El negro cabeza

Su piel no es del todo blanca, ni del todo negra. Es un mix de tonalidades que en Argentina se titula de varias maneras, siguiendo un orden creciente de desprecio: “morocho”, “negrito”, “persona de piel oscura”, “cabecita”, “negro cabeza”, “negro villero”, “negro de alma” “negro de mierd..”. Ser un negro de alma o un negro cabeza supone la más baja jerarquía del ser humano, rozando lo no humano. El apodo se relaciona con el color y con la procedencia, ya que muchos son hombres y mujeres de países limítrofes que vinieron al país buscando más oportunidades. A ojos y voz de una gran cantidad de argentinos son “oportunistas que quitan trabajo”. El “merecedor” de este apodo, suele ser de clase social baja, de vestimenta humilde rozando lo “groncho”, su forma de hablar es distinta, con mala dicción. Algunos caminan por las sombras, otros se creen dueños de la calle, que es su escuela. Se aglomeran en barrios de baja categoría de la Capital o la provincia, por los que “mejor no conviene meterse”. Los más desafortunados están en Villas miseria, zonas delimitadas del conurbano por las que nadie quiere pasar. A veces sí las vemos de cerca en el ómnibus, cuando nos vamos de vacaciones a la playa, y ahí nuestra benevolencia y compasión parece asomarse por un momento, y por dentro pensamos: “Pobre gente”, “Qué injusta es la vida”.

Pero el temor y la incomodidad vuelven sobre nosotros. Es la actitud que tienen y un no sé qué flotando en el aire que eriza la piel, provocando que las mujeres agarren más fuerte su cartera o se crucen de vereda. La etiqueta recae como un rayo sobre este prototipo de gente. Es inevitable. Basta con ver el color y escuchar la tonada o la jerga que usan para determinar categóricamente que ese es un “negro cabeza” y que por consiguiente es pobre, que va a intentar robar, que es violento, que vive drogado, que es analfabeto, cortito de mente, que abusa, golpea, se emborracha, manosea, increpa, presiona, no razona y genera desconfianza. Pero por sobre todas las cosas: está perdido para siempre. Entonces así, cada día, el argentino “modelo” convive con este espécimen que es parte de su sociedad, y repudia y teme con todo su ser.

¿Qué hay de cierto en esta descripción? Todo y nada.

Hay gente de color, hay gente que no es de acá, hay gente honesta, trabajadora, y sin malas intenciones, y también hay gente que mete miedo y provoca en otros un profundo rechazo inevitable y ancestral. Hay también blancos que son “negros cabezas”, pero esos son los menos. Hay un sinfín de hombres, mujeres y chicos que parecen haber sido cortados con la misma tijera, como si no fueran personas, sólo entes peligrosos para el resto.

¿Existe ese negrito de gorra que se acerca demasiado para pedir plata, y cuando le decís “no” se deshace en insultos y maldiciones? Sí, existe. ¿Existe ese cabecita que vive drogado, con los ojos rojos de la bronca e impotencia? Sí, existe. Es el mismo que suspira y se le ensombrece la mirada de tristeza por la indiferencia, el mismo que afana y que camina tambaleándose, que habla solo y al que pocos le responden. Es el mismo que no puede salir de un círculo de discriminación y miseria. Pero por alguna razón somos incapaces de ver que es la misma persona, esa que nos asusta y sufre a vez es la misma persona. Parece que hay que tomar una postura para vivir.

Da miedo encontrarse con uno de ellos de frente. Y también debería darnos miedo los pensamientos que se nos cruzan cada vez que lo hacemos y lo miramos con una cautela y frialdad que no sabemos disimular. Nos definimos como gente no racista, pero no es cierto. Algo siempre demuestra que hay desagrado frente a ciertos estereotipos. Entre nosotros mismos nos encargamos de alentar y justificar nuestra actitud reaccionaria, y al mismo tiempo nos resulta ofensivo que alguien diga: “Es un cabeza”. Vivimos en esa contradicción, y las contradicciones de este tipo no permiten la integración.

Iba hoy para el trabajo, y casualmente me cruce con dos chicos “raros”. Mi alarma xenófoba me dio un cimbronazo, pero decidí no cruzar la calle. En el momento en que pasé a su lado, uno de ellos (un nene de no más de 11 años) se me atravesó y amagó tocarme para asustarme con un “buh”. Di un salto y me latió el corazón fuerte. Seguido de esto, su frase fue: “¡Qué miedo te di, ¿no?!”. Lo miré mal, sin saber qué responderle, y me quedé pensando qué increíble lo que acababa de pasar. No sólo porque estoy escribiendo sobre esto justo ahora, sino porque lo primero que pensé no fue “Es un nene que juega asustar a otro” como cualquier nene de esa edad”, sino más bien un “Es un nene de la calle que sabe que la gente le tiene miedo por su condición, ya se asume discriminado y despreciado, entonces decide mostrarse como alguien que mete miedo”. Sí, a los 11 años.

Es difícil aceptar lo que toca en suerte en la vida. Para todos es igual. Sean mejores o peores las circunstancias que se atraviesan y lo que se tiene a favor o en contra, todos estamos acá luchando por entender qué hacer mientras dura nuestra estadía en el mundo. Hay entonces un común denominador en esta alegría y padecimiento existencialista que atravesamos los humanos, pero también hay una situación de desventaja social abismal y real que genera juicios de valor y que destruye la posibilidad de igualdad. No importa si lo hacemos notar o no, la sensación de diferencia está latente, y ese menosprecio, por mínimo que sea, aleja.

Parece como si la única opción fuera resetear el mundo, la historia, el primer momento en el que alguien vio COLOR, vio FEALDAD, vio DIFERENCIAS entre nosotros.

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