Ella me visita. Siempre de noche. Yo, con ansias de vencer el sórdido retumbar de las agujas, enciendo una vela y dispongo una flor envasijada que nos regale su sombra sobre el muro junto al lecho.

Ella se sienta a mi lado. Observa éste anciano cuerpo y con incomprensible regocijo parece degustarlo. Los suaves movimientos del colchón hacen ondular los pliegues ya marchitos de mi débil humanidad. Ella, entonces, comienza con sus relatos. Mis profundas tinieblas se transforman en insomnios consentidos mientras teje madrugadas interminables. Emergen historias épicas. En el deslizar del sonido de su voz, vuelvo a la juventud y la infancia ya tan lejana. También arrastra batallas atesoradas en los anales del paso del reloj. Sigue narrando. A veces me acaricia la mejilla con ternura. A veces pone su mano refinada en mi hombro. En mi habitación se lucen las obras de toda una vida. Aquellas creadas en coloridos óleos y otras más lúgubres de momentos oscuros. Ella no las toca siquiera, pues sabe que no puede hacerlo. Siento cerca el peculiar perfume de su aliento y su figura que pretende abrazarme. Yo mantengo sereno temple aceptando sus decisiones. Contempla mi rostro, me observa. Más nunca me ha besado aún. Sabe que de hacerlo solo podrá ser una única vez. Será, entonces, ese ósculo el que me llevará por siempre con ella, a su morada de eternidad.

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