Ese dentista hizo todo al revés. Estoy segura. Yo les dije a mis padres que no quería frenillos; me iban a doler, incomodar y mis dientes empeorarían. Pero los adultos se hacen los sordos cuando una niña les habla. Dicho y hecho. La última vez que me cepillé los dientes, ya no sabía dónde se hallaban mis muelas, mis paletas funcionaban como colmillos y mis colmillos estaban todos arriba, al fondo a la derecha. Parecía el monstruo de un cuento de terror. No importa lo que me diga mi madre, mañana en la mañana, iré a ver a ese maniático dentista a pegarle un puntete donde más le duele.
Mi madre no quiso que fuera sola. Me llevó en auto hasta la clínica. Saliendo del estacionamiento, la gente me humillaba. Sabían que tenía los dientes horribles y me decían “a ver esa sonrisa, princesita”; yo les levantaba el dedo del medio y se les quitaba la cara de tontos. No dije ni una palabra en todo el camino. Y no solo porque no quería mostrar mi problema, sino que era tanta la rabia que, si ha de abrir la boca, sería únicamente para gritar. Sentía cómo uno de mis dientes se levantaba de su lugar, caminaba con mucha calma hasta el otro extremo, platicaba con otro diente y se intercambiaban de lugar. Yo, mientras tanto, los castigaba con mi lengua.
–Hijita, tendremos que esperar un poco. Se ve que el dentista está muy ocupado hoy.
«No me importa si debía esperar un día entero para matar a ese desgraciado» pensé.
Frente mío, en la sala de espera, vi sentado a un niño de mi edad que me sonreía. También tenía frenillos, rojos, iguales a los míos. Sus dientes parecían tener una especie de fiesta, donde un grupo bailaba break dance, y el otro estaba armando una pelea. Yo le devolví la sonrisa y se puso pálido (¡¿Qué habrá visto?!) Lo único que sentía en mi boca era calor y mis dientes haciendo una ronda, al ritmo de un tambor.
Dijeron mi nombre y partí como endemoniada. Apretaba mis manos, imaginando que tenía el cuello del doctor en ellas. Cuando entré e intenté golpearlo, él no hizo más que alejarme con la mano y reírse.
–¿Por qué todos los niños entran así de violentos hoy?
–¿Será porque nos arruinaste la vida? Mis dientes están horribles. Mira.
–Vaya que están desordenados. ¿Por qué será? ¡Ah, ya veo el problema! Siéntate, por favor, pequeña.
¡Ay, señor, de nuevo el dolor! Ese horrible taladro, la máquina que aplica calor, los alambres. ¡Horror!
Ya terminando, cuando pensé que todo iba de mal en peor, sentí una marcha en mi boca. Mis dientes desfilaban a un ritmo militar. Todos se detuvieron en cierto punto y se sentaron al mismo tiempo. Verifiqué con mi lengua si colmillos y muelas se hallaban en su sitio.
–Listo, señorita, eso pondrá en orden a estos dientes.
–¿Y qué había pasado, doctor?
–Me llegaron una caja de frenillos alborotadores por error.
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