Día 1
Hoy me he despertado escuchando los desafinados cacareos de los gallos del viejo Rugat. Ha sido extraño, pues por un momento he creído que continuábamos en Bonil y que el río había vuelto a crecer, aislándonos una vez más del resto del pueblo y amenazándonos con sus aguas turbulentas y desbordadas. Después me he dado cuenta de que no, de que eran las secuelas ilusorias de más de tres años de vida agreste alejados de la ciudad.
Tras sacarme los gallos de la cabeza con una ducha fría, he puesto la radio y han reiterado lo que llevan días diciendo, que nadie sabe nada. Para confirmarlo, he salido al balcón y me he encontrado a Rafa, en el balcón de enfrente, con medio cuerpo metido entre sus maceteros.
— ¿Alguna novedad, Rafa?
—Ninguna, vecino. Nadie sabe nada.
Por la tarde, he vuelto a escuchar ese ruido extraño en el salón. Es como un borboteo incesante y minúsculo. Como un crepitar de astillas diminutas ardiendo. Una vez más, no he conseguido dar con su origen.
Día 2
Los cacareos han vuelto a acompañarme en el recuerdo mientras abría los ojos a un nuevo día. Y aún a media mañana, seguía escuchando en mi cabeza los gritos de los gallos desquiciados por el aguacero que sorprendía Bonil al menos dos veces por mes. Añoro esa vida, aun a pesar de las repetidas inundaciones que dejaban nuestro humilde terreno en una ínsula incomunicada por varios días tras el temporal. Huimos de la ciudad y a los pocos años tuvimos que huir del rio embravecido. Nos estamos convirtiendo en eternos fugitivos, con la huida como hábito o forma de vida.
Por la tarde, he salido al balcón esperando encontrarme un tropel de niños invadiendo la calle. En su lugar me ha sorprendido un hombre con mascarilla que arrastraba un perro lento. Me ha mirado negando con la cabeza, abriendo los brazos y alzando los hombros. Le he correspondido con el mismo gesto desde el balcón. Se continúa sin que nadie sepa nada, por lo visto.
El ruido misterioso ha vuelto por unos instantes al salón pero ha sido solapado por el sonido del vuelo de una pareja de moscardones que han invadido los aires como avionetas borrachas. He pasado la tarde intentando atraparlos pero ha sido imposible, se congeniaban perfectamente para despistarme y esquivar mis acometidas aprovechando su ventaja aérea. ¡Malditos!
Día 3
Hoy me he despertado sobresaltado preguntándole a Linda si teníamos suficientes provisiones para sobrevivir al aislamiento del río desbordado. Me ha dicho que solo era un sueño y me ha puesto su mano santa sobre la frente, volviéndome a dormir al instante. Al rato me he despertado escuchando el piar matutino de unos pájaros como si estuvieran dentro de la habitación. Al abrir la ventana he descubierto un nido de gorriones a medio construir bajo el alféizar, con las idas y venidas del macho trayendo ramitas cuidadosamente seleccionadas para sus futuros polluelos.
Mientras comíamos, hemos puesto el telediario y han arrancado con la noticia de que nadie sabe nada. Menuda novedad. A media comida, mientras masticaba parsimoniosamente la ventresca de atún, me he notado entre los dientes una dureza como de piedra que no correspondía con la textura suave del filete. Lo he separado del resto del alimento con la lengua y he sacado una pequeña caracola de mar de color violáceo del tamaño de un garbanzo. Con el siguiente bocado me ha pasado lo mismo, sacando esta vez una pequeña almeja del tamaño de un botón. Extrañado, me he puesto a hurgar en el filete y he comenzado a sacar restos marinos diminutos como si aquel atún fuera un mar entero en sí mismo.
Por la tarde ha vuelto el ruido misterioso en el salón, esta vez como un murmullo continuo de vajilla tintineante. He acercado la oreja a la pared y me he temido lo peor. Al salir al balcón, Rafa me ha confirmado mis sospechas:
—Termitas.
Día 4
Hoy me he despertado escuchando un escándalo de motores y mangueras en la calle. He salido al balcón y he visto la camioneta de la brigada de fumigación limpiando las aceras. Les he preguntado a golpe de voz si sabían algo de algo. Me han dicho que no, que ellos cumplen órdenes.
Al subir a limpiar la buhardilla, me he encontrado con que la hiedra trepadora de la terraza se había colado por los huecos de la ventana ganando espacio por las paredes dentro del desván, en una invasión sigilosa e inquietante. Algo está pasando, le he dicho a Linda. Me ha contestado con su plausible capacidad de aceptar como normales hasta los acontecimientos más inverosímiles.
—La naturaleza nos reclama —ha dicho con su mágico optimismo.
Día 5
Un trasiego de muebles arrastrados y golpes de botas de cuartel me han hecho saltar de la cama pensando que el río estaba volviendo a crecer y amenazaba con inundarnos.
He abierto la puerta del dormitorio y me he encontrado unos vapores químicos y pestilentes que lo inundaban todo. Entre la bruma ha aparecido un hombre cargado con un pulverizador y envuelto en una escafandra blanca de la cabeza a los pies, gritándome que si era un insensato, que qué estaba haciendo intentando salir de la habitación, que la casa rebosaba de termitas que estaban comiéndose por dentro las paredes y las columnas, deshaciendo con sus mandíbulas quisquillosas los cimientos de la civilización, que aquello era una guerra sin cuartel que solo ganaríamos manteniendo la calma. Que por favor volviera a la habitación y me confinara hasta nuevas órdenes.
Pasmado, he cerrado la puerta y me he sentado sobre la cama. La sonrisa esclarecedora de Linda me ha devuelto al mundo. Efectivamente, la naturaleza nos estaba queriendo decir algo.
—Quizá sea la hora de volver a huir a la montaña —le he dicho.
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