La marea y el viento se movían al compás del marinero. El cual de pié, con volante en mano, observaba el porvenir de la casualidad. La cual, como casualidad que es, flotaba de manera sensual, cálida y constante.

“Un buen clima”, pensó el marinero.

Aprovechando la agradable situación decide comprobar su inventario. Carece de ropa, los alimentos son insuficientes, y su característica caña de pescar se encuentra oxidada. Tiene un aire lamentable.

“Todo en orden”, pensó el marinero.

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De pronto, llega a sus deteriorados oídos una sensación reconfortante. Una sensación cálida, como un domingo en la tarde de un bello verano. El canto de una sirena. El cual una vez escuchado es casi imposible olvidar por lo bello y deslumbrante que es. Deja ciega la capacidad de ver. Un vil hechizo hermoso y eterno. Y el marinero lo sabía.

Aún con todo eso en mente, bailó a su compás, se entregó a su belleza y perdió la mente. Era su fin.

Pero, de repente, la Suerte, su compañera de vida que creció a raíz de la experiencia, brilló en lo más profundo de su ser y lo guió hacia el único escape a un hechizo así: mirar a sus ojos. Mirar a los ojos de la Suerte. Mirar a los ojos de la Gorgona.
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Convertido en piedra entró a la caverna de sus propios recuerdos. El miedo y la impotencia lo abrazaban con fuerza. La voz de la Suerte narraba sus peores pesadillas y las volvía realidad. ¿El camino fue el correcto? Parecía un escape perfecto, pero el destino lo abordó en la perdición. Ahora, inmóvil y destruido, intenta sobrevivir al susurrar maligno del diablo, el cual poco a poco le arrebata sus sueños.
—Nunca quise esto, solo me sentía solo —le ruega a la gorgona Suerte—. Por favor, solo quería escapar de la soledad.

La letal e inerte mirada de la gorgona no expresaba ninguna emoción. Era penetrante y oscura. En ese momento el marinero se dió cuenta que ella se encontraba más allá de la vida. Venía de un universo distinto. Una forma de existir donde el amor, odio, deseo, envidia no importaban. Era una agente del equilibrio.

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