Los primeros síntomas aparecieron algunas semanas después de que me dieran el alta. Gracias a aquella intervención en el cerebro, se habían acabado los ataques epilépticos que tanto me habían hecho sufrir. Ahora me sentía como si hubiera vuelto a nacer.

Cuando llegué a casa en el coche de mi hijo, lo primero en lo que me fijé fue en el banco de carpintero instalado en el garaje, que me había servido como taller para mi distracción favorita: los trabajos de marquetería. Sobre él yacía, un poco olvidada, la maqueta de la prisión de Alcatraz. Mi hijo me preguntó si pensaba retomar mi afición, a lo que contesté con un «ya veremos». En aquel momento solo tenía ganas de descansar en mi casa, después de tantos días en el hospital.

Para celebrar el éxito de la operación, que en sí misma era peligrosa, mis hijos decidieron organizar una comida, que tendría lugar en la casa familiar.

Toda la familia se reunió en torno a la mesa: mi mujer, Eulalia, nuestros dos hijos, Martín y Eulalia, como su madre, con sus respectivas parejas así como mis nietos, cuatro en total. Mi mujer se encargó de organizarlo todo, salvo la comida, que la trajeron de un restaurante conocido. La mantelería era la de las comidas importantes, de lino; la vajilla, la de porcelana de toda la vida; la cristalería una finísima; la cubertería la de plata; los platitos del pan eran los que habíamos comprado en un viaje a Portugal y, como no podía ser de otra forma, el juego de café de la bisabuela de mi mujer, la pieza más valorada por su antigüedad.

No recordaba otra comida familiar tan feliz. Todos parecían estar disfrutando muchísimo. La comida se alargó en la sobremesa y cuando los chicos se fueron, mi mujer y yo nos dispusimos a recoger. Mi mujer insistía en hacerlo ella sola, pero yo me encontraba bien y no veía razón alguna para quedarme sentado.

Me encargué del juego de café centenario, bien acomodado sobre una bandeja para evitar caídas. Recuerdo haberlo llevado con la mayor atención y depositar las tazas, una a una, dentro del fregadero. Puse el cuidado máximo en hacerlo, tal y como lo requería aquella porcelana. Iba a regresar al comedor para seguir recogiendo, cuando mi mano izquierda cogió una taza del fregadero y la estrelló contra el suelo. Como recordé más tarde, no es que se me cayera, sino que la dejé caer a propósito. Al mismo tiempo que la taza se estrellaba, entró en la cocina mi mujer, preguntando qué había pasado. Yo no sabía qué responder así que dejé que ella pensara que se me había caído de las manos debido a mi torpeza. Era lo mejor. Eulalia, después de algunos segundos, le quitó importancia al estropicio aunque yo sabía que lo hacía para no mortificarme, que para ella había supuesto una gran pérdida.

Aunque mi mujer actuaba con mucha discreción, yo noté que, a partir de aquel día, me vigilaba, seguía mis actos, pero sin hacerme observación alguna. Hasta que un día me preguntó que qué me pasaba, que había notado que, con frecuencia, yo hacía cosas extrañas, cosas que no tenían ningún sentido. Yo lo negué todo, por supuesto, creyendo que se olvidaría del tema. Pero no fue así. Insistió. Aseguró que no podía engañarla, que sabía que algo me pasaba.

Así que, después de algunas dudas, empecé a hablar. Le dije que era muy difícil explicárselo, pues ni yo mismo lo entendía. Desde que me operaron, a veces actuaba como si no fuera yo, es decir, como si fuera yo y otra persona al mismo tiempo. Una persona extraña pero que vivía dentro de mí y actuaba en mi contra, como si quisiera hacérmelo pasar mal. Por ejemplo, cuando anochecía y yo encendía la luz, esa otra persona la apagaba; si abría una puerta iba ella y la cerraba, o si abría un grifo ella hacía lo contrario. Parecía que adivinase mis pensamientos y se apresurara a hacer lo contrario de lo que yo quería. Le aseguré a mi mujer que no era yo, que era otra persona, otro ser que siempre se servía de su mano izquierda, o debería decir de mi mano izquierda. Por la mañana, parecía que yo tenía más energía y podía controlar al otro pero a medida que el día avanzaba y estaba más cansado, me era más difícil hacerlo.

Mi mujer decidió que teníamos que ir al médico, que la situación no podía seguir así indefinidamente.

El médico tomó nota de todo y cuando terminé de explicarle lo que me ocurría, nos confesó que no podía ayudarnos. Antes esta operación se había hecho en ratones o en monos, sin que aparecieran problemas. Por eso se había decido llevarla a cabo en seres humanos. Como ya me había explicado antes de la operación, ésta consistía en cortar el cuerpo calloso que separa ambos hemisferios cerebrales. Dado que era una operación muy compleja, sólo se hacía cuando el paciente no respondía a los tratamientos habituales en la epilepsia, como había sido mi caso. Reconoció haber oído antes casos similares al mío. Sí, -continuó el médico- era cierto que eso mismo estaba ocurriendo con algunos pacientes pero eran muy pocos, así que la investigación apenas había comenzado. De momento lo único que podía hacer era recetarme un tranquilizante. Me aseguró, que en cuanto supiese más me llamaría. además nos seguiríamos viendo cada tres meses, como ya estaba programado. Volví a casa descorazonado.

En cuanto al tranquilizante, era cierto que mi mano izquierda se quedaba más sosegada pero también lo hacía el resto de mi cuerpo, y me pasaba el día en un estado de somnolencia excesivo. Así que dejé de tomar la medicación y volvieron los desmanes de mi mano izquierda.

Una noche, cuando estaba dormido, mi mano empezó a abofetearme la mejilla izquierda y aunque el resto del cuerpo intentaba defenderse no lo conseguía. Mi mujer, que se despertó alertada por el ruido y mis gritos, fue la que consiguió sujetarla, no sin gran esfuerzo.

Al día siguiente me planteé si había merecido la pena someterme a la operación. ¿Qué era peor: continuar con los ataques epilépticos o compartir mi cuerpo con alguien que actuaba contra mí? Llegué a la conclusión de que los ataques no podría haberlos evitado pero el trastorno de la mano quizás sí podía controlarlo, aunque fuera pagando un alto precio.

Empecé a maquinar un plan, aunque aún no sabía cuál. Estuve bajando al garaje y allí, entre herramientas de lo más variopinto, imaginé qué podía hacer. Mi mujer me preguntó si estaba retomando mi afición y yo le contesté, más o menos, que sí, que eso estaba haciendo. Nunca le di más explicaciones a mi mujer sobre lo que hacía en el garaje. Cuando ella me preguntaba cómo iba la maqueta de Alcatraz, le contestaba que bien, que iba bien, pero sin darle más detalles y ella pareció aceptar mis respuestas.

Preparé la sierra anclándola al banco de carpintero. Tomé un viejo cinturón que ya había desechado y con él preparé un lazo a modo de torniquete; sin que mi mujer se diera cuenta me bajé algunas toallas y ordené las herramientas que creía necesitar.

Una tarde, por fin, cuando todo estuvo preparado, decidí llevar a cabo mi plan. Me acomodé en la banqueta que utilizaba para trabajar Y empecé a poner en práctica lo que había imaginado.

Hubo lucha, desde luego; una lucha sin cuartel, luché con todas mis fuerzas, era una lucha a vida o muerte y sentí un dolor como nunca había sentido, de mi boca salió un grito, un alarido que atravesó toda la casa y llegó hasta la cocina, desde la que Eulalia bajó corriendo asustada.

Cuando abrió la puerta del garaje, Eulalia me vio sentado en la banqueta, derrumbado sobre el banco de trabajo, sujetando con los dientes el torniquete alrededor del muñón sanguinolento. La mano amputada yacía sin vida dentro de un patio de la prisión de Alcatraz, mientras que mi mano izquierda, mi diabólica mano izquierda, se abría y cerraba, de forma exagerada, como la mueca macabra de una risotada.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS