Me hallaba sumergido en un recinto obscuro, rodeado de siluetas indistinguibles por culpa de la mala iluminación del lugar. Momentos después de que mis ojos aclararon el paisaje lúgubre, vi una cantidad notable de animales de todo tipo, sentados en sillas circulares y apoyados en mesas cuadradas.

Bebían whisky, ron, vodka, cerveza, platicaban unos con otros.

Los toros seducían a las zebras con su cuerpo fornido y sus palabras sementales. Las arañas hilaban sus redes de mentiras a saltamontes ingenuos y enamoradizos. Serpientes estafaban zorros con drogas de dudoso origen.

Después de un rato un mozo con cara de mono me preguntó qué quería de beber. -Cerveza, por favor.-, dije algo nervioso por la presencia de aquellos fantásticos personajes. Tardó dos minutos en servirme dicho trago.

Luego de ciertos sorbos, comencé a obnubilarme. Mis manos se tornaron peludas, mis uñas se alargaron, pigmentándose negras. De mi cara salieron largos capilares, similares a bigotes. Mi visión mejoró de manera increíble, al igual que mi audición.

Sin embargo, me sentí violento, ansioso, acalorado y sediento de algo inexplicable. Noté que un grupo de tigres me miraban desafiante, como planeando un ataque, o eso me hacía creer el alcohol. Sumándole el detestable curso que estaba tomando mi vida, recién cesante, abandonado por una mujer que nunca me quiso pero que quise con cada célula de mi cuerpo marchito, y con el espíritu oscuro como la noche en la que me hallaba. Con vehemencia, arrojé a un lado mi mesa y me abalancé sobre ellos, arañando sus malditas caras. A su vez, una banda de hienas (supongo que contratadas por algún otro animal con sed de venganza) atacó a una rata que comía apaciblemente su cena. El caos dominó el bar, y todos se masacraban entre todos. Perros desgarraban carnes, avispas apuñalaban pumas, sangre y alcohol circulaba por el suelo.

Huí despavorido y sudoroso, pero un pequeño elefante con uniforme me neutralizó bruscamente, arrojándome al suelo, esposándome y metiéndome a un auto con numerosas luces. Pasé la noche en una celda fría y mal iluminada, pero me sentía ligero. Libre, como una pluma a merced del viento.

Luego de un sueño sin sueños, desperté. Dentro de la celda había un espejo sucio, el cual procedí a utilizar con toda la modorra de una noche agitada. Vi en ella un ser extraño, de piel rosada, ojos pequeños y avellana, con semblante pacífico pero ojos cargados de cansancio. Al momento, me abrió la celda un ser de la misma calaña que yo, cubierto de un extraño pelaje verde dotado de marcas con fusiles y una cinta con un nombre intrascendente. Me cambiaron de ropa, me ducharon con violencia, e injertaron en un auditorio extenso. Varios seres humanos (así se hacían llamar) decían todo tipo de acusaciones contra mí. -Me atacó en el bar sin causa alguna-, decían algunos. -Ya no lo reconozco. Es mi ex-esposo, pero ya no lo reconozco-, decía una humana de cabello cobre como sus collares.

Al final del día, me confinaron en una celda de dimensiones ínfimas, proporcionada con una sola ventana llena de gruesas barras de acero. Sin embargo, me metieron con un animal. Un animal peludo, de ojos grises, de grandes garras y colmillos, y orejas apuntando hacia su presa. Nadie lo veía más que yo. Me observaba, recorría mi alma con sus ojos grises y afilados. Pasaron los años, y el animal me seguía a todas partes. Comía, leía, cagaba, el animal siempre estaba ahí, apuñalándome con sus ojos. Me encariñé con el individuo. Le hablaba como a un amigo. Cuando dibujaba, le mostraba mis bocetos en busca de alguna opinión. Reflexionaba con él acerca de las estrellas, cuando las mirábamos entre las diminutas rendijas de los barrotes.

Pero algo sucedió. Luego de cuarenta años dentro de ésta cárcel, por primera vez, mi bestia comenzó a volverse distante. Ya no escuchaba mis historias inventadas, ni hacía caso cuando le arrojaba comida sobrante. Hasta que un día, desapareció. La busqué por todos lados, desesperado. Canchas, mesas, cafetería, etc. Huyó de mi vida, me abandonó. El único ente que completaba mi miserable existencia, desapareció.

Fueron días de total soledad. Lo gris del día se volvía gris de verdad, la comida terrible era terrible, y las noches frías frías. Pero un día, al caer el ocaso, comencé a toser. Toser extremadamente, al punto de sofocarme, lanzando cuajos de sangre, a lo que los guardias se alertaron y con su vehemencia clásica me llevaron a la enfermería. Cáncer al pulmón, fue el primer diagnóstico. Luego de diversos análisis médicos, lograron ubicar variadas metástasis a lo largo de mi caja torácica. Se sorprendieron, y si no fuera reo dirían que es un milagro que estuviera siquiera consciente. Me dieron dos meses de vida.

Papeles en blanco eran mi testamento. Nunca tuve ninguna visita, ni jamás la necesité. Mucho menos seres queridos, no eran de utilidad. Toda mi compañía recaía en la maldita bestia que ahora me ha dejado.

Pero pasado un mes desde que me dieron la fatídica sentencia, tuve gigantescos deseos de verme al espejo. Sin rozar afanes narcisistas, puesto que mi cara debería de ser un manojo terrible de ojeras, calvicie, y ojos muertos. Para mi sorpresa, la vi. Había vuelto a mí.

La bestia estaba fija en el espejo, mirándome. Y al cabo de unos segundos, comprendí su motivo en mi vida. Me sonreía de manera burlona, como riéndose de que nos iremos al juntos al infierno en pocos días contados. Comenzó a confesarse que usó mi cuerpo para cometer tales asesinatos hace cuarenta años, que necesitaba salir, que era prisionera de mi alma. Llorando de alegría, como si se hubiera contenido esas palabras hace tantos años, me contaba sin tartamudear ni vagar, su enorme peso en su corazón oscuro y tormentoso.

Luego de ese emocionante momento, noté que mi cuerpo cambió de manera notoria. Mis manos estaban dotadas de pelaje, mis uñas eran garras negras, y poseía gruesos y largos bigotes. Sentí deseos de acostarme. Al cabo de un rato, una gacela con traje azul vino a cambiar los repuestos de suero con el cual alargaban mi suplicio.

Mi bestia y yo nos dimos las paces en una instancia externa al mundo corriente, al mundo humano que nunca deja de girar y además ignora a las bestias que lleva en sus interiores, las que callan mediante sus trabajos llenos de tensiones, de sus cajas distractoras y de sus sustancias estupefacientes. Agradezco el día en que vislumbré al mundo como es, aún si fue en un restringido espacio como un bar, logré ver la naturaleza bestial del humano, y a las hermosas bestias de cada persona en aquella violenta estancia.

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