Trabajar en el turno de noche de la panificadora La Espiga de Oro es un privilegio en estos tiempos de dificultad para las personas que tienen que salir adelante. Ganarse el pan de cada día se había puesto difícil y esta parecía una buena empresa. Pagaban un plus de veinte euros a la semana y, además, el pan era gratis para todos los empleados. Ya llevaba más de medio año trabajando de noche aunque hubiera preferido una jornada de mañana o de tarde y estar en las cintas empaquetadoras o, mejor, en la tienda de cara al público, porque le gustaba mucho el contacto con la gente. Marta era una buena conversadora y habría sido una extraordinaria dependienta. Pero cuando entró a trabajar, no pudo elegir. No había más puestos libres que el que le adjudicaron para hacerse cargo de la dichosa máquina, la amasadora, con un ruido y un movimiento constante, constante, constante… Y con esa luz que la dejaba insomne, que continuaba viendo, incluso a oscuras, en su habitación, cuando luchaba por dormir a las horas en que los demás estaban despiertos.
Así que, a pesar de las alteraciones en el sueño que había empezado a notar, Marta siguió con su trabajo. Pese a todo, no perdía la esperanza de que tal vez pronto ya no sentiría nada. Solo tenía que acostumbrarse. Ella estaba haciendo lo que siempre había querido ser: útil a los demás. Todo lo hacía por su familia. Las cosas no marchaban bien desde hacía casi un año, cuando el padre perdió el empleo y la madre, a causa de su enfermedad, tuvo que dejar su trabajo de limpiadora. Ella, sin quererlo, se convirtió en una solución, transitoria, pero solución.
Todos los días terminaba su turno a las ocho de la mañana, con la cabeza colmada por el ruido de la amasadora y el cuerpo impregnado del olor de la levadura y del pan recién hecho. Al llegar a casa, su madre ya le tenía preparado un buen desayuno. Después se metía en la cama aturdida y, justo cuando conseguía reposar en la almohada su cabeza a punto de reventar, Maite, su hermana pequeña, salía hacia el instituto y su padre, a intentar encontrar un trabajo.
Al principio, Marta caía rendida ya que el mismo dolor de cabeza la adormecía, pero conforme pasaban los meses, se sentaba al borde de la cama y, a la luz de la lámpara de la mesilla, repasaba mentalmente el número exacto de vueltas que completaban las paletas de la maldita amasadora mientras giraban sin fin, rozando las paredes frías de la máquina hasta que toda aquella mezcla se convertía en una gran y pesada bola. Una, dos, tres, cuatro, veinte, veintidós, treinta, cuarenta y ocho… Se sacudía la ropa a cada instante, como si un polvillo casi inapreciable la envolviera y tuviera que desprenderse de él. Entonces se acostaba en la cama y, aún con la luz encendida, se tumbaba con la mirada fija en el techo blanco, blanco, blanco como la harina, como aquella masa pegajosa que la rodeaba día y noche. En algún momento impreciso sus párpados caían pesados sobre sus ojos y la sumían en un sueño entrecortado y repleto de ruidos: un, dos, tres, cuatro…
A las dos de la tarde, cuando Marta casi acababa de hundirse en un sueño profundo, su madre entraba con mucho sigilo para recordarle que ya estaba la comida, le apagaba la luz y subía un poco la persiana. Y ella, molesta por la luz exterior, cerraba con fuerza los ojos. Le costaba levantarse y, cuando lo hacía, tardaba demasiado en reincorporase a la vida normal. Continuaba sumida en aquel ambiente harinoso, con el ruido de la máquina, la luz lechosa, el calor de los hornos y el desfile silencioso de los panes y las hogazas crujientes, tostadas, agrietadas, esponjosas, como seres irreales de un submundo del que ella también había entrado a formar parte. En su vida, ahora eso era lo normal.
Vida normal. ¿Qué era ya la vida normal? ¿Trabajar cuando otros dormían? ¿Acabar por no distinguir entre el día y la noche? Desde hacía un tiempo, Marta había empezado a encender las luces de cada habitación por la que pasaba. No veía bien y necesitaba más claridad. Al principio, nadie dio importancia al hecho, pero poco a poco esa manía se fue convirtiendo en algo realmente molesto, ya que además de encender las luces, cerraba cortinas y bajaba persianas. Solo toleraba la fría luz artificial en medio de la oscuridad. Una negrura que siempre estaba envuelta en ese polvillo fino del que no conseguía desprenderse. No soportaba la luz del día, que resecaba y tensaba su piel clavándosele como mil aguijones. Sus ojos se achicaban, le escocían.
Antes de volver al trabajo, justo cuando empezaba a caer la noche, Marta intentaba dar un largo paseo por la ribera del río, desde el Puente del Ángel hasta donde las aguas se perdían entre los árboles del Estanquillo. Al regresar a casa recordaba cuando su vida era otra, cuando le gustaba el contacto con los demás, su familia y sus amigos. Ahora no, ahora los esquivaba, no podía soportar otro ruido que no fuera el de su amasadora ni otra luz que la de su obrador. La tristeza y la angustia se apoderaron de ella hasta el punto de que decidió suprimir aquellos paseos. Total, su vida ya era otra; quizá un día todo podría cambiar y recuperar sus costumbres de antes. Todavía no perdía la esperanza de volver a ser la que fue. Pero, de momento, no quedaba otra opción que seguir adelante, todo lo hacía por su familia, por devolver algo de lo que había recibido.
Ahora todo era distinto. Ahora necesitaba de esos ruidos mecánicos que la arrullaban, un, dos, tres, cuatro, veinte, veintidós, treinta, cuarenta y ocho… Y de ese olor a levadura, de los colores harinosos y tostados, de la hinchazón de la masa madre, del crujido de un pan al abrirse. Estaba hipnotizada por la mezcla del agua y la harina, la sal y la levadura que terminaba convertida en pan, ese pan nuestro de cada día. Ella formaba parte de ese proceso de metamorfosis y vida, porque el pan era vida, alimento del cuerpo y del alma.
Fueron pasando los meses sin que nadie se percatase del verdadero cambio de Marta. Se acostumbraron a las manías de encender luces, correr cortinas y bajar persianas; al gesto incorporado de sacudirse el polvo de la ropa, de tocarse la cara una y otra vez… pero no fueron conscientes del gran cambio. Nadie lo hizo, nadie salvo su hermana Maite, que había estado observando cómo al paso de Marta la casa siempre se cubría de un leve y sutil velo blanquecino y harinoso, como el polvo que se hace visible al trasluz. Sus ojos parecían achicarse y en su piel, cada vez más tostada, surgían pequeños surcos de arrugas como grietas. Todo tendría que ver con el agotamiento del turno de noche, era un trabajo demasiado duro para una chica como ella; solo había que ver cómo había cambiado físicamente, parecía más mayor de lo que en realidad era, caminaba arrastrando las piernas, como si le pesaran y, además, olía a pan constantemente, como si la harina se le hubiera metido en las entrañas, como si estuviera poseída por la levadura, el agua y la sal que la hinchaban, la hinchaban… y ella misma fuera una gran masa.
Su hermana sabía que Marta se estaba sacrificando por todos, por conseguir el sustento diario, por ganar el pan de toda la familia en esos tiempos difíciles. Lo sabía pero no podía hacer nada. Hablar con ella se había convertido en algo prácticamente imposible ya que estaba casi siempre en su habitación, encerrada en sí misma, en sus pensamientos, rumiando y murmurando palabras inconexas. De vez en cuando, esbozaba una triste sonrisa y los ojos se le llenaban de lágrimas a punto de desbordarse.
Una mañana, cuando Marta regresó a casa después de terminar su turno, no quiso ver a nadie, ni siquiera desayunar. Se fue derecha a la habitación. Cuando llegó la hora de la comida, su madre golpeó la puerta con los nudillos una, dos veces… Suave. Marta, hija, que ya es la hora de comer. ¿Estás despierta, te encuentras bien? Nada. Silencio al otro lado. Bajo la puerta se podía ver, como todas las mañanas, el reflejo de la luz encendida. Volvió a insistir. Ninguna respuesta. A las súplicas de la madre se fueron uniendo las del padre y la hermana. Estaban asustados, pero no se atrevían a entrar en la habitación.
Al final, fue Maite quien empujó la puerta con determinación. Un olor a pan recién hecho les golpeó nada más entrar y retrocedieron unos pasos. En la penumbra, la sombra de Marta se recortaba inerte. Luz, necesitaban más luz, la que proyectaba la lámpara de la mesilla era escasa. Subieron las persianas y entonces la vieron. Se acercaron a la cama despacio… Los ojos de Marta les miraban alternativamente, por momentos se diría que sonreían, ¿o tal vez lloraban? Sobre el colchón, una hogaza de pan como recién salida del horno parecía estar esperando a ser abrazada por su familia, como cuando su madre iba a despertarla los domingos por la mañana. Como cuando no era más que una niña y no tenía que preocuparse por nada.
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