La hipérbole

Extracto de la lección La hipérbole, cedido por Talleres de Escritura Creativa Fuentetaja a la Fundación Escritura(s) para ser consultado en el Club de escritura.

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La deformación deja de serlo cuando está sujeta a una matemática perfecta. Mi estética actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas.
Max Estrella, en Luces de bohemia

No hay belleza mediocre. El mundo es una cosa como de goma, que se estira y se estira, por un lado o por otro según el parecer de cada cual. Hay quien no puede escribir de espaldas a una puerta, y quien pasa las noches enteras moliendo café. Hay quien le prende fuego a una valla publicitaria porque en ella luce el rostro de cierto político. Hay quien se tira por el viaducto porque no puede cambiar el mundo. Y alguno hasta se muere de tristeza, literalmente. Estas cosas ocurren, y no sólo en los libros. Y resulta, además, que lo que es exagerado para unos, para otros no lo es en absoluto; y entonces, por muy normal que sea, no deja de ser raro —¿no?— que los sucesos que decoran la vida sean tan diferentes según qué ojos los miran.

PONER EL ÉNFASIS

Hiperbolizar es, sencillamente, exagerar. Tirar con énfasis de alguno de esos pliegues de la realidad de goma. Dicho de una manera más docente, hiperbolizar es expresar una idea u obrar de modo exagerado, de modo que el sentido de palabras o acciones rebase los límites de lo probable, tanto por exceso como por defecto. Muy a menudo empleamos la hipérbole en el habla cotidiana, sin darnos cuenta apenas, de tan familiarizados como andamos con ella… «¡Hace un siglo que no le veo!», decimos de aquella persona a quien hace tres meses que no vemos, si es que tenemos ganas de verla. Cuando se emplea como figura retórica, el objetivo de la hipérbole es enfatizar aquello de que se habla: exaltarlo de la manera más expresiva que sea posible. Cuando se toma como actitud, ese énfasis sitúa al sujeto en una suerte de extremismo que toma cuerpo en una realidad supuestamente deformada, en un sueño poético, a veces, que alcanza sus más deslumbradoras luces en la imagen que conocemos como surrealista. Recordaréis que hemos tratado ya la hipérbole como fórmula de apertura del relato, y que el ejemplo que entonces veíamos consistía en la exageración de un hecho arbitrario —la aversión por los hombres bajitos—, con que comienza un relato de Cheever. Recordaréis también que hemos hablado de la hipérbole como recurso fundamental en los distintos géneros que cultivan el humor, como modo de exageración que se vale de la burla para hacer reír cuando se hace visible la desproporción entre las palabras y la realidad que éstas nombran. Algún autor ha dicho que la hipérbole es la base de la literatura toda. Como esta afirmación no nos parece descabellada —nada hiperbólica—, en este capítulo trataremos de animaros a emplearla con asiduidad y entusiasmo, en todas sus posibilidades.

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OMNISCIENCIA E HIPÉRBOLE

Cabe aplicar el uso de la hipérbole, según vamos viendo, tanto a la creación de expresiones aisladas que necesitemos enfatizar, como a la característización de personajes, a sus gestos, a sus movimientos, a sus actitudes, e incluso a las descripciones y a todo lo relativo a la ambientación de situaciones más o menos complejas, enmarcadas o no en otras circunstancias más o menos extravagantes. Y resulta curioso que su empleo pueda extenderse incluso al enfoque narrativo, que pueda instalarse en la voz del narrador y adueñarse de su punto de vista, de su particular manera de contar la historia. Cuando la voz narrativa es omnisciente, un punto de vista «exagerado», si bien se mira, se puede usar la hipérbole sin daño para la verosimilitud, como veremos a continuación. Así, la hiperbolización de un enfoque omnisciente dará lugar a una suerte de omnisciencia hiperomnisciente, por decirlo de algún modo.

Imaginemos, por ejemplo, que nos encontramos ante la historia de un personaje, un hombre; cualquier historia, y un hombre solitario, un ser triste y desenamorado, digamos… Pues bien, en cierto momento, este personaje intercambia unas palabras con un personaje femenino que entra en la escena sólo por unos instantes. Pongamos que ambos se encuentran en un ascensor, e intercambian los típicos saludos y el juego habitualmente impuesto por las normas de educación de pregunta-respuesta (»¿A qué piso sube usted?», «Al séptimo, gracias»). Y nada más, ninguno de los dos dice más. Ella baja en el séptimo y él continúa hasta el noveno. Ninguno de los dos hace esfuerzo alguno por iniciar conversación con el otro, y ninguno se fija siquiera en el otro en ningún momento, ni durante el encuentro ni después. Se miran una décima de segundo, mantienen ese intercambio breve y frío de palabras, y se olvidan de inmediato el uno al otro. Como nos pasa a cualquiera de nosotros todos los días cuando salimos a la calle y vemos a tanta gente desconocida que ni apenas miramos… Pero ocurre que, al final de esta escena, el narrador afirma:
Ella era la mujer de su vida y él nunca lo supo.

Fijaos bien… El narrador podría haber afirmado que aquella mujer era la hija de su panadero, y que él nunca lo supo; o que era ella quien había rescatado su cartera robada de una papelera y la había entregado a la policía, un año atrás; o que ella trabaja en la tienda en la que él hace encargos por teléfono de vez en cuando… Infinidad de circunstancias pueden trazar una línea de puntos entre ambos personajes, sin que ellos lo sepan: una línea invisible, que ellos nunca lleguen a reconocer como tal y que a los lectores se nos escaparía de no ser porque el narrador omnisciente sí conoce esa circunstancia y nos la cuenta. El narrador es omnisciente y puede, desde luego, conocer datos que ignoran incluso todos los personajes, datos que ellos nunca llegarán a conocer, y que él sabe —como omnisciente— que nunca conocerán. La omnisciencia supone ya, por sí sola, una actitud de base bastante hiperbólica, en cuanto al desmedido conocimiento que supone. Por tanto, entendemos que el narrador podría haber afirmado cualquier relación objetiva entre ambos, insistimos, que sea objetiva aunque desconocida por los dos. Pero afirmar, como decíamos, que «Era la mujer de su vida», así, como si se tratara de un dato demostrable, es llevar hasta el colmo las facultades de la omnisciencia… El narrador se ha pasado de listo, podríamos decir. Si ninguno de los personajes ha pensado siquiera un instante en esa posibilidad, y si nunca tiene lugar ningún suceso que la sustente, esa mujer puede ser o no ser la mujer de su vida, exactamente como todas las demás mujeres, ni más ni menos. Ese designio no se cumple nunca, y el narrador omnisciente sabe que es así, que nunca se cumple, pero también sabe que debería haberse cumplido, puesto que era ella —¡era ella!—, y sólo el narrador lo sabe. No hay duda de que el narrador ha hiperbolizado su propia mirada: ha llevado al extremo último su omnisciencia. Y ha creado, así, una magia especial en esos minutos insulsos de ascensor, en esa despedida indiferente, sin adiós, en la espalda de ella cuando sale. El narrador ha puesto una estrella fugaz donde no había nada —¡nada!—, y a los lectores nos deja una inquietud extraña, algo así como un posillo de enfado ante el imperdonable despiste del personaje.

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