Quinto Sertorio, caudillo de los hispanos

Quinto Sertorio, caudillo de los hispanos

¿Qué mal espíritu tras
sacarnos de un mal nos lleva a otro peor? Nosotros, que no nos
dignábamos permanecer en la patria y cumplir los mandatos de Sila,
el dueño de toda la tierra y el mar, nos hemos apresurado a venir
aquí para vivir como libres y somos esclavos voluntarios, guardianes
del destierro de Sertorio, senador cuyo nombre es objeto de irrisión
de quienes lo oyen, soportando insolencias, mandatos y sufrimientos
no inferiores a los iberos y lusitanos.

Reflexiones de Marco Perpenna,
lugarteniente y asesino de Quinto Sertorio. Libro VI de Vidas
paralelas: Sertorio & Eumenes, de Plutarco.

La Hispania romana siempre
estará ligada a la historia y aventura personal del general de
origen sabino Quinto Sertorio,1
sobrino del relevante dirigente populista Cayo Mario. Él acabó
siendo el caudillo rebelde y audaz que hizo de la península Ibérica
el principal núcleo de la resistencia armada contra la dictadura del
primero de los grandes tiranos de Roma: Lucio Cornelio Sila,2
enemigo de su familia y líder indiscutible de los optimates.

Convertido en caudillo de los
celtíberos y lusitanos, Quinto Sertorio fue el primer romano en
darse cuenta del gran potencial político y militar que podían tener
las provincias dentro del Imperio. No es de extrañar, por tanto, que
haya sido tan mitificado por nuestra historiografía nacional,
haciendo de él un nuevo Viriato o justiciero de la causa de los
indígenas. Cierto que el sabino libró una durísima guerra civil
contra la metrópoli, pero nunca dejó de sentirse un romano, aunque
como militar tuviera el talento de apoyarse en el respaldo y
fidelidad de los pueblos hispanos recién sometidos. Con ellos
combatió fieramente, oponiéndose al régimen de la Dictadura y a
sus enemigos políticos. En especial, a los dos cónsules enviados
por el Senado romano para aplastar su insolencia: primero, el maduro
Quinto Cecilio Metelo y después el joven y prometedor Cneo Pompeyo
Magno, dos patricios que también buscaron la colaboración de los
pueblos peninsulares para salir airosos de esta dura empresa.

A este respecto, durante el
decenio que transcurre desde el 82 al 72 a. C.,
Hispania se transforma en el sangriento escenario de las luchas
civiles entre los itálicos, poniéndose al descubierto tanto la
deficiente romanización de la Península como las grandes
desigualdades sociales, económicas y culturales existentes dentro de
ella. Dominando las más adustas y ulteriores regiones de la Bética,
la Lusitania y la Celtibérica, Sertorio protagoniza los sucesivos
actos con los que se escenifica esta tragedia, que da comienzo con la
llegada de sus enemigos al poder. Obligado a marchar al exilio, pero
negándose a ser una víctima más de las muchas causadas durante la
brutal época represiva de las proscripciones silanas, el general
combatirá la tiranía con el mismo tesón y mano dura con la que
Sila sostiene su ominosa dictadura.3

Desde entonces, el sagaz
estratega y honrado político de la causa popular se convierte en un
proscrito, a la vez que un caudillo providencial para muchos de los
pueblos indígenas. Estos le apodarán el Aníbal
romano
por su
rapidez de movimientos y talento para las batallas, así como por la
vieja cicatriz que, como al cartaginés, le desfigura el rostro,
cegándole su ojo izquierdo. Sus cualidades de estratega concitarán
incluso la admiración del gran Julio César que, sobre todo,
valorará sus capacidades e ingenio militar. Su lucha también
resultará digna de mención para algunos historiadores como Salustio
y el biógrafo Plutarco,4
quienes la narran con mayor objetividad de la que muestran las
diatribas de Tito Livio y el menosprecio de los partidarios de
Pompeyo.

Tal y como nos lo describe
Plutarco: «Sertorio había sido educado como un noble patricio a
cargo de su tío; destacando en la oratoria y la retórica griegas y
latinas, además de en las matemáticas y la geometría…, y por
aquel entonces, todavía era un militar de noble ambición y un
estratega capaz y calculado, además de ser un hombrón cuya
contextura física le confería un temible aspecto de toro. Cosa que
era lamentable, pues le otorgaba una apariencia bovina totalmente
ajena a la potencia y valía de su mente… Como también había
perdido el ojo izquierdo en una escaramuza justo antes del sitio de
Roma, la cicatriz había transformado su agradable rostro en algo
caricaturesco, siendo el lado derecho atractivo, mientras que el
izquierdo exponía impúdicamente la horrible contradicción».

Este texto clásico se nos
antoja hoy como el anticipo de toda su contradictoria existencia,
atrapado entre la admiración, el respeto y el agradecimiento debidos
hacia su tío, pero sintiendo la amarga decepción y el rechazo que
le causa su protector por sus métodos y maneras de obrar. Y lo mismo
al tener que optar entre la tradición más conservadora y los
postulados de la frustrada revolución social que consumen a su
querida patria. Al final, Sertorio será una víctima más,
desbordada por los acontecimientos y sacrificada en el altar de las
funestas consecuencias que conllevan las luchas sangrientas entre las
facciones enfrentadas de populares y optimates, militares y
políticos, patricios y plebeyos, vencedores y vencidos.

Solo que no será una víctima
inocente, y también él se manchará las manos de sangre con el
ejercicio desmesurado y despótico del poder propio. La paradoja es
que fuera proclamado como hostis
publicus
(enemigo
público) de Roma, al tiempo que caudillo insigne por los hispanos.
Pero al modo de un nuevo Viriato, acabó sus días asesinado a
traición por su lugarteniente Marco Perpenna, repitiéndose lo
sucedido con el lusitano 67 años antes. Teniendo en cuenta los
espíritus rebeldes que animaron a estos dos caudillos, quizás les
hubiera gustado saber que, coincidiendo con la desaparición de
Sertorio, Roma tendría que volver a lidiar con otro líder
emblemático: Espartaco. Sin saberlo, aquel tracio, formado como
gladiador en la afamada escuela de Capua, fue quien recogió el
testigo de su rebeldía, iniciando en el 72 a. C.
su desesperada lucha contra la opresión de los esclavos.

Tras quince años de crueles
reyertas por conseguir el poder del Estado y una cruenta guerra civil
de por medio, los conservadores u optimates, deseosos de volver a la
República del pasado restableciendo el gobierno exclusivo de la
aristocracia y la autoridad del Senado,5
habían ganado la partida que los mantuvo por tanto tiempo
enfrentados al partido de los populares o demócratas, al modo de las
polis griegas. Estos políticos, aunque también pertenecían a las
capas más altas de la sociedad, defendían la necesidad de los
cambios y la causa de los plebeyos, sintiéndose los continuadores de
las reformas sociales iniciadas tras las revueltas propiciadas por
los famosos hermanos Tiberio y Cayo Sempronio Graco.6

No sin grandes dosis de
demagogia, los populares se habían mostrado partidarios de la
instauración en la República de una democracia al estilo de las
polis griegas, limitando el poder senatorial en tiempo y forma,
además de procurar el reparto de tierras entre las clases medias.
Sus propuestas también querían fortalecer el papel de los tribunos
de la plebe,7
la ampliación del derecho a la ciudadanía romana para los pueblos
sometidos, y muchas otras reformas económicas con las que intentaban
ganarse el respaldo de las clases modestas y su seguro acceso al
poder.

El líder incuestionable de
los populares era el mencionado general y senador de la República
Cayo Mario (156-86 a. C.),
un político de origen modesto nacido en la pequeña localidad de
Arpinum (al sur de Roma), que había conseguido llegar a la cumbre
del poder por méritos propios. Mario había realizado una brillante
carrera militar desde que, con 22 años, se alistara en el ejército
consular de Escipión Emiliano que iba a combatir en Hispania
participando en el asedio y capitulación de Numantia (Numancia).
Durante aquella campaña, el joven fue ascendido a oficial y pudo
entablar amistad con el príncipe Yugurta, por entonces aliado de los
romanos y jefe de la caballería númida. De regreso a la metrópoli,
inició su carrera política presentándose a los comicios para
tribuno de la plebe en los que resultó elegido.

Algún tiempo después, fue
nombrado pretor y enviado de nuevo a Hispania, con el mandato de
librarla de «los bandidos» que seguían asolando las tierras de
muchos colonos. Aunque durante su permanencia en la Península
consiguió amasar una fortuna, permaneció estancado en este destino
durante demasiado tiempo, por lo que no pudo optar a su ansiado
consulado tan pronto como a él le hubiera gustado. Pero concluida su
misión y de vuelta a Roma, el enriquecido y maduro general (46
años), logró casarse con la joven Julia, hija del senador Cayo
Julio César y tía de un jovencísimo Julio César, por lo que su
ascensión a la privilegiada clase social de los patricios resultó
inevitable.

Gracias a su matrimonio, pudo
por fin conseguir su primer consulado, y al declararse la guerra
contra su amigo Yugurta, convertido en rey de Numidia, Mario formó
parte del estado mayor del ejército de Quinto Cecilio Metelo,
apodado el Numídico por esta campaña, y al que acabó sustituyendo
en el mando por la ineficacia de este, enredado durante un lustro
(111-106 a. C.) en aquella interminable contienda. Impaciente por el
lento curso de esta, Mario viajó a la metrópoli para recabar
apoyos, de donde regresó con el mando consular y la orden de relevar
a Metelo. Contando a partir de entonces con toda su iniciativa, el
ejército romano pasó a la acción, logrando vencer por fin a la
aguerrida caballería númida y apresar a su soberano. Por cierto,
que el oficial que consigue privar a Yugurta de sus apoyos en
Tingitania (Mauritania), incluyendo a su aliado el rey Boco I, es uno
de los milites más destacados del general: su joven legado Lucio
Cornelio Sila.

Sila logró el apoyo de Boco I
y la captura de Yugurta, quien fue enviado a Roma cargado de cadenas
y ejecutado (104 a. C.).
El joven legado pertenecía a una ilustre familia venida a menos por
la indolencia de sus antepasados; pero gozaba de una presencia
formidable y era un hombre cultivado, buen conocedor de las letras
griegas y latinas. Según le describe Cayo Salustio Crispo, autor de
La guerra de
Yugurta:
«Estaba
animado de un espíritu ambicioso y ávido de placeres; pero más
ávido aún de gloria… Se daba a la disipación en los momentos de
ocio; pero nunca los deleites le hicieron desatender sus deberes.
Elocuente, sagaz, siempre dispuesto a hacer amigos, con una capacidad
increíble para disimular, espléndido en muchas cosas, pero sobre
todo con el dinero…, su suerte nunca estuvo por encima de su genio
y muchos dudaban si era más valiente o más afortunado».

Tras el regreso triunfal de
Cayo Mario a Roma, con un Senado volcado en la celebración de su
victoria y deseoso de otorgarle los mayores honores a su persona, el
cónsul alcanzó el cénit de su poder. Tal fue así que, durante
cinco años seguidos, los senadores le renovaron su mandato consular,
un hecho hasta entonces inédito. Durante ese lustro, Mario aprovechó
su prestigio para erigirse en líder indiscutido de la facción de
los populares, al tiempo que combatía con éxito a los invasores
cimbrios y teutones que asolaban el norte de la península Itálica.
En esta campaña, Sila volverá a luchar bajo sus órdenes, teniendo
a su vez como subordinado a un joven y valeroso Quinto Sertorio. Será
por una presunta falta de reconocimiento de Cayo Mario a los méritos
de Sila que dé comienzo la profunda animadversión que se suscitará
entre ellos. «Por
circunstancias tan nimias y pueriles ─nos relata Plutarco─ se
fundamentó el odio entre ambos, que luego condujo a los desmanes de
la Guerra Civil y después a la tiranía y perversión de todo el
Estado».

Más adelante, el general
volverá a paladear el dulce sabor de la victoria durante la Guerra
Social que enfrentó a Roma con sus aliados itálicos (91 a. C.),
injustamente maltratados por la República. Este conflicto también
proporcionó a Sila su propia parcela de gloria, permitiéndole
comenzar su irresistible ascensión política, multiplicando, eso sí,
sus desavenencias con el líder de la causa popular. Al final, Mario
acabará convirtiéndose en un viejo demagogo que se cree el «hijo
predilecto de Roma», tal y como asegura uno de sus muchos títulos.
Convencido, además, de la necesidad de abordar las reformas
populares y establecer un ejército profesional costeado por el
Estado, en donde manden los generales en lugar del Senado, su
ambición e intereses políticos le acabarán enfrentando con los
optimates.

Estos patricios son devotos
del poder del Senado y temen perder el control de las legiones, por
lo que se oponen abiertamente a las reformas marianistas. Pero en
lugar de tratar de llegar a un acuerdo, o apaciguar los recelos de la
Cámara, el dirigente popular cometerá el error de instaurar un
gobierno autocrático y despótico, repartiéndose el poder junto con
el ambicioso cónsul y miembro destacado de su partido: Lucio
Cornelio Cinna, quien se comportará como un gobernante cruel y
despótico. Algunos autores destacan que el ataque de apoplejía que
Cayo Mario sufrió dos años antes de su muerte, quizá no le dejó
pensar con claridad, o bien que su decidida oposición a Sila le hizo
cometer el error de llevar a cabo la más denostada acción que podía
imaginar cualquier romano: el asalto a Roma con las legiones.

Todo se precipitó cuando,
aprovechando la ausencia de su rival, quien había tenido que partir
de la ciudad para combatir en Grecia y Asia Menor a las tropas del
poderoso Mitrídates VI, rey del Ponto, Mario y Cinna deciden dar un
golpe de Estado (87 a. C.)
para repartirse el poder. Tras el fallecimiento del primero un año
después, Cinna figura como el máximo responsable de los oprobios y
abusos de todo tipo que serán conocidos con el lacónico Cinnanum
tempus
(87-84 a.
C.).
Durante aquel régimen, los demócratas o populares encarcelaron y
persiguieron a los conservadores u optimates sin descanso, terminando
muchos de ellos engullidos por las aguas del Tíber, o con sus
cabezas cortadas y expuestas como escarmiento en las escalinatas del
Foro Capitolino.

Irritado por esta política
tan vengativa y de cortas miras, el joven Sertorio, que había
participado en el asalto a la metrópoli al mando de una de las
cuatro legiones fieles a los populares, permanece acampado con sus
fuerzas fuera de la ciudad. Pese a haber resultado herido perdiendo
un ojo, se niega a tomar represalias y prohíbe a sus hombres que
participen en todas estas brutalidades, mostrándose desde el
principio contrario a las torturas y ejecuciones de los opositores.
Pero los desórdenes son tan graves, que decide ordenar el
apresamiento y castigo de los responsables de aquellas atrocidades,
consentidas por los políticos marianistas, incluido su admirado tío.

Suerte que al final Mario y
Cinna dieron marcha atrás, y ambos respaldaron la iniciativa de
Sertorio en pro de restablecer el orden en las calles y terminar con
los asesinatos y ajustes de cuentas. Todos estos sucesos precipitaron
el apresurado regreso de Sila, quien, tras pactar la paz con
Mitrídates desembarcó en Brundisium (Bríndisi) al mando de los
40.000 hombres con los que había realizado su exitosa campaña.
Comenzaba así la durísima Guerra Civil que transcurre desde el 669
al 671 del calendario romano (84-82 a. C.),
y en la que todos los populares acabarían muertos, ajusticiados,
huidos, o exiliados.

Tras la desaparición de Cayo
Mario, el posterior asesinato de Cinna a manos de sus propios
oficiales y el regreso de Sila, la causa popular quedó sentenciada.
Un año antes de estos sucesos, y de la rotunda victoria de Sila
sobre el joven Cayo Mario8
a las mismas puertas de Roma (1 de noviembre 82 a. C.),
Quinto Sertorio había vuelto a Hispania para ejercer como pretor de
la Citerior. La región comprendía todas las tierras peninsulares
más próximas a Roma: es decir, el valle del Hiberus (Ebro) y buena
parte de la costa mediterránea, con su capital en la marítima y
magnífica Tarraco (Tarragona).

Con 39 años y nombrado para
el cargo por Cneo Papirio Carbón,9
destacado miembro del régimen de su tío, el sabino contaba sin duda
con la experiencia necesaria y el conocimiento del país adquirido en
su juventud. De ahí que, en poco tiempo, consiga poner fin a las
revueltas contra las autoridades coloniales que tenían lugar, así
como ganarse el respeto de aquellas gentes y una gran popularidad
entre ellas. Gracias también, a su política de disminución de los
tributos, supresión de la obligación de alojar a los legionarios en
las poblaciones y el acierto de emprender algunas reformas agrarias
con las que mejoró las condiciones de vida de muchas tribus. Unas
sabias medidas con las que trató de dignificar la dura existencia
que se vivía en la colonizada Península.

Para su desgracia, con el
cambio de régimen, Sertorio fue relevado de su empleo y sustituido
por Lucio Valerio Flaco, pasando a engrosar con su nombre las listas
de los oficialmente proscritos. Pese a su inicial resistencia, el
ejército del nuevo gobernador, compuesto por veinte mil efectivos,
derrotó pronto a sus partidarios que hasta entonces se hacían valer
al mando de su lugarteniente y hombre de confianza: Livio Salinator,
a quien el sabino le había encargado la custodia de los estratégicos
pasos de los Pirineus (Pirineos). Al morir este asesinado a traición,
Sertorio no tuvo más opción que huir de forma precipitada
embarcándose en la populosa Carthago Nova (Cartagena) con los cerca
de tres mil hombres que permanecían fieles al sacramentum
que le habían
prestado. La mayoría de ellos eran soldados veteranos que vivían
como colonos en Hispania y a los que Sertorio supo ganar para su
causa. Recordemos que el sacramentum
era un juramento militar de fidelidad, propio de las legiones y
reservado para el general al mando de ellas. Dicho compromiso le
otorgaba un vínculo especial con sus hombres, que le dieron el
paludamentum
(la capa púrpura) con la que le distinguieron desde entonces.

De tumbo en tumbo, como si
fueran piratas a la deriva, la flotilla de los proscritos deambuló
por las costas mediterráneas sobreviviendo a base de razias y
rapiñas. Llegaron incluso a saquear a conciencia las dos pequeñas
islas que los griegos llamaban Pytiusas (Ibiza y Formentera),
colaborando durante unos meses en las incursiones y asaltos a las
poblaciones costeras que llevaban a cabo las naves de los piratas
cilicios. Estos navegantes procedían de las ciudades costeras de la
antigua región de Cilicia, situada al sur de la península de
Anatolia, y con sus naves pirateaban por todas sus costas, hasta que
Pompeyo los venció y conquistó su territorio (67 a. C.).

Más tarde, Sertorio y sus
hombres se deciden a cruzar las columnas de Hércules (Estrecho de
Gibraltar) y toman contacto con las gentes de la vieja y marítima
Gades (Cádiz), quienes conservan un alto grado de autonomía
respecto a los romanos. Los indígenas les acogen algo atemorizados,
pero a cambio les ofrecen la posibilidad de huir de sus enemigos y
vivir en paz y libertad, haciéndose los amos de unas remotas islas
que ellos conocen por sus incursiones pesqueras y adonde pueden
guiarlos.

Las que los pescadores de
estas tierras llaman Afortunadas (Canarias)10
desde los tiempos de los cartagineses, se encuentran navegando hacia
el Suroeste en mar abierto, a poca distancia de las costas
continentales de Tingitania y, según ellos, están escasamente
pobladas por tribus negroides y pacíficas. Sertorio no ve ninguna
maldad en estas humildes gentes y dando crédito a sus historias,
decide embarcarse de nuevo y tratar de buscar un refugio seguro para
todos los que quieran seguirlo
en esta nueva aventura. Solo que el general tiene que renunciar a
esta empresa nada más hacer su primera escala para avituallar sus
naves en las costas tingitanas, porque en lugar de encontrar socorro,
tal y como esperaba, le hacen la guerra los aliados de Roma.

Por fortuna, sus reducidas
pero disciplinadas tropas consiguen vencer a las huestes del rey
Ascalis (hijo y sucesor de Boco I) que habían salido a su encuentro
y, a continuación, se enfrentan con éxito a la guarnición del
pretor Pacciano, que Sila había enviado en apoyo de su monarca
títere. En represalia, Sertorio tomó y saqueó a conciencia la
ciudad de Tingis (Tánger), la capital de aquel reino. La antigua
factoría púnica se había convertido en una floreciente aliada de
Roma y los sertorianos pudieron resarcirse de sus pérdidas,
enrolando en su pequeño ejército a muchos de los tingitanos y
legionarios vencidos, a los que el caudillo seducirá con parte del
botín obtenido. A partir de entonces la suerte le sonríe y su
nombre corre de boca en boca por los pueblos ribereños de aquellas
aguas. Y tanto le precede su fama, nos cuenta Plutarco: «que
mientras deliberaba qué hacer y adónde dirigirse, los lusitanos le
llamaron, enviándole embajadores para ofrecerle el mando de todos
ellos, porque necesitaban un general de gran prestigio y con
experiencia ante su temor a los romanos».

Sertorio no lo duda y, de
acuerdo con sus más fieles oficiales marianistas, en la primavera
del 80 a. C.
abandona Tingis al mando de la dispar flotilla en la que ha embarcado
a su pequeño ejército expedicionario, constituido por unos 2.600
legionarios y cerca de 700 tingitanos. De regreso a las costas
peninsulares del golfo de Gades, tiene que enfrentarse a la escuadra
de birremes11
romanas que le cortan el paso, pero logra derrotarlas y desembarcar
sin mayores dificultades en la pequeña localidad de Baelo,12
famosa por la elaboración del garum
de pescado y cercana al Portus Albus (Algeciras), en donde ya le
aguardan los más de cinco mil guerreros lusitanos dispuestos a
combatir a sus órdenes.

Esperanzado por aquella
primera oportunidad que se le brinda, el sabino elabora un plan de
actuación política y militar muy pormenorizado. Su primer objetivo
es el de incrementar sus fuerzas poco a poco, ganándose el favor de
las poblaciones indígenas y acosando a las guarniciones romanas con
acertados golpes de mano y emboscadas, que aprovechan tanto el
difícil terreno de la Bética como el elemento sorpresa. Obtiene así
sus primeras victorias, ocupando la pequeña población turdetana de
Illipula (Huelva), antes de enfrentarse al grueso del ejército del
propretor Aurelio Cotta, quien tenía orden de capturarle vivo. Tras
vencerle y conseguir así cruzar el Betis, arremete de nuevo contra
las tropas del gobernador de la Ulterior Lucio Fudidio, quien pese a
tener a sus órdenes unos seis mil jinetes y más de dos mil arqueros
y honderos mercenarios, también cayó derrotado.

La Bética y la Lusitania
fronterizas con el océano son tierras salvajes, poblabas por tribus
indígenas que ya están acostumbradas a guerrear contra las
guarniciones romanas. Siempre levantiscos ante las tropas foráneas,
aquellos turdetanos y lusitanos piensan que Sertorio es la
reencarnación de su memorable caudillo Viriato, lo que le sirve al
sabino para despertar en ellos las ansias de libertad necesarias para
alimentar su rebelión.

Empleándose a conciencia en
el entrenamiento militar de todos aquellos guerreros, el general
prosigue con rapidez la conquista de la Ulterior, incluidas las ya
florecientes colonias de Híspalis (Sevilla), Carmo (Carmona) y
Corduba (Córdoba), las tres en el curso bajo y medio del río Betis
y, más adelante, Ebora (Évora) y Olissipo (Lisboa), en tierras de
la Lusitania. Esta última había crecido mucho desde los primeros
asentamientos púnicos, aprovechando su fantástica ubicación a
orillas del gran estuario del Tagus (Tajo) y la protección que le
otorgan, lo mismo que a Roma, sus siete colinas. La toma de este gran
enclave portuario es una señal evidente de la incipiente fortaleza
de las tropas sertorianas, formadas en su mayoría por guerreros del
país que combaten al mando de oficiales y centuriones latinos.

Pese a no disponer aún de
ningún ejército numeroso, Sertorio resulta ser un caudillo valeroso
y muy capaz, conduciéndose con sus aliados indígenas como el duro y
recio militar que es. No en balde se había formado combatiendo desde
muy joven contra los cimbrios y teutones bajo las órdenes de su tío
Cayo Mario, y después durante siete años participó en las crueles
campañas coloniales que llevaron a cabo las legiones del cónsul
Tito Didio,13
peleando en Hispania contra arévacos, vacceos o los mismos lusitanos
que ahora le aclaman como jefe. Dotado de la necesaria intuición
para darse cuenta de las grandes posibilidades que le ofrecen estos
descontentos guerreros, el general multiplica su fuerza aliándose
con los bravos hispanos. Lo hace a través de sus pactos personales
con los caudillos, reyezuelos y aristócratas locales, con la
esperanza de poder influir en la marcha de la República. Y aunque en
este empeño se le irá la vida, tratando de orquestar su pertinaz
resistencia al despótico gobierno de Sila, jamás conseguirá
regresar a la Roma de sus desvelos.

Ignorante del trágico final
que le aguarda, pero decidido a hacerse valer, Sertorio conseguirá
durante los tres años siguientes a su desembarco en Baelo, cosechar
una tras otra las victorias que le ofrecen en bandeja de plata las
sucesivas legiones que Sila le envía, oponiéndose, siempre con
éxito, a cuantos generales tratan de acabar con él. A menudo engaña
a sus enemigos con las mismas tácticas del acoso y las emboscadas
que aprendió de los indígenas, hasta que muy soliviantado el
dictador por la suma de tantos fracasos, nombra procónsul de la
maltrecha Ulterior al ilustre y veterano general: Quinto Cecilio
Metelo,14
primo de su mujer Cecilia Metela Dalmática y, en teoría, un rival
de su talla.

Pero el sabino no se arredra
y, frente a las pesadas tropas de Metelo, actúa desplegando todo su
talento estratégico. Conocedor del terreno que pisa, ataca de
improviso y cuando menos se le espera, retirándose a las escarpadas
sierras tras diezmar y desbandar al enemigo. Maniatado ante tanta
exhibición de audacia, el enviado de Sila juzga que lo más sencillo
es rendir por hambre y sed a las poblaciones que le sirven
suministros. Su primer ensayo lo realiza sitiando la pequeña
localidad de Langobriga (en algún lugar del Alentejo portugués)
que, al parecer, contaba con un solo pozo de agua dulce. El caudillo
no tardó en acudir en auxilio de su aliada, apareciendo de repente y
facilitando a los defensores algunas cabezas de ganado y hasta dos
mil odres de agua, rescatando además a sus mujeres e hijos del
cerco. Tras este primer revés, pasaron los días y los romanos
acabaron por consumir sus propias provisiones, teniendo que buscar
nuevos recursos. Unos seis mil legionarios partieron en busca de agua
y alimentos encaminándose al cauce del Tagus. Allí los esperaban,
emboscadas, las cohortes rebeldes que causaron su total exterminio.

Gracias a ello, Sertorio
mantuvo a raya al viejo Metelo durante dos años seguidos,
obligándole a permanecer replegado en su seguro refugio de
Metellinum (Medellín), el campamento legionario que había ordenado
levantar sobre un promontorio a orillas del río Anas (Guadiana). La
necesidad de controlar sus márgenes, paso obligado de la ruta de los
metales y frontera natural de la Lusitania, sumada a la existencia en
aquel lugar de una caza y pesca muy abundantes, con las que esperaba
poder abastecer a sus diezmadas y empobrecidas tropas, le decidieron
a establecerse en aquel lugar, puesto que, pese a todos sus
esfuerzos, tampoco había conseguido ocupar ninguna población de
importancia. Por su parte, los rebeldes contaban a su vez con el
refuerzo de la temida caballería vaccea, procedente de muchas
ciudades de la Meseta comprometidas con su causa, obligando así a
los consulares a permanecer inactivos y rodeados de enemigos.

El éxito también acompaña
al más brillante de los lugartenientes sertorianos, el legado romano
Lucio Hirtuleyo (o Istuleyo), un curtido militar que logra vencer,
contra todo pronóstico, al numeroso ejército del gobernador de la
Citerior Cneo Domicio Calvino. El general acudía en ayuda de Metelo
bajando por el curso del Tagus, e Hirtuleyo le aguardó emboscado
cerca de Consabura (Consuegra), esquilmando a la mayoría de aquellas
tropas. Luego se desplazó con sus fuerzas hacia el nordeste,
atravesando el Hiberus y consiguiendo llegar hasta las proximidades
de la agrícola y fértil Ilerda (Lérida), sin encontrar apenas
resistencia. Campeando por aquellas tierras de la tarraconense, logró
imponerse a las veteranas fuerzas del procónsul Lucio Manlio, quien
había sido enviado por Sila como último recurso, y que acudió a su
encuentro viajando a marchas forzadas desde la lejana Galia
Narbonense.

Las noticias sobre los
triunfos militares del caudillo rebelde pronto trascienden las
fronteras peninsulares, y llegan hasta Roma causando gran sorpresa
además de una honda preocupación. Lo cierto es que, a lo largo de
aquella desafortunada campaña, las legiones consulares han
retrocedido en casi todos los frentes, dejando en manos de los
sertorianos regiones enteras como la Lusitania o la Bética, en las
que ya no queda un solo mandatario fiel a las órdenes de la
República.

Para colmo de males, a estas
alturas muchos colonos romanos de la Ulterior se han pasado al bando
popular, apoyando sin reservas la causa de Sertorio y renegando de
las directrices del gobierno de Sila. Será entonces cuando según el
afamado Frontino: «El
caudillo se presentó ante sus soldados lusitanos acompañado de una
cierva blanca, a la que estos atribuían el don de la profecía,
prometiéndoles mayores triunfos si permanecen fieles a su autoridad
y su persona…, obteniendo de aquellos recios guerreros y pastores
una devotio personal de por vida».
15

Lo más probable, es que a
Sertorio no le pasara desapercibida la oportunidad que significaba el
regalo de una cierva blanca, que le fue ofrecida por un pastor
indígena. Conociendo lo supersticiosos que podían ser los
lusitanos, tal y como se correspondía con sus creencias celtas, él
sabía que aquellos hombres mantenían una profunda relación
simbólica con los animales del bosque, y la cierva era un elemento
ancestral de su cultura que siempre les presagiaba los mejores
augurios. Por eso se avino a respetar sus tradiciones y, con astucia,
espoleó el rencor que estas tribus sentían respecto a los romanos.

Mientras tanto, los senadores
no se explican la causa de tantas derrotas, y siguen despreciando la
valía del caudillo como estratega ignorando los frutos de su
política de pactos con los naturales del país. Su éxito también
se cimenta en utilizar a su favor todos los recursos que le ofrecen
estas montañosas y boscosas tierras, sin contar que predica a sus
hombres con el ejemplo, compartiendo con ellos el rancho y la dura
vida de los campamentos, sin procurarse comodidades ni lujos
innecesarios. Es un militar que confía y transmite confianza a sus
tropas, mostrándole sus oficiales respeto y admiración por sus
grandes capacidades en la conducción de la guerra. El general posee
además una incipiente leyenda de comandante invicto, y se muestra
muy seguro de los pactos que ha ido enhebrando con cada uno de los
caudillos peninsulares. Y por si todo ello fuera poco, la suerte le
sonríe, al tiempo que la confusión se instala en Roma tras la
voluntaria renuncia de Sila al poder. Plutarco nos sugiere que Sila
conocía de antemano la cercanía de su propio final, como
consecuencia de la enfermedad que según la describe, podría haber
sido algún tipo de cáncer intestinal. Las palabras que Salustio
pone en boca de Sila, advirtiendo que su vida está pronta a
extinguirse por la enfermedad, también avalan esta tesis, y podrían
justificar su retiro y conocida entrega a todos los excesos.

Durante el régimen de la
Dictadura, el Senado casi había doblado el número de sus miembros
(alrededor de 600), contribuyendo por ello a la lentitud en la toma
de decisiones respecto a qué hacer con Sertorio. No será hasta unos
años después, con la llegada al poder del joven Cneo Pompeyo Magno,
yerno de Sila, cuando los senadores tomen por fin la iniciativa,
pasando a la ofensiva contra aquellos denostados rebeldes que tanto
les humillan y ponen en solfa su autoridad, a la vez que permanecen a
salvo y bien atrincherados en la bárbara Hispania.

Un año después de la muerte
de Sila, Sertorio deja en manos de Hirtuleyo el gobierno de la
Lusitania y marcha con su ejército, medio romano y medio indígena,
hasta alcanzar de nuevo las fronteras de la Citerior. Su propósito
es ganar el control del fértil valle medio del Hiberus, que recorre
en sentido ascendente con dirección a la estratégica localidad de
Vareia (Logroño), ciudad que domina la región de las tribus
beronas. De camino, va pactando o sometiendo por la fuerza a cuantas
poblaciones celtíberas encuentra a su paso. Como algunas de ellas
peleaban en contra de los vascones, un pueblo seminómada, que se
había aliado con los consulares en su pugna por el control de las
tierras más prósperas, el general les promete su ayuda,
suscribiendo así tratados de amistad con algunas ciudades. La
populosa Calagurris Nassica16
será una de ellas, mostrándose muy agradecida por su apoyo para
desembarazarse de la presión que padece por parte de las tribus
vasconas.17

Porque el general no tuvo la
misma suerte ni acogida en otras plazas celtibéricas que como Bursao
(Borja), Cascantum (Cascante), Graccurris (Alfaro) y Contrebia
Leucade (Aguilar del Río Alhama),18
preferían seguir siendo leales a Roma o bien permanecer neutrales.
Aquellas gentes se mostraron desde el principio recelosas con su
causa, e incluso vieron una oportunidad de conseguir una mayor
independencia respecto a las legiones gracias a estas querellas
civiles entre los itálicos.

Pero el caudillo no quiso
respetar su neutralidad y las castigó con dureza, derruyendo sus
murallas, devastando sus campos y acabando con sus ganados y
cosechas. Tito Livio describe con detalle alguno de los episodios de
esta sucia campaña, explicando cómo los rebeldes tomaron la
población de Contrebia para dar un escarmiento: «Estando Sertorio
de guardia, fue levantada otra torre de asedio en el mismo lugar y,
al amanecer, su presencia dejó sorprendidos a los enemigos. Al mismo
tiempo, también la torre de la ciudad, que había constituido su
mejor baluarte defensivo, comenzó a cuartearse con grietas enormes
después de ser minada su base y a continuación atacada por el
fuego. Los contrebienses, aterrados por el miedo al incendio a la vez
que, al derrumbe, se retiraron del muro huyendo despavoridos, y la
población en masa pidió a gritos que se enviaran parlamentarios
para entregarle la plaza.

» El mismo coraje que lo
había encolerizado como atacante lo hizo más aplacable como
vencedor. Aparte de tomar rehenes, exigió una módica cantidad de
monedas y requisó todas las armas. Ordenó luego que le fueran
entregados vivos los desertores de condición libre y mandó que los
propios habitantes de la plaza dieran muerte a los esclavos
fugitivos, cuyo número era mayor… Los arrojaron desde lo alto de
la muralla después de cortarles el cuello… Tras haber tomado
Contrebia en cuarenta y cuatro días, con pérdida de gran número de
hombres, Sertorio dejó allí a Lucio Istuleyo. Condujo luego sus
tropas de vuelta hacia el río, en donde levantó sus cuarteles de
invierno cerca de una ciudad llamada Castra Aelia, y se mantuvo en
aquel campamento convocando allí una reunión con sus aliados,
ordenando la fabricación de más armas y todo el equipamiento
militar necesario para la siguiente campaña».

Después de tres largos años
de guerra, Quinto Sertorio se encuentra en el apogeo de su poder. Por
fin se ha convertido en dueño del fértil valle del Hiberus y el
balance de su lucha no puede ser más favorable. Para mayor fortuna,
también se le acaban de unir las tropas del patricio de ideología
popular Marco Perpenna Vento,19
quien había buscado refugio en la Península tras el fracasado golpe
de estado de su mentor, Marco Emilio Lépido. Sumando las fuerzas de
ambos, el ejército sertoriano alcanza la estimable cifra de unos
20.000 legionarios y 1.500 equites
(jinetes) que, reforzados además con numerosas tropas indígenas,
entre las que destaca la poderosa caballería vaccea, les permite
dominar toda la provincia Citerior y encarar el futuro con mayor
confianza.

Para entonces, son pocos los
senadores romanos que desprecian al caudillo rebelde como a un
enemigo menor, mostrándose desesperados al saber que aquel proscrito
ya es dueño de la Lusitania, la Celtiberia y la Hispania más rica.
El general acaba de sumar el apoyo de los iberos ilergetes, que
recién sublevados, también han conseguido dominar las plazas de
Ilerda y Tarraco, perdiéndose así la magnífica y populosa capital
provincial. Es como si todos aquellos pueblos hispanos demostraran,
con las armas en la mano, cuanto les importa el triunfo de su
caudillo electo. De ahí que, por primera vez en la historia de Roma,
el Senado contemple con estupor cómo unos bárbaros levantiscos, que
pelean hombro con hombro junto a los legionarios sublevados, bajo el
mando de oficiales y legados afectos a la causa popular, están
poniendo contra las cuerdas al gobierno de la República.

Ahondando en su escarnio, en
la metrópoli cuentan que Sertorio se conduce como un general
benefactor de sus aliados y un hábil político, designándose
únicamente como procónsul de Hispania y ejerciendo su poder en
calidad de depositario de la legitimidad republicana anterior a la
dictadura de Sila. Por ello ha impulsado, en la inaccesible y
montañosa Bolscan, una población ibérica que ha elegido de capital
llamándola Osca (Huesca) —para poder así controlar mejor los
pasos pirenaicos—, un Senado y un gobierno en el exilio, en donde
se cobijan muchos de los aristócratas, políticos y militares
proscritos.

Tratando de administrar mejor
los vastos territorios que ahora tiene en sus manos, el Ejecutivo que
preside designa a sus propios magistrados, cuestores y pretores, que
prometen y ejercen sus cargos conforme a las leyes romanas. Como el
procónsul también quiere educar como futuros magistrados a los
hijos de sus más notables aliados, abre una Academia de estudio a
sus expensas. En aquellas aulas, los nobles y exiliados más cultos
impartirán sus enseñanzas griegas y romanas a todos estos jóvenes.
Sin embargo, Plutarco nos aclara al respecto: «…que de
hecho, los tenía como rehenes, pero de palabra los educaba para
hacerles partícipes del gobierno y el poder, cuando se hicieran
hombres… Porque en los planes de Sertorio estaba la reconquista de
Roma, aunque tuviera que ir a ella al frente de un ejército de
bárbaros, y para ello nada mejor que asegurarse con aquellos jóvenes
la lealtad de sus padres».

Al mismo tiempo que en
Hispania acontecían todos estos sucesos, el Senado preparaba un gran
ejército consular para enviarlo a la Península y poder recuperar la
Citerior. Con solo 29 años, el joven y ambicioso general Cneo
Pompeyo Magno,20
yerno del desaparecido Sila, e hijo de una acaudalada familia de
terratenientes de Piceno (región de Áscoli), se apresuró a
postularse para comandar estas fuerzas. Pero como los senadores
desconfiaban de su capacidad, este se hizo valer con el apoyo de sus
legiones y la elevada posición social que le había otorgado su
matrimonio con la joven Emilia Escaura, hijastra del dictador,
consiguiendo así su propósito pese a no reunir la condición de
senador.

Obviamente, durante el régimen
de la Dictadura Pompeyo había ido ganando poder e influencia a la
sombra de su suegro y, tras la muerte de Sila, fue quien trasladó su
cadáver hasta Roma organizando la fúnebre procesión que le sirvió
para aumentar su peso y popularidad entre los partidarios de Sila.
Partiendo con el augusto féretro desde la villa de Puteoli
(Campania), su yerno pudo presidir los funerales de Estado y más
tarde, el Senado tuvo que recurrir a él para reprimir la nueva
intentona popular protagonizada por el cónsul Marco Emilio Lépido
(78-77 a. C.), a quién el patricio dejó actuar para sembrar el
miedo antes de suplantarle en el poder.

Haciéndose de rogar, sus
tropas aplastaron a los partidarios de la revuelta y, aprovechándose
de su creciente prestigio, Pompeyo reclamó a los senadores una
solución similar respecto a la rebelión que Quinto Sertorio
acaudillaba en Hispania. La aristocracia senatorial, que ya comenzaba
a temer las manifiestas ambiciones del joven y exitoso general, se
mostró al principio renuente a proporcionarle el mando de aquellas
legiones y la autoridad que reclamaba. El yerno de Sila respondió al
desplante negándose a licenciar sus tropas, con las que había
combatido a Lépido, hasta que no le concedieran su petición.
Durante el transcurso de este tira y afloja, llegó de Hispania la
noticia de la incorporación de Perpenna a la causa de Sertorio, por
lo que no quedó más remedio que aceptar su oferta y enviarle a la
Península con poderes idénticos a los de Metelo, resignándose los
senadores a sus exigencias con una considerable falta de entusiasmo.

De esta manera fue como el
ambicioso procónsul consiguió ponerse al frente del gran ejército
expedicionario formado por alrededor de 30.000 hombres. Pero
habiéndose perdido el dominio de Tarraco y careciendo la República
de suficientes naves para desplazarlo por mar, no quedaba más
remedio que enviarlo por tierra. Como la ruta por la costa gala
estaba cortada por una revuelta del pueblo de los salvios, que
estaban en pie de guerra y habían cercado Marsalia (Marsella), el
general ordenó la construcción de una calzada por el paso alpino
del Monginevro,21
sorprendiendo a los insurrectos por su retaguardia y derrotándolos
sin mucha dificultad. Tras retomar el camino costero y cruzar los
pasos pirenaicos, Pompeyo entraba por fin en Hispania a mediados de
la primavera del 76 a. C.

En sus planes estaba la
recuperación, lo antes posible, de la costa mediterránea y, tras
fundar su primer establecimiento en una despoblada Gerunda (Gerona),
su cuñado Cayo Memmio se le adelantaba por mar con una escuadra
requisada en Marsalia con el propósito de apoderarse de la
importantísima Carthago Nova. Avanzando por la costa sin hallar
demasiada oposición, el cónsul tuvo su primer enfrentamiento de
consideración con los rebeldes a la altura del delta del Hiberus.
Las reducidas tropas de Marco Perpenna no eran rival para las
legiones consulares, por lo que no pudieron evitar el cruce del río
por sus enemigos, ni que estos continuaran avanzando por aquella
región sin demasiado esfuerzo.

Sertorio acudió con rapidez
en ayuda de su segundo, quien ya se había replegado y encontrado
cobijo en la pequeña colonia de Valentia Edetanorum (Valencia),22
situada sobre una isla fluvial y en las proximidades del mayor lago
peninsular (la Albufera). Recordemos que la población fue fundada
por el cónsul Décimo Junio Bruto Galaico (138 a. C.),
quien así recompensó a sus hombres tras las campañas lusitanas.
Eligió aquel privilegiado enclave por estar situado a orillas de un
gran curso fluvial (Turia) y a pocos estadios de su desembocadura en
el mar. Rodeada de marjales y tierras pantanosas que constituían su
mejor defensa, la ciudad permitía controlar el vado natural del
cauce del Turius (Turia), por donde ya pasaba la primitiva Vía
Heraclea (conocida luego como Vía Augusta), al tiempo que Pompeyo
alcanzaba y ocupaba la vecina Saguntum casi de inmediato. Por su
parte, el ejército de Memmio ya había logrado desembarcar en
Carthago Nova, haciéndose fuerte dentro de la plaza, aunque quedó
inmovilizado al quedar sitiado por los sertorianos y sus aliados
indígena.

Para enfrentarse a esta
complicada situación, las fuerzas rebeldes se dividieron en dos
frentes, con Perpenna y su lugarteniente Cayo Herennio haciendo
frente a Pompeyo, mientras que, algo más rezagado, Sertorio puso
sitio a la díscola ciudad de Laurón (quizá Liria / Valencia),
ubicada en su retaguardia y poblada por iberos edetanos que querían
volver a la protección de Roma. Avisado del asedio, Pompeyo se dio
prisa en socorrer a su aliada, siendo esta la primera ocasión en que
ambos generales se enfrentaron entre sí.

El sabino inició el ataque
tomando al asalto la población, mientras que su rival esperaba
encerrarle en aquella ratonera desplegando su ejército con el
clásico acies
ordinata
(orden de
batalla), sin advertir que este había dispuesto un cuerpo de seis
mil infantes que, atrincherados, aguardaban el avance consular para
sorprenderlos por su retaguardia. El de Piceno fracasó
estrepitosamente al caer en el ardid urdido por su rival, quien
realizó entonces una maniobra táctica envolvente que le ocasionó
la pérdida, nada menos, de unos diez mil hombres.

Humillado así en su orgullo
por primera vez, el joven general tuvo que aprender la amarga lección
de la derrota, siendo testigo del duro escarmiento sobre sus
infortunados aliados. Sertorio solo fue indulgente con los vencidos
en el sentido de respetarles la vida, pero dio órdenes de saquear e
incendiar a conciencia toda la ciudad y sus campos, permitiendo el
abuso y la violación de todas las jóvenes edetanas, incluyendo
niñas de corta edad, a manos de sus tropas, como vejatorio castigo a
las mujeres y cruel escarmiento a los rebeldes laurones.

Con el ejemplo de la ruina de
esta población, las otrora ciudades iberas afectas a Roma se pasaron
al bando de los sertorianos y, a finales de aquel mismo año, Pompeyo
tuvo que dar por pérdida toda la región. Tras sufrir el acoso
enemigo mientras se retiraba con sus legiones al norte del caudaloso
río, el cónsul intentó probar fortuna en las tierras de la Meseta.
Tenía el propósito de debilitar con su presencia en la Celtiberia,
una de las principales fuentes de aprovisionamiento en hombres y
recursos de los rebeldes. Pero no sería hasta el año siguiente
cuando, gracias a la colaboración que le prestan los vascones,
enfrentados a todos sus vecinos, y la mejor coordinación que
establece con el ejército de Metelo, el curso de la guerra comience
a inclinarse a su favor.

Este equilibrio de fuerzas se
trastocó a partir de la primavera del 75 a. C.,
coincidiendo con la primera derrota de Hirtuleyo a manos de Metelo,
en las proximidades de su aliada Híspalis (Sevilla).23
El lugarteniente más capacitado de Sertorio trataba de aliviar la
presión de los consulares sobre la Citerior, pero cometió el error
de dar la batalla en campo abierto a las legiones romanas, que
resultaron superiores en número y disciplina a sus tropas lusitanas.

Tras llegarle la noticia de la
victoria de Metelo en tierras de la Bética, Pompeyo vio la
oportunidad de pasar a la ofensiva volviendo sobre sus pasos. Hasta
entonces había permanecido a salvo, entretenido con la fundación de
Pompaelum (Ciudad de Pompeyo / Pamplona), levantada como uno de sus
campamentos base para pasar el invierno, gracias a la firma de un
pacto de mutua ayuda con los vascones. Su objetivo era enfrentarse de
nuevo con las tropas de Perpenna y Herennio, que se habían hecho
fuertes en la pequeña Valentia. No obstante, no tardaron mucho los
sertorianos en rehacerse de aquella severa derrota, gracias a la
apresurada llegada de su caudillo a las tierras béticas y lusitanas.
Sertorio y su lugarteniente volvieron a reunir en poco tiempo otro
ejército cercano a los veinte mil hombres, formado por jóvenes
guerreros que, entregados a su causa, permitieron al primero regresar
de nuevo a la costa mediterránea para combatir a Pompeyo.

Con la diosa Fortuna en
contra, cuatro meses después Hirtuleyo se dejaba arrastrar de nuevo
por los acontecimientos y en pleno verano, volvía a presentar
batalla a las tropas romanas en campo abierto. Este nuevo error le
costaría la vida. Los textos de los clásicos hablan de su derrota
en las cercanías de la ciudad de Astigi (Écija), a orillas del
flumen Singilis (Genil). Parece ser que Metelo se disponía a
ir en auxilio de Pompeyo, e Hirtuleyo, contraviniendo las órdenes de
Sertorio, intentó cerrarle el paso por segunda vez. Los consulares
estaban descansados y muy bien atrincherados en ambas márgenes del
río, mientras que los lusitanos y turdetanos se prepararon para
combatir al amanecer del día siguiente a su llegada. Cuando estos
marcharon contra los legionarios de Metelo, el cónsul mantuvo a sus
hombres a cubierto de sus defensas hasta la llegada del mediodía,
impidiendo a sus enemigos el acceso al río. Dado que, en ese lugar,
a esa hora y época del año, el calor era de canícula, el ejército
atacante sufrió el castigo la sed y el furor del sol, al tiempo que
los romanos permanecían más frescos, con toda el agua a su
disposición y sus fuerzas intactas.

Por su parte, Pompeyo
continuaba con su encarnizada campaña estival por las tierras del
Levante, logrando que Herennio perdiese la vida y Perpenna se diera a
la fuga, abandonando a su suerte a los diez mil hombres que defendían
la estratégica Valentia con los que el cónsul se cobró venganza en
nombre de sus aliados de Laurón. Con mucha frialdad, el romano mandó
mutilar y asesinar a cientos de legionarios rebeldes, además de
torturar y crucificar a los jefes de las milicias ibéricas que los
habían ayudado. Tras la caída y destrucción parcial de la ciudad,
Sertorio provocó un nuevo encuentro con los consulares, antes de
recibir la temida ayuda de Metelo, quien tras vencer a Hirtuleyo se
dirigía a marchas forzadas a su encuentro.

Los autores clásicos nos
dicen que los ejércitos de Sertorio y Pompeyo se enfrentaron en las
márgenes del río Sucro (Júcar), cerca de su desembocadura —en
las proximidades de Cullera o Albolote de la Ribera—, y que el
resultado de la batalla fue incierto. Al parecer, los consulares
vencieron con el ala derecha de sus fuerzas que mandaba Lucio
Afranio, el lugarteniente de Pompeyo más capacitado, mientras que
tuvo que ser el propio Sertorio quien evitara la previsible derrota
del incapaz Perpenna en el ala izquierda de su formación.

La única satisfacción de
ambos fue que Pompeyo, mientras peleaba en el centro de la formación,
resultó herido de consideración por una lanza durante el combate.
Hasta entonces, nunca había visto el arrogante piceno tan cerca la
proximidad de la muerte. Caído de su caballo, solo la ceguera de sus
atacantes, entretenidos en la disputa de arrebatarse unos a otros las
joyas de la montura y los correajes del animal, evitó que le
mataran, facilitando así su rescate por algunos miembros de su
guardia pretoriana. Al día siguiente, Sertorio trató de reanudar la
lucha aprovechando aquella circunstancia, pero al cerciorarse de que
eran las enseñas del ejército de Metelo las que asomaban por el
horizonte de la llanura del Sucro, optó por replegarse con sus
tropas tomando de nuevo Saguntum y atrincherándose dentro de ella.

Durante los contundentes
ataques y contraataques que en jornadas sucesivas tuvieron lugar en
los alrededores de esta ciudad, a la espera los refugiados de la
llegada de tropas de refresco procedentes de las tribus aliadas del
interior, también perdió la vida el cuestor Cayo Memmio, quien
había logrado levantar el asedio de Carthago Nova y reunirse por fin
con su cuñado. Y también resultó herido de consideración el viejo
Metelo. Sin embargo, y pese a su victoria en Laurón y la contención
de la ofensiva de Pompeyo en el río Sucro y luego en Saguntum, la
pérdida del ejército de Hirtuleyo dejó a Sertorio en una
manifiesta inferioridad numérica, no pudiendo ya frenar el
progresivo avance de los consulares por los cauces del Betis, el
Tagus, el Durius y el Salo, a lo largo del año siguiente.

Las dificultades de los
populares se incrementaron además con el abandono de la lucha por
parte de algunos aliados iberos, celtíberos y vacceos, lo que les
auguraba un futuro poco alentador. Todos estos reveses, podrían
explicar el pacto contra natura que durante el invierno del 75 al 74
a. C. Sertorio suscribió con Mitrídates, convertido ya en el mayor
enemigo de Roma. El rey del Ponto preparaba su tercera guerra contra
la metrópoli del Lacio y, a cambio de su oro, el caudillo sabino
consentía en renunciar al dominio del Asia Menor a favor del monarca
oriental, caso de lograr el gobierno de la República. Fue así como
el adalid de la causa popular pasó a ser considerado como uno de los
peores traidores a Roma, perdiendo por este motivo el apoyo político
de muchos de sus correligionarios y labrándose su definitiva ruina.

El tiempo que sigue corre muy
deprisa, con los ejércitos de Pompeyo y Metelo pisándole los
talones por todo el territorio de la Celtiberia durante la siguiente
campaña, que concluye con un primer intento de tomar Calagurris,
previo a su famoso asedio y destrucción. La estratégica situación
de la ciudad, poblada en su mayoría por los celtas berones que
dominan el valle medio del río, además de los hombres y víveres
que proporcionan a los sertorianos, explican las razones del ataque.
Con todo, el asedio no se prolongó durante mucho tiempo gracias a la
llegada de Sertorio, quien no podía permitirse que la ciudad cayera
en manos de sus enemigos. Por ello dirigió en persona la resistencia
y bajo su mando, los berones lucharon de forma tan encarnizada contra
los consulares que les obligaron a desistir. Rechazados del sitio,
Metelo volvió a la Ulterior para pasar el invierno en su nuevo
campamento de Castra Cecilia (Cáceres), mientras que Pompeyo tuvo
que refugiarse en la Galia, al mostrarse sus tropas incapaces de
asaltar en su retirada el seguro refugio enemigo de Osca.

La contienda se saldó con la
pérdida de más de tres mil legionarios, según los datos que nos
proporciona Tito Livio, sin precisar las bajas calagurritanas quizá
por su escasa cuantía, pero esta derrota consular resultaría muy
pronto superada con la llegada del nuevo año (73 a. C.).
Aprovechando el deshielo primaveral que dejaba libres los pasos
pirenaicos Pompeyo regresó a la Península, renovando las
hostilidades contra los sertorianos con tal intensidad, que fue
progresando con mucha rapidez en la reconquista del territorio y la
rendición de las principales poblaciones aliadas de los rebeldes.

El cónsul consigue así
reducir el dominio de sus enemigos a poco más de las ciudades de
Ilerda, Tarraco, Osca, Termancia (Termes), Uxama (Burgo de Osma /
Soria), Clunia (Peñalba de Castro / Burgos), Contrebia Leucade y
Calagurris, además de mermar significativamente los recursos y
abastecimientos de las tropas enemigas. Las imágenes de los campos y
las poblaciones vacceas y celtíberas
ardiendo por toda la Meseta ─que
nos relatan los autores clásicos─,
contando los consulares con las ayudas que reciben de sus aliados
vascones, son la consecuencia natural de una guerra de desgaste
planificada por el metódico Pompeyo, a quien el Senado ha enviado
más tropas de refuerzo y suficiente dinero para comprar las
voluntades de los caudillos indígenas, terminando de una vez por
todas con Sertorio y sus ya escasos aliados.

El avance romano es el
contrapunto de aquellas ilusiones que van quedándose consumidas,
como cenizas, en el ánimo de los más fieles seguidores del
caudillo. Convencidos la mayoría de ellos respecto a que la guerra
está perdida, tras tomar Pompeyo el puerto de Tarraco y cerrarle su
acceso al mar, los dirigentes civiles y militares más próximos a
Sertorio tratan de imponerle el pragmatismo de negociar su rendición,
pero lejos de atender a razones, el general se muestra soberbio y
parece enfebrecido por la proximidad del desastre que, con
obstinación, se niega a reconocer. Desalojado de la Lusitania, la
Bética, la Meseta y la mayor parte del valle del Hiberus, aguardando
su suerte en el refugio de Osca que, tiempo atrás, había sido sede
de su original política, el otrora brillante estratega y justo
dirigente popular, solo piensa en ensangrentar su causa y morir
matando.

Tal vez poseído por la diosa
Venus,24
e indiferente a las penalidades de sus hombres y las desafecciones
indígenas, el sabino se entrega durante los meses finales de su
existencia, a la embriaguez de sus noches de lujuria y borracheras,
seguidas por la resaca de sus crueles castigos a los desertores, que
crucifica en público cada mañana, cayendo en la misma espiral del
terror que de joven tanto aborrecía. Apiano nos dice: «que
el caudillo
relajó su esfuerzo en la acción y pasaba la mayor parte del tiempo
entregado a la molicie, a las mujeres, a las francachelas y a la
bebida…, se hizo en extremo irascible a causa de sus sospechas de
todo tipo, crudelísimo en los castigos y lleno de recelo hacia
todos».

Aunque sus días de gloria ya
han pasado y el tiempo que le resta de vida está contado, cualquier
cosa le vale a Sertorio con tal de prolongar la guerra. Mostrándose
vengativo contra los nobles celtíberos más reacios a secundarle en
su lucha, decide disponer un sonado escarmiento para todos ellos.
Plutarco nos relata: «que no tuvo escrúpulos para
ordenar que los hijos de sus aliados, para los cuales fundara la
Academia de Osca, sean asesinados los más pequeños y los jóvenes
vendidos como esclavos».

El episodio pasará a los
anales de la ignominia y servirá como justificación para su próximo
asesinato, que en secreto preparan sus oficiales y políticos más
allegados. El crimen, como ya sabemos, lo llevará a cabo Marco
Perpenna, pero secundado por un selecto grupo de conspiradores entre
los que se encuentran sus más directos colaboradores: Aufidio,
Octavio Graecino, Marco Antonio y Fabio el Hispaniense. Tal y como
nos relata el poeta de origen hispano Marco Anneo Lucano: «En
aquella Osca sembrada de odios y recelos en torno a Sertorio,
avanzaba sinuosa, libre y decidida, la conjura».
Al final, las
intrigas para acabar con la locura despótica del caudillo ganan
terreno, sumando otros dirigentes cuyas voluntades han sido compradas
con los mismos áureos y denarios que le diera el rey del Ponto. Y en
medio de un banquete al que había sido invitado por sus
lugartenientes, so pretexto de rendirle un homenaje, Sertorio muere
víctima de los puñales de todos ellos (72 a. C.).

Una segunda versión de lo
sucedido apunta que más bien resultó envenenado junto con toda su
guardia personal. Sea como fuere, lo que resulta seguro es que los
conjurados esperaban poder así negociar con Pompeyo una rendición
honrosa. Sin embargo, el altivo piceno desprecia a los asesinos y les
niega cualquier concesión, porque no quiere renunciar al triunfo de
someterlos por la fuerza. Acorralados, los sertorianos le presentan
batalla en las proximidades de Osca, pero su ejército, que está al
mando de Perpenna resultó definitivamente aniquilado.

Plutarco nos señala en sus
Vidas de Sertorio y
Pompeyo
que, sin
mostrar ninguna piedad con los derrotados, Pompeyo encarceló a los
rebeldes más señalados y luego los mandó ejecutar calladamente en
su prisión. Para salvar su vida, Perpenna ofreció a su enemigo toda
la correspondencia y los papeles de Sertorio que obraban en su poder.
Como muchos de ellos resultaban comprometedores para otros
aristócratas, el cónsul los aceptó en un principio, aunque después
prefirió no repetir las proscripciones silanas y optó por
quemarlos, ajusticiando bajo tormento al traidor y asesino del
caudillo con toda su crueldad y su desprecio, ordenando que
exhibieran su cabeza cortada y ensartada sobre una lanza. Y lejos de
imitar a Metelo, que había preferido regresar a Roma para recibir y
celebrar sus triunfos, el general permanecerá con sus legiones en
Hispania durante algún tiempo, descubriendo, como antes le había
ocurrido a Sertorio, la fuerza y el poder que podían prestarle las
gentes y los recursos de Hispania para colmar sus desatadas
ambiciones.

Sería en los meses
posteriores a la desaparición de sus enemigos, contando Pompeyo 34
años, cuando revele uno de sus más significativos talentos: su
probada capacidad para la organización y administración de las
provincias conquistadas. Gracias a su gran habilidad para extender su
influencia personal sobre todos aquellos peninsulares, consiguió en
poco tiempo el establecimiento de acuerdos con las tribus y
poblaciones de nuevo sometidas, que más adelante, le servirán para
auparse al poder de la República. Recordemos que acabará
compartiendo un primer Triunvirato (60 a. C.)
con su nuevo suegro Julio César y el patricio más rico de Roma: el
famoso Marco Licinio Craso,25
el gran represor del movimiento emancipador de los esclavos que
acaudilló Espartaco.

1
Quintus Sertorius (Nursia, 122 / Osca, 72 a. C.) fue un militar de
origen humilde, pero emparentado con la aristocracia romana a través
de su tío Cayo Mario, líder de la facción de los populares.
Comenzó su carrera militar peleando a sus órdenes en la guerra de
Yugurta, luchando después contra cimbrios y teutones. En premio a
sus servicios, el joven fue destinado a Hispania como tribuno
militar (97 a. C,), volviendo a destacar con el cónsul Tito Didio
en la campaña contra la rebelión de Cástulo. Por esta acción fue
recompensado con el cargo de cuestor de la Galia Cisalpina y, más
adelante, mandó una de las legiones con las que los populares
ocuparon Roma. Siendo pretor de la Citerior tuvo que huir cuando los
optimates volvieron al poder, orquestando la resistencia contra la
dictadura de Sila que le haría célebre.

2
Lucius Cornelius Sulla Félix (Roma, 138 / Puteoli, 78 a. C.) fue
uno de los más notables políticos y militares de su época.
Patricio y líder de la facción de los optimates, se convirtió en
dictador tras la Guerra Civil (84-82 a. C.) en la que, junto al
joven Pompeyo, derrotó a los populares. Su victoria fue seguida por
una dictadura del terror, durante la que persiguió con saña a sus
enemigos y realizó una ambiciosa obra legislativa para restaurar
las viejas instituciones republicanas. Cumplidos sus objetivos,
volvió a la condición de simple particular, siendo el único
dictador de la historia que voluntariamente renunció al poder.
Estos hechos hacen de Sila un personaje controvertido, que tanto ha
sido considerado un dictador sanguinario, como un hombre de Estado
dotado de grandes cualidades políticas.

3
Tras su victoria sobre las tropas de Cayo Mario el Joven frente a la
Porta Collina, en la que capturó a unos doce mil populares, Sila
entró en Roma el 2 de noviembre del 82 a. C. Desoyendo las
peticiones de clemencia para los vencidos, aquella misma jornada
ejecutó a no menos de tres mil. Después reunió a los atemorizados
senadores, pidiéndoles la aprobación de la primera proscripción
de ochenta de ellos junto con la de otros trescientos sesenta
nobles, acusados de colaborar con los fallecidos cónsules Mario y
Cinna. La proscripción significaba la pérdida de todos sus bienes
y privilegios, incluidos los de sus descendientes, y sus derechos de
residencia y ciudadanía. El dictador prohibió proporcionarles
asilo y ayuda bajo pena de muerte, y recompensaba con 10.000
denarios a los denunciantes o asesinos de cualquiera de ellos,
concediéndoles su emancipación si eran esclavos. Muchos de estos
se convirtieron en libertos, llamados cornelii o delatores (unos
10.000), formando una especie de policía política durante todo su
mandato. Tito Livio asegura que, con las ventas de los bienes
confiscados, el Tesoro público llenó sus arcas, acumulando más de
350 millones de sestercios. Con todo, los más beneficiados fueron
Sila y sus allegados, quienes se adjudicaban propiedades subastadas
a precios ridículos.

4
En el Libro VI de sus conocidas «Vidas paralelas», Plutarco
compara a Sertorio con el general griego Eumenes de Cardias, también
traicionado por los suyos.

5
Pese a que el Senado seguía acumulando toda la experiencia política
del Estado y era el principal promotor de la expansión territorial
de Roma, había perdido mucho poder en la época final de la
República. Antes de la dictadura de Sila, la institución ya había
venido a menos, aunque conservaba su prestigio gracias a su
antigüedad y el recio abolengo que tenía como custodio del Tesoro
público. El cargo de senador, que casi siempre recaía en los
miembros de la nobleza o patricios (Patres de gens),
exmagistrados y gentes enriquecidas (Conscripti), duraba un
lustro, mientras que sus nombramientos de altos cargos solo un año.
Por ello, los cuatro de Cinna, seguidos por la Dictadura,
constituyeron las primeras excepciones anteriores al fin de la
República y el establecimiento del gobierno de los Césares.

6
Es indiscutible que los hermanos Graco estaban animados por nobles
intenciones y convencidos de lo justo de su causa. Pero no
advirtieron las dificultades de pretender que Roma tuviera una
democracia al estilo griego. Con la expansión del Imperio, de nada
servía conceder tierras a los plebeyos, y el Estado no basaba su
seguridad ni su economía en la fortaleza de su población
campesina. Los Graco no tuvieron en cuenta el poder y la influencia
que ejercían las clases dominantes, ni supieron ver que Roma se
había convertido, tras la destrucción de Cartago, en una potencia
mundial. El trabajo esclavista de miles de cautivos había cambiado
las bases económicas de la metrópoli, creando una masa de
ciudadanos ociosos (la plebe) que habían abandonado sus tierras,
aspirando a vivir mejor en las ciudades. Con todo, el asesinato de
Tiberio precipitó el fracaso de su revolución, y la política
retrógrada llevada a cabo por su cuñado Escipión supuso el
enfrentamiento a muerte entre populares y optimates.

7
Los llamados tribuni plebis fueron creados a comienzos del
siglo V a. C. para defender los derechos de las clases populares, y
su fuerza radicaba en el poder de vetar las leyes y decisiones del
Senado, si estas iban en contra de los intereses de sus
representados, además del sacrosanto derecho al habeas corpus. Por
ello eran elegidos por la mayoría de los ciudadanos en unos
comicios abiertos a todos los candidatos.

8
Cayo Mario el Joven era sobrino e hijo adoptivo de Cayo Mario y, por
tanto, primo de Sertorio y del joven Julio César. Tras su derrota,
se refugió en el praesidium (fortaleza) de Preneste, pero
asediado y sin posibilidades de escape, ordenó a uno de sus
oficiales que le degollara. Apenas tenía 27 años.

9
Tras el regreso de Sila, le faltó tiempo al jovencísimo Pompeyo
para alzar tres legiones en contra del cónsul Carbón. Tras
arrebatar la isla de Sicilia a los populares y asegurar el
suministro de trigo a Roma, venció a Papirio al año siguiente,
ejecutándole junto con todos sus partidarios. Esta «hazaña» le
valió el respeto de Sila y el sobrenombre de adulescentulus
carnifex
(adolescente carnicero).

10
El primer documento con una referencia directa al archipiélago
canario se lo debemos a Plinio el Viejo, quien da noticia del viaje
del rey Juba II de Tingitania a las islas (hacia el 40 a. C.), y se
refiere a ellas llamándolas Fortunatae Insulae (Islas Afortunadas).
En su escrito también aparece por primera vez el término «Canaria»
(del latín canis, perro), utilizado para hacer referencia a la
segunda isla de mayor tamaño (Gran Canaria). De acuerdo con Plinio,
el nombre recuerda a los dos grandes canes que los enviados de Juba
capturaron allí, y que por eso mismo hoy aparecen representados en
el actual escudo del Archipiélago. Pero esta historia podría no
ser exacta, porque sabemos que a la llegada de los castellanos las
razas de los perros nativos eran de pequeño tamaño.

11
Las birremes eran naves de guerra ligeras, a imitación de las
antiguas galeras fenicias, pero mejoradas por los helenos. Su nombre
deriva de las dos hileras de remeros sentados a cada lado de la
embarcación. Estaban provistas de un solo palo del que colgaba una
percha en cruz, sosteniendo una gran vela cuadrada que servía para
dar impulso adicional a la nave, aprovechando el viento siempre que
se pudiera.

12
Las ruinas de Baelo Claudia pueden contemplarse en el yacimiento
cercano a la playa de Bolonia (Cádiz). La localidad se hizo famosa
por la elaboración del garum, la salsa de pescado con la que los
romanos pudientes aderezaban sus comidas. El más ordinario se hacía
a base de las vísceras maceradas en salmuera; mientras que el de
mayor calidad, sustituía las vísceras por peces pequeños.

13
Tito Didio se haría famoso por la crueldad con la que trató a los
indígenas de las poblaciones celtíberas. Como ya sabemos, fue el
destructor de Termancia, a la que sometió en el 97 a. C.,
sitiándola con una fuerza de alrededor de 65.000 hombres hasta
rendirla por hambre.

14
Quintus Caecilius Metellus Pius (130-64 a. C.) era hijo del patricio
Quinto Cecilio Metelo, llamado el Numídico. Recibió su sobrenombre
por su piedad filial y sus gestiones para procurar el regreso de su
padre, exiliado por oponerse a la lex Agrarium (99 a. C.). Siendo
pretor (89 a. C.), fue uno de los comandantes que dirigieron las
legiones durante la Guerra Social, destacando por haber dado muerte
al caudillo de los marsos: Quintus Pompaedius. En el 87 a. C.
todavía combatía contra los samnitas cuando el Senado le llamó
para defender la ciudad del ataque de Mario, Cinna y Sertorio. Como
los legionarios tenían más confianza en él que en el cónsul Cneo
Octavio, pidió que le confiaran el mando supremo de la ciudad, pero
como le fue rehusado, muchos soldados desertaron pasándose al bando
rival. Metelo, ante la imposibilidad de resistir a las fuerzas
rivales, huyó a Liguria y después a Ifriquiya (Túnez), donde
permaneció tres años. Al regreso de Sila, compartió el Consulado
de la República y después fue elegido procónsul de la Hispania
Ulterior. A él debemos la fundación de Castra Cecilia (Cáceres) y
Metellinum (Medellín), como campamentos de sus tropas. De hecho, el
romano acuñó en Hispania (77 a. C.) monedas de oro con su efigie y
la inscripción: Quintus Caecilius Metellus Pius Imperator,
mientras que en el reverso figuraba una Pietas (Piedad), la virtud
cívica que aludía a su sobrenombre.

15
Sexto Julio Frontino (41-103 d. C.) fue un ingeniero, militar e
historiador romano, célebre por su obra Stratagémata, un
tratado sobre el arte de la estrategia en donde relata y comenta las
principales batallas de la Antigüedad. La cita no es literal y,
como todas, está traducida del latín en las fuentes secundarias.

16
La ceca de Calagurris Nassica fue muy importante y existe un rastro
de sus monedas de bronce por todo el norte y noroeste peninsular,
así como en la franja costera mediterránea. Ello demuestra la
amplia difusión de sus redes comerciales, tal y como también nos
revelan las numerosas sigillas (estatuillas de cerámica que
representan las divinidades) encontradas en sus yacimientos y
procedentes de muy diversos lugares.

17
Los vascones no se corresponden con los habitantes del País Vasco
actual, poblado entonces por los autrigones (tierras del Nervión),
caristios (zona del Deva y Álava) y várdulos (cauce del Bidasoa y
Guipúzcoa), unos pueblos de origen cántabro, pero no de lengua
euskérica. Los vascones llegaron al Pirineo occidental en pequeñas
y sucesivas oleadas (s. II a. C.), manteniéndose arrinconados en
los valles del norte de Navarra por cántabros, celtíberos y
romanos. Lo más destacable de su etnia es que conservaron su lengua
pre-indoeuropea en un entorno lingüístico en el que dominaban
tanto el celta como después el latín.

18
En Aguilar del Río Alhama (La Rioja) se encuentra el yacimiento de
Inestrillas, sito en la margen derecha del cauce fluvial, que ha
sido identificado como los restos de la mítica Contrebia Leucade,
citada por Tito Livio. El lugar fue excavado por primera vez en la
década de 1920, por el arqueólogo Blas Taracena, entonces director
del Museo Arqueológico Nacional. La importancia del enclave se
explica por ser un paso obligado entre el Valle del Ebro y la
Meseta. Después del castigo de Sertorio, la ciudad padeció el
asedio de Pompeyo durante 45 días. Hoy quedan restos del
impresionante foso que defendía el flanco sur de sus murallas de
700 m. de largo, por 9 m. de ancho y 8 m. de profundidad. Pero
además de sus importantes baluartes, las excavaciones han puesto al
descubierto los restos de tres lagares, que demuestran la
elaboración de vino desde el siglo II a. C. También las
canalizaciones de sus calles y los depósitos de agua excavados en
la roca natural, sus casas de dos y tres plantas nos dan cuenta de
la existencia de un pueblo muy desarrollado.

19
Marcus Perpenna Vento (122-72 a. C.) era líder de los populares y
había sido amigo personal del tío de Sertorio. Político
intrigante, pero de escasa valía, fue derrotado por el joven
Pompeyo cuando defendía Sicilia como pretor de la isla y proscrito
por Sila. Tras vivir oculto durante la Dictadura en Liguria, volvió
a la vida política coincidiendo con el ascenso del cónsul Marco
Emilio Lépido, del que logró convertirse en su mano derecha antes
de volver a ser derrotado por Pompeyo.

20
Cnaeus Pompeius Magnus (106-48 a. C.), que pasará a la historia
como Pompeyo el Grande, era hijo de una rica familia de
terratenientes de Piceno. Su padre Cneo Pompeyo Estrabón, había
logrado alcanzar el cargo de senador y el mando de algunas legiones,
por lo que pertenecía a esa nobleza provinciana que los patricios
llamaban con desprecio «de hombres nuevos». Pompeyo se formó como
militar a las órdenes de su padre, prestando sus servicios en la
Guerra Social (91-88 a. C.) contra los pueblos itálicos. Al
alinearse con el partido de los optimates y combatir en la Guerra
Civil al lado de Sila, ascendió al poder, reforzando su posición
tras su matrimonio con la hijastra del dictador, que moriría poco
después en un parto. Gracias a sus éxitos militares en Hispania y
a su nuevo enlace con la joven Julia, hija de Julio César, Pompeyo
acabaría formando parte del I Triunvirato (César, Pompeyo y Craso)
que propició el fin de la República. Enfrentado finalmente a su
suegro por el dominio del Estado, su derrota en la batalla de
Farsalia (Grecia) y su huida a Egipto sentenciaron su vida, siendo
asesinado (28 de septiembre del 48 a. C.) por orden del faraón-niño
Ptolomeo XII, hermanastro de la famosa reina Cleopatra.

21
El paso del Col de Montgenèvre fue el primer camino que se trazó
por los Alpes. Años más tarde, también lo usaría Julio César
para cruzar con sus legiones a las Galias. Aunque dicho puerto entre
montañas figura en algunos libros de historia como el utilizado por
Aníbal siglo y medio antes (octubre del 218 a. C.), las
investigaciones más recientes han demostrado que el lugar por el
que los cartagineses cruzaron los Alpes fue el Col de la
Traversette, un estrecho paso elevado a 2.950 m. y situado hoy en la
frontera franco-italiana, al sureste de Grenoble y al suroeste de
Turín. Para determinar su localización exacta se utilizó una
combinación de análisis genéticos microbianos, química
ambiental, análisis de polén y técnicas geofísicas. Todo ello
condujo al descubrimiento de una enorme masa de deposiciones fecales
de animales (caballos), en un lugar cercano al Col de la
Traversette. Los excrementos, datados alrededor del 200 a.C.
mediante el análisis de sus isótopos de carbono, fueron hallados
en un terreno fangoso que antiguamente fue un pequeño lago, que
podría haber servido para abrevar a un gran número de animales.

22
En latín, Valentia significa «Ciudad de los valientes» y
Edetanorum «región de los edetanos». La ciudad volvió a hacer
honor a su nombre con el asalto de las tropas consulares, tal y como
prueban las excavaciones en el viejo solar visigodo del recinto de
La Almoina, en donde aparecieron muchos esqueletos mutilados y
fosilizados con más de dos mil años de antigüedad. Estos
hallazgos confirman las crónicas latinas que dan cuenta de las
ejecuciones masivas ordenadas por Pompeyo tras la toma de la ciudad,
destruida en buena parte y refundada en la época del emperador
Augusto.

23
Hoy se acepta que el topónimo de la ciudad procede del vocablo
indígena «Spal», tal vez tartesio, que podría significar «tierra
llana». Los autores latinos solo la mencionan con el nombre de
Hispalis.

24
Los romanos denominaron al segundo planeta del sistema solar como
Venus en honor de su diosa del amor y la belleza, quizá por su
majestuoso brillo en los cielos matutinos y vespertinos. Pero además
de representar a la diosa, Venus también significaba la pasión sin
freno, la lujuria y la locura.

25
Partidario de Sila, el patricio luchó contra Espartaco después de
haber aplicado el castigo del decimatio a sus legiones,
alcanzando el consulado junto con Pompeyo (70 a. C.). Como apoyó la
conspiración de Catilina, acabó formando parte del primer
triunvirato y obtuvo el gobierno de Siria. Combatiendo más adelante
contra los partos en tierras de Armenia, estos le vencieron y dieron
muerte en la batalla de Carras (53 a. C.), una de las derrotas más
severas que aquel imperio infringió a la República romana.

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