Cuenta la historia que hace miles y miles de años una mujer vivía en una pequeña cueva alejada del resto de las personas que aquella aldea habitaban. Sin embargo nunca se hallaba en soledad, ya que junto a ella se encontraban gran cantidad de animales de todo tipo.
En la madrugada cantaban los Vanellus Chilensis, a quien hoy comocemos como los «teros» quienes intentaban, a su manera, de hacerla sentir acompañada. Poco antes del amanecer se oían fuertemente los gallos, como avisándole que pronto había que comenzar a ordeñar las vacas, pues la mujer había notado que con aquella secreción blanquecina podía alimentarse. Las mismas permanecían muy tranquilas durante el proceso, ya que ella lo realizaba con mucho cuidado, y entre caricias y abrazos, luego las alimentaba con el delicioso maíz que ella misma, con tanto amor cultivaba.
Al amanecer la muchacha esperaba con ansias el canto de los gorriones, que le traían una alegría inmensa.
Una hembra canina la acompañaba fielmente en todas sus tareas y, con sus ladridos, hacía notar su presencia en todas partes y, cada tanto, tras ella corrían vigorosamente una manada de cachorros y cachorras buscando la oportunidad de que la flamante madre tome un descanso para poder amamantarse y continuar el ajetreado día.
No todo era felicidad en aquel momento para la protagonista de la historia, pues la mente comenzaba a hacer estragos en las personas desde aquellos tiempos remotos.
Por las tardes, sentada en una roca en lo alto observaba todo lo maravilloso que la rodeaba: el cielo azulado, que más tarde se tornaba de un color rojizo; esos atardeceres donde cruzaban la luna y el sol. El sonido de una cascada a lo lejos, que le proveía del agua fresca que podía beber en cantidad. Los árboles, los frutos que la alimentaban, los animales… Pero aún así, por esas horas una sensación de insatisfacción la invadía. De ahí surgió lo que hoy llamamos «meditación.» La muchacha pasaba largos ratos en aquella roca, contemplando el paisaje, prestando atención, sin entender mucho, a su respiración; sintiéndose presente… Y, cuando esto no alcanzaba caminaba por las montañas hasta un valle, para observar al animal que, de todos, era el que más la ayudaba a encontrar su paz interior: el caballo. Miraba con atención con mucha frecuencia a una manada de caballos salvajes, hasta que un día, un potro que de a poco empezaba a alejarse de su madre la encontró reposando entre unos arbustos. Desde ese momento comenzó a olfatearla, a empujarla con el hocico como pidiéndole una caricia.
El desarrollo de este vínculo, por supuesto, llevó bastante tiempo; pero la conexión siempre fue muy evidente, tanto que un mediodía regresaron juntos hasta la entrada de la cueva; en ese momento la muchacha supo que estaría completa hasta el final de sus días… En él vio reflejadas su propia nobleza y fortaleza.
A la historia la transmitieron de generación en generación, ya que lo más llamativo de ella es que, quien por primera vez la relata era un hombre que, mientras caminaba en dirección al sur buscando un nuevo destino, encontró a la mujer y al caballo, ancianos, que yacían ya sin vida, pero con una expresión de mágica tranquilidad, como durmiendo entre las flores, esperando a que sus almas vuelen juntas y se encuentren nuevamente en otra vida, quién sabe dónde…
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