EL TRIGO – LAS MALLEGAS
Nuestras costumbres aportan una seña de identidad única en esta tierra.

Las costumbres y las tradiciones cambian, como no puede ser de otra forma, porque la sociedad evoluciona y no se detiene, pero siempre es bueno echar una mirada hacia atrás y no dejarlas en el camino del olvido, por eso hoy quiero que vuelvan a ser protagonistas y que todos disfrutemos compartiendo este puzzle de recuerdos, que son parte de la historia reciente de nuestra zona, de nuestro occidente, y de la que, de una forma u otra, unos hemos participado y otros escuchado a nuestros padres y abuelos.
Dentro de la agricultura uno de los cultivos más importantes fue el trigo, la base de nuestro pan, y ambos bien relacionados con nuestra alimentación y nuestra cultura.
Todo empezaba con la siembra del trigo. A finales del verano se araba y abonaba la tierra, se hacía con las vacas uncidas con el yugo y las sogas, se preparaba la tierra para proceder al sembrado que se hacía a voleo y se le añadía «piedra lipe» al grano para evitar que le atacara el mildiu, y vuelta a pasar el arado para que no se lo comieran los pájaros, teniendo mucho cuidado de trabajar con maestría para conseguir que los surcos quedaran bien rectos y paralelos.
Y entonces entraban en juego aquellos personajes míticos que simulaban personas, los guardianes de los campos de trigo, hechos de paja y harapos, con su raído sombrero y sus brazos estirados, siempre mirando hacia el infinito mientras hacían su trabajo, el de asustar a los pájaros para que no se comieran las cosechas, me llamaban la atención, me parecían una obra de arte de lo más natural, y me hacían pensar que aunque eran testigos de todo quizás su vida fuera triste y aburrida ¿Os acordáis de aquellos espantapájaros?
Después de Pascua era costumbre ir a los campos de trigo con aquel ramo de laurel, mojarlo en agua bendita y rociar la plantación mientras se decía:
Fuera sapos y sapagueiras
y toda clase de maldición
que aquí llega el agua bendita
y el ramo de la Pasión
Y el ramo quedaba plantado allí hasta que se recogía la cosecha, que en Mayo iba cambiando de color, del verde oscuro a toda la gama de verdes, hasta llegar al amarillo dorado que en Junio ya lucía radiante.
«Dice el labrador al trigo: para Julio te espero amigo»
El sol se levantaba temprano y sus rayos doraban la tierra donde el trigo ya pintaba el paisaje.
Shhhh…….. silencio, no rompamos la calma, solo se escucha la voz del viento que roza mis mejillas y el sonido de las bandadas de pájaros que levantan su vuelo sobre los campos.
Todo un album de recuerdos y nostalgias, que hoy nos muestra aquellos momentos de entonces tal cual los hemos vivido.
Ya se aproximaba el tiempo de la siega, había que ir preparando la hoz.
De pronto algo sonaba a lo lejos…..¡Tiruriiiiiii!, ¡Tirurá!, ¡Afiladoooor! «Afilo cuchillos, navajas, tijeras y toda clase de herramientas» Había llegado uno de aquellos afiladores, que decían que venían de Orense, con su rueda y su piedra de afilar. Justo lo necesario para dejar las hoces con el corte bien fino.
La gente acudía a las fincas a recolectar las espigas de trigo, con aquellos sombreros de paja, de ala ancha, que sustituían a las habituales gorras negras que normalmente todos los hombres usaban, y debajo los pañuelos de cuadros azules, …el típico «moquero», anudado en las esquinas, me imagino que para el sudor , y con camisas blancas de manga larga para evitar que el polvo, las espigas y las pajas tocaran sus sudorosos cuerpos y así evitar el desagradable picor.
Si, los vecinos unían esfuerzos y sudores y así durante un tiempo, casi todo el pueblo se dedicaba exclusivamente a este trabajo, para conseguir el trigo, el centeno y la cebada, que luego se utilizaría a lo largo de todo el año para hacer el pan y dar de comer a los animales.
Unos segaban y otros iban haciendo los colmos, que eran unos montoncitos de espigas bien colocadas y atadas con otro manojo de ellas, para luego ir cargándolos en los carros que ya empezaban a llegar, pues entonces no había ni tractores ni cosechadoras, todo era manual, y la mano de los niños también contaba, en verano ya no había escuela y era una ayuda más para esa faena, y al final siempre había recompensa, que era terminar encima de aquellos carros, entre los dichosos colmos que pinchaban las piernas mientras se iban llevando a las casas, tirados por aquellas vacas con los ojos llenos de moscas y que movían el rabo constantemente.
«A quién bien siega y mal ata, para buen segador algo le falta»
Cuando caía la tarde llegaba el mejor momento, el de la merienda, era tiempo para tomarse un descanso y degustar aquellas apetitosas tortillas bien amarillas por los huevos de nuestras pitas y acompañadas de aquellas sardinitas que venían en unas latas redondas bien grandes, las hogazas de pan y el vino y la gaseosa.
Los niños seguían participando en la descarga de los colmos, dándoselos a los mayores, que tenían su técnica para ir haciendo aquellas construcciones que eran como castillos y acababan con gran altura y que se llamaban «medas», eran circulares y el diámetro iba en disminución, con la paja para afuera y las espigas siempre hacia el interior para dejarlo protegido por si llovía y que no se mojara el grano, era toda una obra de arte, yo recuerdo que en nuestra casa se hacían varias medas, una siempre muy alta y luego varias un poco más pequeñas, y todas terminaban con varios colmos con las espigas hacia arriba, como formando un tejadillo.
Si amenazaba tormenta, malo, podría estropear la cosecha y si que recuerdo alguna tormenta de verano y escuchar a mi abuela rezar a Santa Bárbara;
Santa Bárbara bendita
que en el cielo estás escrita
guarda pan, guarda vino
y a la gente que está por el camino
Pero quedan en mi mente aquellos días que siempre amanecían con un sol de justicia, sin una nube, días bien calurosos, de duro trabajo, y era necesario hacerlo en esos días de tanto calor porque eso favorecía el proceso.
Bien, ya estaba el trigo en la huerta, pero quedaba lo más importante, trillar el trigo y eso se hacía con una máquina, una máquina de mallar, que normalmente había una en cada zona y hacía el trabajo en varios pueblos del entorno.
Si, no han pasado tantos años, pero……. ¡Cómo han cambiado los tiempos!
Ahora llega lo más importante, empieza la fiesta y la animación. La máquina de mallar ya viene, ese gran artilugio con ruedas, correas, poleas,….. y ponerla en marcha era todo un acontecimiento, principalmente para los niños que observábamos todo con los ojos bien abiertos, y esperando que nos dejaran seguir participando en algunas de las tareas.
Le daban manivela una y otra vez, hasta que por fin empezaba aquel tremendo y ensordecedor ruido…RRRRrrrruuum , chuff, chuuuufff, brum. brum,….brummm, bruumm….,que se podías escuchar por todo el pueblo, y que por momentos se iba incrementando cuando los chicos que estaban encima de las medas empezaban a tirar los colmos para abajo y la gente los iba pasando a los malladores, que casi siempre eran dos y se turnaban para que la maquina siguiera rugiendo y tragando el trigo y la paja, en medio de tremenda polvareda, sin parar de meter colmos, uno tras otro, siempre con las espigas hacia la boca de la máquina, que luego ella se encargaba de devolver el trigo por una parte, que se iba recogiendo y guardando en los horreos, o en unos arcones muy grandes que se llamaban huchas y que estaban en el desván, como era en nuestra casa, y la paja salía por otro lado y bien se colocaba en los palleiros, o se guardaba en el pajar. El palleiro también tenía su técnica para que no le entrara el agua y para que también luego fuera fácil sacar la paja cuando se necesitara para dar de comer a los animales.
¡Qué recuerdos! ¡Cuánto trabajo!
Las mallegas forman parte de nuestra cultura de occidente, largas jornadas de trabajo, pero también de ilusión, principalmente para los niños, y bueno, también para los mayores que se reunían para ayudarse, conversar y compartir comida y bebida.
Si, porque al final llegaban las empanadas, el queso y el dulce y el vino y la gaseosa.
«En Abril espigado, en Mayo granado, en Junio segado, en Julio trillado y en Agosto preparado»
Y esto formó parte de la vida de nuestras gentes, de nuestros pueblos, empezando con la siembra, la siega, la mallega, el molino, la harina, el pan hecho en nuestros hornos, ese pan de pueblo, de nuestra casa, que sabía a gloria ….. que duraba y duraba días y días en las maseras y esa tradición que se mantuvo viva durante décadas, hoy ya convertida en esto, en relatos de los mayores y en camino de ser historia.
Probablemente hemos perdido algo más que una tradición, tratando de romper una lanza en favor de la modernidad, no quedaba otro remedio, pero siempre dándonos cuenta de que hemos hecho un cambio y que de aquella cadena de favores de unos vecinos con otros, hemos pasado al trabajo individual, hoy hemos dejado de compartir.
Pienso que es importante despertar en los más jóvenes el conocimiento de nuestra cultura, para que la vivan, la sientan , y así conozcan mejor sus raíces, sus orígenes, y valoren las prácticas tradicionales.
¡ Qué nuestra tierra no pierda su cultura y sus tradiciones!
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