El trabajo de Tai era el de un simple ayudante de campo, acompañaba a cargar los vacunos que su patrón, el sr. Peip, compraba y que luego eran llevados a la finca, al otro lado del río para ser carneados. También ayudaba con la faena. Acercaba los instrumentos necesarios, como cuchillos, sierra, chaira, baldes; pero también era él quien sostenía de la soga que iba en el cuello de los animales.
El mecanismo era el siguiente: los animales eran amarrados por el cogote arriba del acoplado, y el otro extremo de la soga pasaba debajo de una raíz de algarrobo que sobresalía de la tierra. Cuando éste bajaba del acoplado, Tai tiraba de la soga, entonces el animal quedaba pegado al árbol y la soga quedaba trabada a modo de palanca para evitar que se vaya. De este modo quedaban vulnerables para recibir la puñalada en la nuca, que los dejaba completamente inmóviles en el suelo pero aún con vida. Luego se enterraba el puñal en el corazón para que termine de morir desangrado.
El animal era levantado mediante una grúa que estaba atada fuertemente en una rama del árbol, que rechinaba horriblemente al accionarse.
El cuero se lo dejaba secar extendido en unas estacas, el bofe se lo daban a los perros de la finca junto con la sangre del corazón cuando no había que hacer morcilla. Todo lo demás, las achuras, las tripas, la cabeza, y principalmente la carne, se vendía en las carnicerías del patrón sin desperdiciar absolutamente nada.

Cuando Tai comenzó a trabajar lo hacía con mucho entusiasmo. A pesar de que ayudaba a carnear (algo a lo que nunca se terminó de acostumbrar por su sensibilidad con los animales), le gustaba estar en la tranquilidad del campo,
sentía que era un lugar soñado.
Podía ver en el recorrido, extensos campos sembrados que simulaban ser un gigantesco y esponjoso colchón verde. Halcones posados en lo alto de los árboles secos, catas y palomas volando a la par del vehículo, todo esto acompañado del viento fresco que entraba por la ventanilla acariciando sus mejillas.
En la estancia disfrutaba viendo las cabras desfilar hacia la acequia, verlas pastar o jugar con «vampirito», un gato negro que se había criado salvajemente en la finca, y fue bautizado de ese modo porque le sobresalían los colmillos. Cuando no tenía nada que hacer caminaba acompañado de los perros por el mágico sendero del monte, hasta llegar al borde de la ciénaga para comer una mandarina o una naranja. Contemplaba el sol de la tarde que penetraba el ramaje de los árboles, y encontraba una paz que no había conocido hasta entonces.

Pero pronto las cosas cambiaron para él…
El sr.Peip, era un hombre muy avaro y codicioso. Cuando vio que su negocio crecía, decidió carnear cuatro animales por semana en vez de uno.
Tai correspondía con realizar su trabajo, pero observaba todo esto con total indignación. Rápidamente comenzó a sentir repugnancia al ver la forma atroz en que el sr.Peip trataba a los animales al cargarlos. Los picaneaba, los azotaba, y cuando debía colocarle la soga al cuello para que bajen los provocaba con patadas e incluso hasta los insultaba.
Cuando se carneaba un solo animal la sangre se secaba, y el joven se tomaba el trabajo de alejar los restos hacia el monte para mantener aquel lugar que tanto le gustaba en condiciones agradables. Ahora, observaba la sangre amontonada hecha barro en la raíz de aquel algarrobo seco, despidiendo un olor putrefacto que le quedaba impregnado en las narices, y atraía a miles de moscas verdes. La sangre de los animales parecía deslizarse hacia ella como si buscara tapar aquel hueco.
Los gusanos y las moscas habían comenzado a darse un festín con los cueros y las pezuñas en descomposición. Sin mencionar la montaña de mierda que se había acumulado al vaciar los estómagos.
Donde estaba aquel árbol, se había convertido ahora en un cementerio maloliente y desagradable, que nada tenía que ver con el lugar soñado y apacible que era.

Un día, en la finca del viejo Hernández, un hacendado que tenía en su poder alrededor de cuatro mil reses cargaron dos toros. Eran unas bestias majestuosas. Uno de ellos era gris ceniza, con unas astas perfectamente alineadas y curvadas hacia arriba. El otro era negro platinado y mocho.
Ambos habían dado mucho trabajo al cargarlos, de tal modo que uno de los peones del viejo Hernández había terminado con un brazo roto. Pero, finalmente, eran transportados a su destino.
Cada vez que bajaba a abrir una tranquera, y el acoplado pasaba por su lado, Tai cruzaba mirada con las bestias y se sentía profundamente avergonzado. Sentía una tristeza inexplicable al ver que eran llevados a morir de la manera más absurda en manos de un cobarde como el sr.Peip. Tanto malestar tenía, que aquella tarde hizo todo con un nudo en la garganta y una presión en su pecho.
Llegaron a la finca, acompañados de dos hombres que habían sido contratados aquella tarde por el sr.Peip, quien rápidamente ordenó que primero matarían al gris.
Se podía ver el miedo en el toro, pero a su vez, podía sentirse la furia. Con su pezuña delantera escarbaba el suelo del acoplado queriendo destruir las rejas que este tenía, esquivaba el lazo y bufaba de una manera desmesurada, hasta que uno de los hombres pudo amarrarlo por el cogote. El otro extremo de la soga se lo lanzaron a Tai, pero el hueco estaba más trancado que nunca, fue necesario buscar una pala para sacar la sangre que se había quedado atascada en la raíz.
Finalmente la puerta del acoplado se abrió, el toro bajó dispuesto a dar pelea; giraba con fuerza intentando alejar a los hombres que se acercaban con el cuchillo en mano, lanzaba patadas, y bramaba fuertemente. Tai, al escuchar a la bestia luchando por su vida se sintió aturdido, no podía ver como el hermoso animal era ejecutado, sintió el deseo de soltar la soga y ver como el toro embestía a los hombres y también a él, deseaba profundamente ver justicia en aquella lucha entre el hombre y el majestuoso animal…
Sin tener tiempo para reaccionar, vió como el sr.Peip tomaba un hacha, y con el contrafilo le dio en la frente, produciendo un golpe seco y estruendoso. El animal cayo inmóvil al suelo, y el muchacho sintió que su alma caía con él.
El sr.Peip y los dos hombres se dispusieron a cuerear y carnear, pero Tai, conmocionado, se alejó hacia el acoplado donde estaba el toro negro.

Podía ver sentado desde lo alto del acoplado el sol reflejado en el lomo del animal, sus músculos, sus venas y podía ver en los ojos de la bestia que no había temor alguno. Pensó entonces que quizá al escuchar el bramido de su compañero el ya había aceptado su destino, porque la naturaleza es sabia. «Perdón», le susurró en voz baja, y acerco su mano a la cabeza del toro sintiéndose un cobarde por no haber hecho justicia, pero el toro negro acercó su cabeza y lo miró fijamente. Por un segundo Tai se sintió conectado con él, y vió a su alrededor lo que antes veía, el lugar paradisíaco resplandecía ante sus ojos, lo único grotesco eran los hombres abusando de la generosidad de la naturaleza. Pero esa sensación le transmitió paz de saber que la justicia llegaría.

Era el turno del toro negro, que inmóvil aceptó la soga en su cuello. Pero cuando bajó, comenzó a pelear como si hubiera nacido para ese momento. Uno de los hombres tiraba de la soga junto a Tai, y el otro junto al sr.Peip intentaban clavarle el cuchillo al animal. Este resoplaba y levantaba la tierra con sus patas, peleó una hora hasta que recibió una puñalada certera en la nuca. A diferencia de todos los otros animales, este no emitió ningún sonido, cayó por un segundo en el suelo e inexplicablemente se puso nuevamente de pie, girando sobre el tronco del algarrobo, intentando zafarse, hasta que recibió otra puñalada. Y cayó para siempre. Tai soltó la soga y corrió a donde agonizaba la bestia. El sr.Peip apartó al muchacho y clavó el puñal en el corazón del animal para terminar de matarlo. La sangre que salía a borbotones del corazón de la bestia parecía ser absorbida por el árbol. El toro respiraba con dificultad ahogándose con la sangre, y grandes lagrimas salían de sus ojos. Tai se arrodillo y sintió que de sus ojos también salían lágrimas, pero eran lagrimas de odio hacia aquellos seres humanos y hacia él mismo, que no había podido hacer nada para evitar la muerte del majestuoso ser.

Ya había comenzado a anochecer y los otros ayudantes se habían marchado. El muchacho se negó a ayudar a su patrón, esto provocó la furia del sr.Peip
– ¡Jamás debería haberte contratado!-exclamó.
El joven miró por última vez lo que quedaba de los animales y se encaminó por el camino de regreso. La oscuridad del campo dejaba al descubierto un cielo repleto de estrellas, el cantar de las cigarras y una lechuza lejana era lo único que se escuchaba. Entonces le suplicó al cielo que se hiciera justicia.

El sr.Peip quedó completamente solo, se había provisto de un pequeño farol que iluminaba el cuerpo del animal colgado en la grua. La oscuridad lo asustaba, por lo que estaba decidido a terminar rápidamente su labor. Entre maldiciones e insultos entre dientes hacia Tai y hacia los animales, intentaba cortar sin obtener resultado, ya que por los nervios, la chaira y los cuchillos se le caían en la oscuridad. De repente, pudo oir el ladrido de los perros de la estancia como si algo se aproximara. Esto lo alteró aun más, intentó continuar con su trabajo, pero un viento fuerte comenzó a soplar, provocando que el pequeño foco de luz se prendiera y se apagara, hasta que finalmente se apagó, y el sr.Peip quedó completamente en la penumbra de la noche. Decidido a no abandonar lo que había empezado, siguió, pero ahora podía escuchar el mugido de las vacas aproximándose desde el monte. Incrédulo comenzó a mirar en todas direcciones, cada vez mas aturdido, hasta que todo quedó en silencio. Entonces, se pasó la mano por la frente para secarse la transpiración, pero sintió algo viscoso y espeso en los dedos. Probó con la punta de la lengua y aterrado se dio cuenta que era sangre. De las ramas del árbol caían gotas de sangre; entonces quedó paralizado, cuando sintió un fuerte bramido de toro detrás de él. Los perros que ladraban a lo lejos se acercaron a ver el espectáculo, y ahora era a él a quien le ladraban y gruñían. Nuevamente el sonido de la estampida se hizo notar. El sr.Peip estaba tieso, sin poder moverse, entonces vio a través de la oscuridad la sombra de un toro que salió rápidamente para embestir al gran algarrobo, la gruesa rama donde estaba la grúa se precipitó sobre el, aplastándolo completamente. Los perros que deambulaban atentos al espectáculo se abalanzaron como de costumbre a beber la sangre y el desperdicio. Aquella noche la naturaleza vengó la muerte de todos los animales que el sr.Peip, había matado. 

                                                                                                                                   HERMES

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