padre hablaban, nuestras miradas se cruzaron, ya antes nos habíamos visto, una vez, en un sueño, lo sé, que sandio debe sonar en voz alta, pero esa es toda la verdad; lo recuerdo bien, fue hace tres semanas cuando la angustia que me despertaba por las noches, debido a las pesadillas que me provocaba la guerra, desaparecieron.
Yo estaba recostado en un sauce llorón a los pies del río cuando escuché su risa por primera vez, recuerdo su mano apoyarse en el tronco, la enorme piedra de obsidiana que lucía en su dedo anular y al viento permitirme que con una brisa pudiera percibir su perfume.
Un pequeño cachorro labrador rápidamente me encontró y comenzó a morder mi zapato izquierdo, la joven, tan avergonzada como sorprendida de verme tendido en el suelo comenzó a disculparse al mismo tiempo que inútilmente se inclinaba para cargar al animal.
Finalmente fui yo quien se levantó y tomó al perro, sonreí y torpemente perdí el equilibrio apenas di un paso al frente, ella nuevamente comenzó a reír pero me extendió ambas manos para ayudarme a levantarme.
“¿Se encuentra bien?”, me preguntó conteniendo su risa tanto como le fue posible, quizás otro en mi lugar se hubiera sentido ridiculizado, pero yo me sentí orgulloso de haber logrado hacerla reír de esa manera.
Tercer acto
Luego de despertar, me fue imposible dejar de pensar en esa maravillosa y perfecta ilusión de haber tenido frente a mí a una dama como ella, jamás me cansaría de alagar sus notables cualidades, las cuales por increíble que pueda parecer, son aún mayores a su belleza, pero me temo que mis palabras no puedan hacerle justicia.
Una semana después del incidente, me vi obligado a realizar un viaje y hospedarme con una humilde familia que felizmente me aceptó como huésped por dos noches, no imagino cual debió ser la expresión de mi rostro cuando la vi frente a un modesto librero en medio del recibidor, quizás nunca pueda saber cómo fue mi reacción, pero si recuerdo la suya.
Un intenso rubor se apoderó de su rostro y sus pequeñas y finas manos comenzaron a temblar; resultó ser que se trataba de la casa de sus tíos y ellos, desafortunadamente se habían visto obligados a detenerse por problemas con su carruaje, se dirigían a una ciudad vecina, a seis horas en caballo.
Cuando su tía, la señora de la casa nos presentó ninguno de los dos pudo hacer nada más que fingir que no nos conocíamos.
“Querida Ib, te presento al señor Ferrara, ha venido desde Richmond por trabajo, ya antes lo hemos recibido, pero me temo que esta vez no podremos apreciar su visita por mucho tiempo”
“Es un placer señor Ferrara, mi tía me ha hablado muy bien de usted, espero que su hospitalidad no sea agobiante, se cuánto le gusta hornear para sus invitados”
“Créame señorita Ib, conozco bien las habilidades de su tía y no me dejará mentir, he sido débil”
Ese fue el principio y el final de nuestra primera conversación.
Te habría hecho feliz
Cuarto acto
Por obra del señor, o quizás mera suerte, la señorita Ib y su padre se vieron obligados a permanecer con nosotros hasta el atardecer, debo confesar que no cabía en mí tanta felicidad, desbordante de entusiasmo me senté en la mesa, justo a un lado de ella.
Mientras las sirvientas traían el pan a la mesa, su padre me interrogó respecto a mis obligaciones en Richmond, respondí sin titubear y con elocuencia, pero me temo que el impacto de mis palabras pudo haber sido mermado debido a los nervios que me provocaba la insistente mirada de la señorita Ib, me prometí a mí mismo en ese mismo instante no hacerme de ideas erróneas, se trataba de una joven cuyos dotes estaban por encima de una duquesa, sus modales en la mesa y la gracia con la que lograba ejecutar el más mínimo movimiento fueron suficiente para enamorarme, pero ello no significaba que yo pudiera causar esa misma impresión en ella.
Finalmente, pasadas las tres, se pusieron en marcha, y mi única oportunidad de tomar su mano la aproveché al despedirme y desearle que tuviera un buen viaje, al mismo tiempo que le rogaba al tiempo un poco más de sí.
Te habría hecho feliz
Quinto acto
Apenas vi al carruaje alejarse, la sensación de que mi pecho se enfriaba me hizo imposible seguir conteniendo mis piernas y me vi obligado a comenzar a correr detrás de ellos, los caballos avanzaban mientras yo me iba quedando atrás, pero me negué a detenerme, sabía que los tíos de la señorita Ib me habían visto perder la compostura, sin embargo, la esperanza de verla durante otro instante me hizo tomar un puñado de flores azules que pensé podría ser una, aunque absurda, buena excusa para ir detrás de una extraña.
Así pues, el cochero se percató de entusiasmo y no dudó en frenar, probablemente por el asombroso coraje y la increíble desesperación que debí mostrar.
Una vez estuve frente a la ventana de la joven, estiré mi mano cuidadosamente para hacerle llegar las flores; su padre, consternado, no pudo hacer otra cosa que ver como su hija desprendía una fresca sonrisa ante un completo extraño.
Admito que ahora, mientras sostengo papel y pluma en el acogedor estudio de sus tíos, yo mismo no puedo creer lo que hice, pero si soy tan sincero como espero, el hecho de que me vieran actuar de la forma en la que lo hice, no me avergüenza, al contrario, peco del profundo deseo de hacer más cosas en su nombre.
Sexto acto
Una vez que los violines inundaron los oídos de los invitados, no dudé en acercarme para saludar a la señorita Ib y pedirle permiso a su padre para que me permitiera un baile con ella, quien nuevamente pareció sorprenderse por mi atrevimiento, para ese punto ya no tenía idea de si me veía como un patán de lo más osado o como un caballero dispuesto a perder la cabeza por su hija, lo que de igual manera sería preocupante para un padre, no quisiera que pensara que no soy capaz de protegerla debido a lo ciego que parezco cuando la tengo en frente, sin embargo, esa noche me sentí en un principio como el más afortunado de los presentes.
Sus movimientos, su mirada, sus pasos, estábamos perfectamente coordinados, recuerdo la sensación de felicidad, esa que parece inalcanzable cuando otro la posee, esa que solo se aprecia en historias y obras de teatro, pero yo la tuve.
Lamentablemente, cuando el reloj marcó las doce, el rey hizo su segundo ademán de la noche y dio a conocer la terrible noticia de que la mujer de quien perdidamente me enamoré pronto le pertenecería a su primogénito.
El padre de Ib desvió la mirada cuando busqué una explicación, pero tal parece ser que mi invitación fue aceptada por lástima y no porque su padre hubiera pensado si quiera en darme una oportunidad.
“No es para ti muchacho”, me dijo dándome una palmada en el hombro antes de retirarse.
El séptimo acto
Con el corazón destrozado, Ib me tocó el hombro y me giré deseando contener mi desgracia, pero creo que no hubiera podido hacer nada para evitar derramar la lágrima que derramé frente a ella.
Ib estiró levente su mano con la intención de acariciar mi rostro, pero estando en público le fue imposible atreverse. La joven apretó sus tiernos labios y contempló los míos de la misma forma en la que yo lo hice, imaginando los dos, como hubiera sido besarnos.
Discretamente, y sin decir una sola palabra ambos nos alejamos del vulgo y llegamos a una habitación vacía, donde pude sentir su piel por debajo de los guantes, y apreciar sus besos.
Al pasar las horas, llegó el momento que los dos temíamos con cada segundo transcurrido y que nos motivó a continuar de la forma en la que lo hicimos.
Una vez que apoyé la mano sobre la puerta, dispuesto a dejarla salir, ella me detuvo, me miró y entre sollozos susurró…
“¿Seguirás amándome como lo haces ahora?, ¿puedes prometerme tener una vida ajena a nuestra felicidad?, ¿serás capaz de quedarte al otro de la habitación sin voltear?”
“Lo prometo”
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