Entonces, en su proscripción obligada partió el príncipe Yusiano y sus cien seguidores hacia tierras desconocidas. Se dirigió hacia el sur bajando de las serranías por el paso Gastiano, luego torció hacia oriente por un día, entre los confines de las colmenas, hasta alcanzar los saltos de las aguas Plosinas. No los cruzó, sino que se internó más hacia el sur por las veredas ribereñas, hasta internarse muy dentro de los estados Conciliares. Encontró entonces en su paso perdido, los valles fronterizos de oriente, lindes que podrían considerarse, tierra de nadie. Existían sí, allí algunas poblaciones aborígenes de obscura procedencia, no podría decirse a ciencia cierta que eran gúmaros, pero sin duda que no eran bóreos. Intentaron los errantes confundirse con aquellos, parecer una villa más de entre las poblaciones que se desperdigaban entre los montes, los llanos y la cordillera, siempre a lo largo del brazo oriental Plosino, pero jamás conseguirían ser parte de esos pueblos. El cabello rojizo, la tez pálida, la excepcional altura de sus hombres, y sobre todo sus destempladas costumbres, los convertirían muy pronto en objeto de rechazo y hasta de odio de parte de las poblaciones locales.
***
Previendo una escasez de alimentos, Baranio, el segundo al mando en la aldea, envió una patrulla a los desconocidos páramos del noroeste para hallar nuevos territorios de caza. Esa expedición, que utilizó a una de las última de las patrullas disponibles, había salido desde hace diez días, sin seña alguna, y en la aldea ya les daban por muertos. En su viaje, aquellos exploradores se habían internado en la floresta central en busca de presas, para medir a las jaurías de lobos y espiar a las villas de aquella región, si las hallaban. No encontraron poblaciones en los bosques, sí algunos tigres monteses, unas jaurías de lobos de gran tamaño a las que debieron evitar, y otro hallazgo de suma importancia para los aldeanos.
Tarde de noche, cuando todos dormían, desde las colinas boscosas arribó apresurado uno de los expedicionarios, dando voces y buscando a los líderes. El mismo Yusiano y su segundo, Baranio, que se hallaban inspeccionando a la guardia, salieron al encuentro del joven mensajero, en las afueras de la aldea, justo a las entradas del bosque Longino.
- ¿Soldado donde está tu tropa? —preguntó Baranio al recibir al corredor.
- Comandante, debemos prepararnos, salir con los hombres, tenemos una gran oportunidad —señaló el joven explorador, jadeando e inclinado, apoyado con sus manos sobre sus mismas rodillas, resoplando. Baranio le afirmó con sus manos e intentó levantarle pues desfallecía.
- ¿Qué dices, de dónde vienes, tus compañeros dónde están? —replicó el jefe militar, mientras Yusiano entre las sombras, los miraba.
- Quedaron en las montañas señor, a un día de camino hacia el noreste, vigilando.
- ¿Vigilando qué? —preguntó de nuevo el comandante.
- Señor, animales de caza, gran cantidad de ellos.
El joven tomó aire y continuó:
— Manadas de alces migrando al sur, todas muy hacia occidente, algunas escaparon hacia la serranía forestal, y dos o tres tomaron los campos al pie de la cordillera. Allí se quedaron un grupo de hembras preñadas, muchos animales jóvenes y un macho prodenzal, el más grande que he visto.
- ¿Prodenzal has dicho? —preguntó Yusiano que, al escuchar al soldado se adelantó empujando a su comandante.
- Si señor, se quedó defendiendo a las hembras de una jauría de lobos, lo vi despedazar a varios —respondió el mensajero que, apresurado retomó la vertical cuando se dio cuenta que era Yusiano quien le preguntaba.
- Pues aséate y toma alimentos, por la mañana nos llevarás hacia ese lugar —replicó Yusiano, el soldado enseguida se dirigió hacia las barracas aún con paso renco por el cansancio.
El príncipe se dirigió entonces a su comandante Baranio, le punteó el pecho haciéndole remecer como un árbol contra el viento, mientras le decía:
- Prepara a tus mejores arqueros, no perderemos esta oportunidad de caza. Podremos hacernos de carne nueva, de pieles, y esas cornamentas prodenzales las podremos vender a buen precio, miles de créditos conciliares, estoy seguro.
- Sí señor, estaremos listos para el alba —respondió Baranio.
El mensajero tomó un baño con aguas del reservorio, cambió sus ropajes y se dispuso a merendar en las cocinerías. Allí le recibió el viejo Costino, que medio dormido fumaba una gran pipa. Al ver al joven tan demacrado, enseguida se paró y se fue cojeando hacia las cocinas. Allí comenzó a prepararle unos guisos reponedores.
—¿Eres el corredor? —preguntó el cocinero de hueste. El muchacho no pudo contestar, Costino se le adelantó.
—Claro que eres el corredor, me dijeron que vendrías, toda la villa habla de ti —dijo el viejo mientras movía sus implementos de cocinas y desprendía bocanadas espesas de humo de tabaco, que se confundían con los vapores de los guisos.
—Sabes, yo también fui auxiliar de exploración, allá en los bóreos claro. Serví al viejo Yusiano, por muchos años, después a su hijo, y habría sido de la soldadesca errante, si no fuera por esta pierna —diciendo esto se golpeó la pierna con el cazo que manejaba, sonando hueco el impacto de ambas maderas.
— ¡Ja! Sabes, la perdí peleando en las Colmenas, ¡ah! pero maté unos cuantos. Espero que te guste la liebre, es lo único que tenemos, esta mañana repartí los últimos trozos de caballo seco.
El corredor hizo ademán de responder, pero el viejo cocinero siguió hablando mientras que, desde una vieja olla quemada y hendida, servía un oloroso potaje en un plato de madera.
—También dicen que viste un ciervo embrujado, uno gigante, ¡ah! también vi uno en mis viajes por las colmenas, uno majestuoso, talvez sea el mismo que viste tú, dicen que viven cientos de años, dicen que el jefe lo quiere cazar, ¡ah! pero no podrá, nadie puede matar a los embrujados, nadie —dijo esto mientras dejaba en las barbas del corredor, un gran plato de potaje de liebre, con grandes trozos de carne y patatas, la fragancia del guiso hizo despabilarse al joven, que buscó con su vista la cuchara, y al no hallarla movió sus manos para alzar el plato y tomar sus jugos directo a su boca, Costino lo interrumpió entregándole un cacillo, el muchacho lo tomó de un zarpazo y comenzó a cucharear como de días sin comer, pues así había sido, no había probado bocado suculento en varios días. Un momento después, Costino de golpe dejó una jarra llena de un líquido al lado del plato del corredor.
—Prueba esto niño, es mi preparación especial de sidra, con ella me gané mi puesto de cocinero real, era la preferida el antiguo señor Yusiano, ¡ah! que banquetes aquellos, que banquetes.
***
El amanecer sorprendió al muchacho dormido sobre la misma banqueta que usó para cenar, una mano le sacudió.
—Despierta muchacho, la columna está lista, debes salir con nosotros para orientarnos —era el comandante que había trabajado toda la noche preparando la impedimenta para el viaje. Había acaparado más de la mitad de las reservas de alimentos para ese rescate, una verdadera apuesta. El mensajero de un salto se puso de pie y firme.
—Señor, si salimos ahora llegaremos mañana al amanecer, habrá animales de presa en el camino, necesitaremos ballestas pesadas y arcos largos —dijo el muchacho
—¿Animales de caza dices? ¿Y tú como sobreviviste un día entero en la floresta?
—No estaba solo, otros dos salieron conmigo.
—¿Quiénes eran?
—Lesépodas el hijo del curtidor y Nesetas Briquetero, ellos me protegieron la mitad del camino, después solo tuve suerte.
—Bien, de esta cacería depende nuestra sobrevivencia sabes, ahora refréscate y toma tus armas, saldremos enseguida.
—Pero señor, yo no tengo armas, solo soy un corredor.
—¿Cómo? Ve a mi barraca y allí pide una espada y una rodela, no puedes ir por ahí desarmado.
Asintió el joven, y después de armarse se puso a la cabeza de la columna, que eran como una veintena de hombres, todos de a pie, pues ya no les quedaban caballos.
Se adentraron en el bosque, subieron las colinas medias, y luego bajaron por un leve y extenso declive, hasta que hallaron una llanura angosta y extensa, que atravesaba de norte a sur toda la región. Al amanecer del día siguiente Baranio con el mensajero subieron una colina, desde la cual pudieron avistar a las manadas de alces y al gran macho, que a esa distancia parecía un dios animal, descomunal aún en su silueta lejana. A distancia de los animales, se podía distinguir a un pequeño campamento que levantaba fuegos. Bajaron de la colina los dos y se unieron al resto de la columna, para adelantarse con un pequeño grupo y obrar con el último tramo de la expedición.
Cuando se aprestaban a salir de la floresta, sintieron un gruñido apagado y un fragor de golpes sobre el terreno, con un grito agudo. Todos los del grupo adelantado se detuvieron, miraron derredor y en las arboledas buscando el origen de ese grito hasta que, a unos veinte pasos del grupo, entre la sombra de dos árboles, vieron a un tigre montés zarandeando un bulto despiezado y suelto. Los hombres se miraron entre ellos y dieron con que aquel bulto, que era destrozado debajo de las zarpas del animal, era el mismo mensajero que les guiaba. Los hombres corrieron hacia el animal y comenzaron a herirle con las lanzas y a dar voces intentando espantarle, pero el animal saltaba y gruñía, esquivando los lanzazos sin soltar a su presa. Yusiano comenzó a preparar su ballesta pesada, hasta dos veces perdió de manos la pica de fierro, mientras la bestia inmutable continuaba con su mortal embestida. Uno de los soldados lanzó su jabalina hacia el animal, el arma perfiló apenas por sobre el lomo y golpeando una piedra la rompió en tres pedazos. Otro, se acercó de un salto y golpeó la cabeza del animal con su lanza, la que se partió, pero la fiera aparentó no sentir dolor alguno. Enseguida otro le lanzó una piedra como del tamaño de un yelmo, la roca dio en las costillas del gran gato remeciéndolo, este se detuvo en su agitación y todavía mordiendo a su presa, dio un vistazo enfurecido al hombre. En esto, Yusiano ya tuvo lista su arma, dio dos pasos al costado buscando el flanco del felino, puso una rodilla en tierra, y cuando el tigre levantaba a su presa para arrastrarla hacia la espesura, Yusiano soltó el seguro de su arma y la punta salió despedida silbando el aire, y golpeando en el cuello del tigre, lo atravesó de lado a lado, despidiendo en su laceración, un chasquido de carnes y huesos rotos, quedó la flecha allí atravesada en el pescuezo. El animal de presa hizo una convulsión, soltó a su víctima y perdiendo la fuerza de sus zancas cayó sobre su misma panza, con el hocico en sangre y los ojos perdidos, exhalando apenas, viviendo apenas.
Baranio corrió hacia el mensajero que yacía tendido boca abajo, al lado del cuerpo palpitante del felino. Volteó al joven, pero no pudo entender lo que vio, hasta que se dio cuenta que, le faltaba el rostro, el brazo, el hombro derecho y parte del cuello.
Uno de los soldados se acercó y con su lanza le dio el golpe final al atrevido animal. Entonces después de un silencio, Yusiano arrojó su ballesta al suelo y lanzó maldiciones.
—Muchacho, se te acabó la suerte —dijo Baranio, quitándose la capa y cubriendo con ella al fallecido. Yusiano ordenó a dos soldados que lo sepultaran, y que después alcanzaran a la columna.
—¿Qué haremos ahora sin el guía? —preguntó uno de los hombres.
—Ya tenemos a vista a la patrulla perdida, bien nos sirvió este joven mensajero—respondió Baranio.
Elevaron una pequeña plegaria por el soldado muerto, y retomaron la marcha. El comandante seguía intrigado.
—Todavía no comprendo ese comportamiento, ese animal no nos temía —preguntó Baranio cuando se adentraban en la llanura.
—Es claro, estamos en tierras vírgenes, los animales de aquí no nos conocen, ni a nosotros ni a nuestras armas, no debe haber tierra habitada por muchos estadios a la redonda— respondió Yusiano.
—Entonces deberemos tomar mayor resguardo, el mensajero nos habló también de jaurías de lobos —terminó de apuntar el comandante Baranio.
Continuaron su marcha ambos jefes, con la columna de hombres y carros tras de ellos, se adentraron en la llanura que precede a la cordillera norte, justo antes de los bajíos centrales, hasta que por fin se encontraron con el escuadrón de exploradores, en la pequeña tienda levantada por aquellos. Estos, abatidos y con hambre, y los recién llegados, cargados con alimentos y cueros de vino. En la principal tienda, el capitán de la patrulla resarcía los días de ayuno, mientras Yusiano a su lado le preguntaba.
—Dame tu informe capitán, ¿Qué tenemos aquí?
—Señor, una manada de alces, una treintena de ellos, acechada por una jauría de lobos, que no los dejan avanzar.
—¿Nada más?
—Sí, un alce macho rojizo, de unos ocho codos de altura, quizá de diez quintales, un monstruo si me preguntas. He visto otros machos grandes, pero ninguno como este, señor.
—¿Y dónde está ahora?
—Se oculta entre aquellos árboles, en el bajío, cada vez que se acercan los lobos, sale a combatirles, los hombres dicen que lleva una cabeza de lobo ensartada entre sus cornamentas, yo no la he visto.
—¿Crees que podamos cazarle?
—Puede ser, en cuanto lleguen las cuadrillas a caballo.
—No llegará ninguna cuadrilla, ya no nos quedan monturas.
—Pero ¿qué ocurrió con los caballos?
—Sufrimos pérdidas, tuvimos que sacrificar a varios para comerlos, y un oso mató a cinco, ya no nos quedan suficientes ni para una brigada, es por eso que esta cacería es tan importante.
—Entonces señor, va a estar muy difícil, primero debemos deshacernos de esos lobos.
—Eso haremos, ¿Dónde están ahora?
—Se agrupan en aquellas cuevas en la altura, pronto saldrán.
—¿De cuántos animales estamos hablando?
—De veinte a veinticinco, no más que eso.
—Bien, nos prepararemos —respondió Yusiano.
Al atardecer Baranio salió con sus lanzadores hacia la altura, unos diez hombres fuertes con arcos y carcajes repletos de flechas, y con espadas cortas para el combate cuerpo a cuerpo. Subieron por largo trecho, con el precipicio siempre amenazándoles por la siniestra, y con la pared escarpada a la diestra, hasta que lograron llegar a las altas planicies. Allí agazapados tras formaciones rocosas, a cincuenta pasos de las cavernas, esperaron la salida de los lobos de montaña. A simple vista podía verse en el terreno, un incipiente sendero arado por las zarpas lupinas, con abundantes rastrojos de sangre. Por varias horas aguardaron, hasta que un lobo lastimado apareció con su silueta envejecida recortada contra el ocaso. Era de temer sin duda, pero no era el líder. Movió la cabeza de un lado al otro, capturando el aire, y engañado por sus sentidos, dio una desconocida señal al resto de la jauría. Aparecieron entonces uno a uno los feroces cazadores, obscuros, gibosos, silenciosos, con un andar lento y crispado, con los ojos vacíos y las fauces jadeantes, deseosas de carne fresca. Cuando la jauría se mostró completa ya afuera de la guarida, a una señal de Baranio los hombres prepararon de un solo movimiento sus arcos, y diestros lanzaron una andanada de flechas hacia la nube de animales. Las puntas metálicas viajaron elípticas zurrando el aire, y cayendo repentinas, atravesaron las carnes, costillas, cráneos y huesos de los lobos carniceros. Viendo a sus compañeros caer, ensartados y moribundos, el cabecilla de la jauría, la más obscura y grande de las bestias, dio toda la impresión de que comprendía lo que pasaba. Dio un leve aullido y comenzó a correr hacia los hombres, los demás animales sobrevivientes le siguieron. Los arqueros comandados por Baranio, preparaban la segunda andanada, tranquilos primero, pero nerviosos luego, pues vieron como los animales abarcaban el largo trecho que les protegía, en unas cuantas zancadas. Con los animales casi encima, los arqueros lanzaron una andanada de flechas, que poco disminuyó el número de enemigos. Luego en premura, los hombres soltaron sus arcos y dieron mano a sus espadas cortas, con las que apenas lograron disponer de defensas. Sin duda que los soldados habían errado en la distancia a guardar con la jauría, y se disponían a pagar las consecuencias. Luego de correr como saetas por sobre la tierra pedregosa, los animales comenzaron a saltar por sobre las rocas que protegían a los hombres, e iniciaron la lucha cuerpo a cuerpo contra aquellos. Dos de los hombres enseguida fueron arrastrados por las bestias afuera de los parapetos, un lupino arrestó a un soldado por la espalda, este logró sacárselo de encima arrojándolo al suelo, allí le dio el golpe de muerte con la espada, que atravesó el torso del lobo, hasta clavarse en el terreno, un borbotón de sangre estalló desde aquel vientre destrozado, y así luchaban las bestias contra los hombres, que daban voces, alaridos y llamados de auxilio hacia sus camaradas que se hallaban en la base de la montaña. Yusiano vio la lucha en lo alto, y ordenó al resto de hombres, que enseguida le siguieran hacia la altiplanicie. La pelea en la montaña se le perdió de vista mientras subía con el resto de la expedición, pero era posible todavía oír los gritos, los gruñidos y el ruido de los cuerpos revolcándose, de las espadas rompiendo los huesos, de los soldados gritando de dolor por las dentelladas, de los gemidos de las bestias que morían.
Cuando Yusiano y su grupo lograron llegar a la planicie, vieron una lucha trabada. Ya afuera de las cavidades rocosas, los grandes perros rodeaban y asediaban a un piño de soldados a punto de rendirse. Yusiano entró a la zona de pelea golpeando con su espada firme, de dos sablazos dio muerte a un par de animales, le siguieron el resto de los soldados que, en su empuje, lograron por momentos dar vuelta la situación. Mientras luchaba, Yusiano buscó entre las bestias vivas y muertas al líder de la jauría, pero no le halló, enseguida se dio cuenta que algo faltaba en aquella escena.
Cuando parecía que los hombres se sobreponían a las bestias y estas eran reducidas, desde aún más alto en la montaña, se escucharon aullidos, gruñidos y zarpas golpeando en paso los pedruscos del suelo. Era otra jauría, de unos veinte grandes lupinos encabezada por el macho negro, el mismo que en la pelea anterior se había escabullido, sin nadie notarlo. Había ido en busca de sus reservas, como un experto general. Las bestias se acercaron veloces, volando por sobre las piedras, con los ojos en brillo, como luciérnagas de muerte. A veinte pasos, a una orden del lobo alfa, se detuvieron en formación, a veinte pasos de los hombres, no más que eso, prestos para saltar sobre los guerreros que, en desventaja se dieron cuenta de la cercanía del final.
— ¡Moriremos luchando! —gritó Yusiano, mientras descargaba su ballesta desde su espalda y la cargaba con una pica de hierro.
Los hombres transpirando, ensangrentados, heridos y jadeando, se formaron frente al enemigo, con las armas en mano, listos para recibir el ataque bestial, con las piernas temblando y susurrando sus plegarias de muerte. El bestial cabecilla, moviéndose lento, oliendo la sangre y el terror en el aire, dio un gran aullido, se diría que, de victoria, luego lanzó un gruñido y con él a la cabeza, la jauría comenzó a correr hacia la tropa, que cansada, apenas mantenía fuerzas para sostener sus armas. Los hombres cargaron sus arcos y apresurados comenzaron a lanzar sus flechas hacia la penumbra, una y otra vez. Pudieron ver que algunos caían, pero aún los zarpazos sobre el terreno podían oírse firmes avanzar, el fin era inminente. En esos breves momentos, los soldados pudieron ver a la muerte en los colmillos que se les acercaban, que buscarían sus gargantas, sus vidas. Cuando resignados, se aprestaban a recibir el pesado golpe de las bestias, cuando justo el atardecer moría para dar paso a la noche, cuando los rabiosos lupinos se disponían a saltar sobre los soldados, desde las sombras, una colosal silueta cruzó todo el frente y barrió con la formación de lobos, atropellando e hiriendo, azotando a los canidos carniceros, como un rastrillo que aparta las hojas secas del jardín. Esa sombra desconocida, comenzó a herir a los acosadores, les perseguía, les acorralaba, castigando, matando y abriendo las carnes lupinas. Los hombres retrocedieron contra la pared de roca, otros comenzaron a bajar hacia la planicie, pero Yusiano se adelantó, otra vez cargó su ballesta, afinó la vista y entrecerró los ojos, apuntando con su arma, buscando entender a aquella aparición, y en la silueta que se ensañaba con los animales de caza, que los aventaba por el aire y partía en dos con su fuerza, pudo identificar aquello que buscaba, un gran alce prodenzal que, en toda su brutal naturaleza, había salvado la vida de sus hombres. Los lupinos jadeaban, gemían de miedo, intentaban huir, pero la sombra se los impedía, morían uno a uno de forma espantosa, y entre medio de esa vorágine, Yusiano pudo ver al gran lobo negro, el líder de la jauría, ensartado entre las cornamentas del gran alce, sacudido como un trapo por el musculoso cuello cérvido.
Yusiano aún firme, avanzó un poco más, y se posicionó a diez pasos del inmenso animal, no queriendo perder aquella oportunidad.
—¡Señor, señor, debe volver, protéjase! —Escuchó Yusiano que alguien le llamaba. Mas con las manos temblando, perfiló su ballesta, apuntó a la sombra susurrando una plegaria, y en un momento en que el gran animal se detuvo en su irracional violencia, Yusiano con su vista, halló los ojos de aquella sombra, como dos cuencas obscuras, cavernosas, vacías. Lanzó su flecha entonces, justo en medio de aquellos vacíos oculares, y pudo escuchar el golpe del hierro incrustándose en el hueso craneal. Creyó entonces el príncipe que triunfaba, pero el animal no se derrumbó, siquiera vaciló, sino que giró su cuerpo hacia occidente, bramó como unos tambores, como unas cascadas infernales, levantó su gigantesca cabeza y soltó unos inmensos vapores nasales, entonces corrió colina abajo, dejando tras de sí un reguero de cuerpos lupinos destrozados. Entre la obscuridad de la llanura baja, se evaporó haciéndose uno con la niebla nocturna, ocultándose tan irreal como aquellos hombres le vieron aparecer.
***
Al amanecer del tercer día, los hombres contaban las pieles ganadas, veinte de lobos montañeses, y diez de alces adultos, más cinco cornamentas, ninguna de ellas prodenzal. Las carnes conseguidas en cantidad, después de trozarlas las pusieron en sal, se cargaron sobre las espaldas, y las cuadrillas, o lo que restaba de ellas, abandonaron la llanura, en silencio, en luto. Tras de ellos quedó una pira ardiente, humeante, con las cenizas de los hombres muertos, doce valientes arqueros, un capitán y tres corredores jóvenes, demasiadas vidas para tan pocas ganancias.
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