El creador está en todo, no sólo en sus personajes. Elige el drama, el lugar, el paisaje. En La República, Platón afirma que Dios creó el arquetipo de la mesa, el carpintero un simulacro de ese arquetipo, y el pintor un simulacro de ese simulacro. Esa es la única posibilidad de un arte imitativo: un desvanecimiento al cubo. Mientras que el gran arte es una vigorización. No la imitación de la burda mesa del carpintero sino el descubrimiento de la realidad a través del alma del artista.
Ernesto Sábato
Ya alguna vez hemos querido llamar vuestra atención sobre la idea de que el lenguaje literario se encuentra separado, por definición, del lenguaje corriente. Liberado de la urgencia comunicativa del día a día, podríamos decir de él que es el lenguaje total; o al menos la aspiración al mismo, dado que su intención es el desarrollo completo de todas sus posibilidades.La obra artística es siempre nueva, tanto en su contenido como en su forma, aunque se encuentre creada sobre signos convencionales. Y es nueva en el sentido de que trata de ser plena, de darlo todo y de, como dice Ernesto Sábato, descubrir la realidad. El mensaje literario es, pues, un continuo hallazgo; nunca un «desvanecimiento al cubo».
Segundas intenciones
Todos sabemos que el texto literario también encierra funciones prácticas entre las que se encuentra, por supuesto, la de comunicar. Pero lo hace de manera –por así decir– absoluta. Puesto que trata de alcanzar el fondo, intenta llegar a la completa funcionalidad explotando al máximo el medio que utiliza: el lenguaje.
Encontrar las palabras más intensas, las más certeras, las más plenas para decir lo que podría decirse de tantas formas, constituye un camino en busca de otra realidad: la que nuestras palabras son capaces de descubrir.
Concebimos el lenguaje literario (y muy especialmente el lenguaje poético) como desvío, porque obedece a principios de configuración diferentes de los que marcan a los mensajes del lenguaje común. La metáfora, por ejemplo, supone siempre una ruptura clara con respecto a los usos corrientes de la lengua.
Junto con el desvío, podemos decir que se encuentra otro rasgo esencial a la expresión propiamente literaria: la recurrencia. La organización del texto literario suele ser recurrente (insistente), tanto en lo que se refiere a la forma (como hemos visto en algunos ejemplos de capítulos anteriores), como también al contenido, a significados que reaparecen, una y otra vez, en distintos momentos a lo largo del texto.
Un texto no es una mera combinación de signos al azar, sino que forma un con- junto comunicativamente coherente. Si entramos a examinar un texto, podremos encontrar en él ciertos elementos léxicos que mantienen entre sí una relación constante, y que dan cohesión tanto a la forma como al significado.
Todas las lenguas cuentan con elementos lingüísticos especializados en establecer relaciones internas dentro de cualquier texto: elementos que, como una especie de pegamento, se encargan de conectar y enlazar entre sí las diferentes partes. Los elementos que nos interesan a nosotros más específicamente (en literatura) reciben el hombre de isotopías léxicas. Son recurrencias –reiteraciones– relativas al contenido, al tema, y establecen una línea de continuidad semántica sostenida por elementos léxicos, por palabras claves, que se distribuyen por lugares diferentes del texto pero que mantienen una relación de sentido entre ellos, una relación que apunta al tema. Suelen emplearse, entonces, para producir una idea global.
Las imágenes hirientes, como también las dimensiones táctiles, son constantes, por ejemplo, a lo largo de toda la producción de Lorca. Las isotopías son palabras concretas empleadas por él para generar sensaciones precisas en un texto determinado.
Llamamos isotopía, entonces, a cada una de las posibles líneas (puede haber varias en un mismo texto) de continuidad significativa. Cada línea es la suma de los diferentes elementos que se encuentran significativamente conectados; y son los trazos silenciosos de esas líneas (de todas las que haya en cada caso) los que sostienen el sentido global del texto.
Un texto literario no debe ser nunca un enredo, y desde luego no es nuestra intención enmarañar vuestra mirada hacia los relatos. Pero sí es importante que seáis conscientes, con tecnicismos o sin ellos, de que un texto, en cambio, sí es una red, construida con líneas, con tramos de caminos que se cruzan. Una red que puede atrapar o no, pero cuyo objetivo es, desde luego, hacerlo: enredar al lector dentro de ella, en el mejor sentido.
Cortar y unir imágenes
Nos vamos a centrar ahora en otra de esas líneas de la red, en los llamados motivos literarios. Como veremos, son ellos los elementos encargados de subrayar la zona más cargada y significativa –el tema principal– de toda narración.
El motivo es un elemento escurridizo que se ha prestado a intrincadas definiciones y clasificaciones. Con el ánimo de simplificar, acotaremos el campo de las interminables matizaciones de que suele ser objeto, y llamaremos motivo a cada imagen o serie de imágenes (una frase, un objeto, un color…) que sirva para apoyar, desarrollar o poner de relieve el tema principal. De modo que estamos ante esa clase de elementos que apuntan de frente al asunto primordial de que trate el relato ante el que nos situemos.
El amor, la muerte, la soledad… son temas abstractos, carentes de valor narrativo; en cambio, los motivos (concreciones como pueden ser el tema del doble, del triángulo amoroso, de una separación, etc.) sí son elementos concretos, capaces de conformar, por tanto, una unidad narrativa. Constituyen, uno a uno, una sección de la trama, concreta y susceptible de desarrollo. La suma de los motivos (que aparecen ante nosotros de modo discontinuo) compone, por tanto, esa línea de fondo, gruesa y continua, que es el total de la trama y que apunta a ese tema general y más abstracto de la historia.
Podemos decir que cada uno de los motivos es un objeto situado estratégica- mente en el decorado de la historia.
Así lo explica Ángel Zapata:
Un ejemplo. Supongamos que se trata de escribir un relato sobre un divorcio. Bien, el argumento podrá tomar cualquier rumbo pero nosotros vamos a hacer que aparezcan, en el curso de la narración, una calle cortada, unas tijeras de podar, un puente que amenaza con derrumbarse, unos días de sol a mediados de enero, un guante desparejado, un sueño interrumpido a media noche, una carta devuelta que no ha llegado a su destino, una canción cuyo final ha olvidado alguno de los personajes… Si aún queremos apurar las rimas, podemos hacer que el protagonista, ingeniero de canales, esté trabajando en la desviación de un río. La protagonista puede ser montadora de cine y su tarea consistirá en eso, en cortar y unir imágenes.
Como esas migas de pan que, unidas, señalan el camino, los motivos son, además, las unidades narrativas mínimas. Tienen significado por sí mismas y se pueden omitir sin que cambie el sentido global del relato. No son, entonces, imprescindibles para la comprensión del mismo, aunque sí contribuyen de manera muy importante a su construcción y cohesión.
Al recordar constantemente el tema central, ayudan a que el lector no se distraiga, a que no se aparte de la línea de fondo por mucho que aparezcan otros elementos en el texto; además, y sobre todo, tejen esa red, ese entramado básico que ayuda a conformar la unidad esencial que sostiene al texto.
El cine utiliza como motivos, entre otros elementos, ciertos sonidos o imágenes significativas que vuelven de vez en cuando para recordar una idea, reforzar un efecto o precisar una intención. En cine, como en literatura, se asocia la imagen a una situación o a un sentimiento. Si comprendéis la idea de los motivos en el cine, os será mucho más fácil aplicarla luego a la literatura.
Para el buen cine –fijaos siempre que tengáis ocasión– se trata de un recurso esencial.
El ejemplo que vamos a estudiar aparece en la película Novecento, de Bertolucci. En una de las escenas los campesinos deciden hacer huelga, enfrentar- se al señor de la tierra. La revuelta se extenderá por toda la región y causará enfrentamientos violentos, pero tras el momento de la decisión, antes de que todo esto suceda, observamos cómo un campesino abre la compuerta de una acequia, y después un plano fijo nos muestra las aguas turbulentas.
Ese plano fijo será un motivo y estará reforzando el tema concreto de las revueltas; a la vez también reforzaría el tema general de la película que gira en torno a la idea de la revolución. No obstante, si eliminamos ese plano la película no pierde ninguno de sus significados, porque es una unidad narrativa mínima que reitera aquello que está ya en la historia
Y ahora nos detendremos un momento, si os parece, a definir otros dos conceptos importantes que se encuentran en relación directa con él.
El leitmotiv
Estaremos ante un leitmotiv cuando el mismo motivo se repita varias veces y exactamente con el mismo sentido a lo largo de una obra.
Por ejemplo, el narrador de En busca del tiempo perdido, de Proust, oye varias veces la misma melodía (la frase musical de Vinteuil), y su aparición en la historia tiene siempre el mismo significado: una vuelta al pasado, a la felicidad.
Los Tópicos
Llamamos tópicos a aquellos motivos que se repiten, no ya a lo largo de una obra literaria, sino a lo largo de toda la historia de la literatura: el libro como símbolo, el mundo al revés, el sueño que –al despertar– se hace real, el sueño que se mezcla con la realidad… Es decir, aquellos lugares comunes que se han ido sedimentando en la historia literaria, o que pertenecen a una corriente; como los tópicos del romanticismo, por ejemplo, conocidísimos, entre los que se encuentra la tan usada –todavía– identificación entre el alma del personaje y la naturaleza.
En el ejemplo que sigue, tomado de San Manuel Bueno, mártir, de Unamuno, la narradora nos explica cómo se siente, una vez que ha terminado de contarnos la historia de San Manuel; y para hacerlo, emplea dos de los tópicos que acabamos de mencionar.
Y al escribir esto ahora, aquí, en mi vieja casa materna, a mis más de cincuenta años, cuando empiezan a blanquear con mi cabeza mis recuerdos, está nevando, nevando sobre el lago, nevando sobre la montaña, nevando sobre las memorias de mi padre, el forastero; de mi madre, de mi hermano Lázaro, de mi pueblo, de mi san Manuel y también sobre la memoria del pobre Blasillo, de mi san Blasillo, y que él me ampare desde el cielo. Y esta nieve borra esquinas y borra sombras, pues hasta la noche la nieve alumbra. Y yo no sé lo que es verdad y lo que es mentira, ni lo que vi y lo que sólo soñé –o mejor lo que soñé y lo que sólo vi–, ni lo que sé ni lo que creí. No sé si estoy traspasando a este papel, tan blanco como la nieve, mi conciencia, que en él se ha de quedar, quedándome yo sin ella.
Luvina o el embrujo del viento
Un cuento de Juan Rulfo, tan conmovedoramente bello como triste, nos servirá para detenernos en este tema.
Ya el primer párrafo de «Luvina» contiene motivos muy significativos, que apuntan directamente hacia el tema central. Leed con atención:
De los cerros altos del sur, el de Luvina es el más alto y el más pedregoso. Está plagado de esa piedra gris con la que hacen la cal, pero en Luvina no hacen cal con ella ni le sacan ningún provecho. Allí la llaman piedra cruda, y la loma que sube hacia Luvina la nombran Cuesta de la Piedra Cruda. El aire y el sol se ha encargado de desmenuzarla, de modo que la tierra de por allí es blanca y brillan- te como si estuviera rociada siempre por el rocío del amanecer; aunque esto es un puro decir, por- que en Luvina los días son tan fríos como las noches y el rocío se cuaja en el cielo antes que llegue a caer sobre la tierra.
…Y la tierra es empinada. Se desgaja por todos lados en barrancas hondas, de un fondo que se pier- de de tan lejano. Dicen los de Luvina que de aquellas barrancas suben los sueños; pero yo lo único que vi subir fue el viento, en tremolina, como si allá abajo lo tuvieran encañonado en tubos de carrizo. Un viento que no deja crecer ni a las dulcamaras: esas plantitas tristes que apenas si pueden vivir un poco untadas a la tierra, agarradas con todas sus manos al despeñadero de los montes. Sólo a veces, allí donde hay un poco de sombra, escondido entre las piedras, florece el chicalote con sus amapolas blancas. Pero el chicalote pronto se marchita. Entonces uno lo oye rasguñando el aire con sus ramas espinosas, haciendo un ruido como el de un cuchillo sobre una piedra de afilar.
(…) Nunca verá usted un cielo azul en Luvina. Allí todo el horizonte está desteñido; nublado siempre por una mancha caliginosa que no se borra nunca.
Todo el lomerío pelón, sin un árbol, sin una cosa verde para descansar los ojos; todo envuelto en el calín ceniciento. Usted verá eso: aquellos cerros apagados como si estuvieran muertos y a Luvina en el más alto, coronándolo con su blanco caserío como si fuera una corona de muetro.
Fijaos bien. Toda la descripción está plagada de motivos, de palabras, de expresiones, de imágenes que orientan al lector hacia la característica esencial de Luvina. La muerte en vida, la desesperanza más absoluta; la concepción de todos los habitantes del lugar como fantasmas, seres aterradoramente inmóviles, de vidas transparentes, como lágrimas…
El viento juega un papel fundamental: se enreda en los goznes del pueblo y lo atraviesa todo, centímetro a centímetro. Todo el paisaje (las piedras grises, las barrancas interminables…) condiciona el modo de vivir de los personajes que habitan el pueblo. Luvina es una tierra maldita, un hueco lúgubre del mundo en donde se marchita cualquier cosa que consiga llegar a crecer. Hay un aliento misterioso de muerte que envuelve y cierra, a cal y canto, cualquier posibilidad de que los seres que habitan este espacio puedan desarrollarse en él.
–Ya mirará usted ese viento que sopla sobre Luvina. Es pardo. Dicen que porque arrastra arena de volcán; pero lo cierto es que es un aire negro. Ya lo verá usted. Se planta en Luvina prendiéndose en las cosas como si las mordiera. Y sobran días en que se lleva el techo de las casas como si se llevara un sombrero de petate, dejando los paredones lisos, descobijados.
Luego rasca como si tuviera uñas: uno lo oye mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspan- do las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno como si se pusiera a remover los goznes de nuestros mismos huesos. Ya lo verá usted.
Luvina es la tristeza infinita, es la tristeza misma; y sólo ella sobrevive allí. Como todas las cosas que son abstractas en cualquier tierra fértil, bondadosa, allí, sobre esa tierra, la tristeza tiene peso, medidas y oficio, se ve, puede tocarse… Es igual que el viento que la arrastró hasta allí sin permitirla salir ya nunca.
–Por cualquier lado que se mire, Luvina es un lugar muy triste.. Usted que va para allá se dará cuenta. Yo diría que es el lugar donde anida la tristeza. Donde no se conoce la sonrisa, como si a toda la gente le hubieran entablado la cara. Y usted, si quiere, puede ver esa tristeza a la hora que quiera. El aire que allí sopla la revuelve, pero no se la lleva nunca. Está allí como si allí hubiera nacido. Y allí se puede probar y sentir, porque está siempre encima de uno, apretada contra de uno, y porque es oprimente como una gran cataplasma sobre la viva carne del corazón.
Dicen los de allí que cuando llena la luna, ven de bulto la figura del viento recorriendo las calles de Luvina, llevando a rastras una cobija negra. Pero yo siempre lo que llegué a ver, cuando había luna en Luvina, fue la imagen del desconsuelo… siempre…
El personaje se da cuenta de que está bordeando con sus palabras todo el tiempo una misma idea –esa idea central–, repitiéndose de manera incesante, repitiendo, como un muerto, lo aprendido en Luvina.
Usted ha de pensar que le estoy dando vueltas a una misma idea. Y así es, señor… Estar sentado en el umbral de la puerta, mirando la salida y la puesta de sol, subiendo y bajando la cabeza., hasta que acaban aflojándose los resortes y entonces todo se queda quieto, sin tiempo, como si se viviera siempre en la eternidad. Eso hacen allí los viejos.
No hay duda de cuál es el leitmotiv de la historia: el viento, desde luego, recurrencia obsesiva, y que siempre significa lo mismo. Hay que decir, no obstante, que hay algo que se rompe en esta idea si pensamos en los habitantes de Luvina…
Y es que esos seres fantasmales atribuyen distinto significado al viento del que nos llega a los lectores de la mano del personaje narrador (que le cuenta la historia de Luvina a otro personaje, a quien no vemos). La entrada, repentina y fugaz, de esa otra visión, de otra voz, introduce un giro importantísimo en la interpretación de la historia. O, mejor dicho, introduce la posibilidad de lecturas distintas por nuestra parte: le concede al lector la libertad que hasta entonces no tenía; la libertad de entender la historia de otro modo, de revisar una interpretación que parecía ser la única posible.
Esta voz aparece de pronto, y desaparece, enseguida, como si nada hubiera dicho:
–¿No oyen ese viento? –les acabé por decir–. Él acabará con ustedes.
–Dura lo que debe durar. Es el mandato de Dios –me contestaron–. Malo cuando deja de hacer aire. Cuando eso sucede, el sol se arrima mucho a Luvina y nos chupa la sangre y la poca agua que tenemos en el pellejo. El aire hace que el sol esté allá arriba. Así es mejor.
Tanto la personificación de abstracciones (el viento, la tristeza…) de que hablábamos antes como la identificación del alma de los personajes con el espacio que les rodea (como vimos al principio) son dos recursos, en principio, claramente tópicos. Sin embargo, Rulfo los hace trascender.
El autor deja caer las convenciones pero, para hacerlo, primero las ha levantado –las ha puesto a la vista– dentro del relato, para luego hacerlas trizas. De grande que se ha hecho –la tristeza es Luvina…– lo ocupa todo; la personificación, según ya hemos visto, ha dejado de ser un mero recurso literario al uso, una simple figura retórica. Y el personaje que narra la historia del pueblo se ha llevado consigo, al marcharse de allí, la destrucción, la muerte en vida, metida entre las uñas. De modo que el paisaje que le rodea en el momento en que narra ya no se identifica en absoluto con lo que él siente y sentirá –lo sabe– ya para siempre…
Afuera seguía oyéndose cómo avanzaba la noche. El chapoteo del río contra los troncos de los camichines. El griterío ya muy lejano de los niños. Por el pequeño cielo de la puerta se asomaban las estrellas.
El hombre que miraba a los comejenes se resostó sobre la mesa y se quedó dormido.
El Sur
Y para terminar, os recomendamos que leáis con atención el cuento El Sur, de Borges, que podréis encontrar fácilmente (también en nuestra recopilación de Los relatos del mundo). El tema es la muerte, o quizás sería mejor decir el sueño de la muerte, porque muerte y sueño están en el relato trenzados de tal manera que todas las alusiones al viaje del personaje hacia el sur son ambiguas; de esta forma, el lector no sabe si ese viaje es realidad o si no es más que un sueño provocado por la enfermedad. La duda no se resuelve a lo largo del cuento sino que se acrecien- ta hasta que, en la última frase, Borges nos deja totalmente desconcertados: Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido soñar.
Los motivos que intensifican las dos ideas del relato se encuentran reflejados en los cuadros siguientes; ellos os ayudarán a adentraros a fondo en el relato y a exprimir los motivos literarios que lo recorren, que son muchos. Os animamos a hacerlo, porque vale la pena…
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