Diccionario, s. Perverso artificio literario que
paraliza el crecimiento de una lengua, además
de quitarle soltura y elasticidad. El presente
diccionario, sin embargo, es una obra útil.
Ambrose Bierce. Diccionario del diablo
Ah, los diccionarios. No siempre se llamaron así: fue a partir John Garland, quien empleó esa denominación por primera vez en 1225. Pero la historia del diccionario se remonta mucho más atrás.
Ese honor corresponde a ciertas tablillas mesopotámicas en las que encontramos listas ordenadas de palabras en acadio para el uso de los escribas y al Rameseo, una colección de palabras agrupadas por familias que se encontraron en el sepulcro de Ramses II. Todo esto ocurría trece siglos antes de nuestro año cero y veintiséis antes de que ese tal Garland publicara el suyo en Inglaterra.
Por supuesto, entre unos y otro se suceden muy variadas muestras de estos acopios de vocabulario.
Como con todo lo que respecta al saber, los griegos lo hicieron antes y los romanos, después, siguieron su senda. Fue alrededor de la Biblioteca de Alejandría donde se estableció una primera línea del estudio y la ordenación del lenguaje: Zenódoto de Éfeso (325 – 234), primer bibliotecario, con la ayuda del poeta Calímaco de Cirene (310 – 240) y Filetas de Cos (340 – 285), introdujeron el orden alfabético en unos compendios hasta entonces desordenados y realizaron catálogos de obras y autores pasados.
Aunque el más amplio trabajo de esta época se debe a Aristófanes de Bizancio (257 – 180) por su obra Léxeis.
¿Pero cómo surge la idea de estos diccionarios? Pues pasa lo mismo con el griego o con el castellano, así como con la mayoría de las lenguas. El oficio de escriba se transmitía tradicionalmente de maestro a discípulo pero, a medida que el lenguaje se transforma, resultaba para los aprendices más difícil cada vez entender a los autores del pasado. Empezó a ser habitual entonces anotar, entre las líneas o en los márgenes de los textos, los significados de las palabras más difíciles. Llamamos glosógrafos a quienes obraron así. De ahí a empezar a recoger y ordenar estas glosas en listas, hay un paso muy corto.
En la Grecia arcaica y clásica las glosas sirvieron para que los estudiantes entendieran mejor los ya por entonces antiguos poemas de Homero. Y en la Edad Media de la península ibérica servía en los monasterios de San Millán de la Cogolla o Santa María de Valpuesta, por ejemplo, para aclarar los pasajes difíciles de un latín que ya había sido asaltado por varias protolenguas en pura ebullición. Son
éstas algunas de las primeras manifestaciones de las lenguas romances que actualmente cohabitan en España. Los orígenes del castellano, del navarro-aragonés, del leonés, del catalán y las primeras muestras de vasco escrito.
Así que aquellas glosas servían para aclarar la lectura de lenguas que empezaban a no parecerse a sí mismas. También ocurre algo parecido ahora que el constante y profundo contacto de las lenguas entre sí produce vertiginosos cambios, la aparición y desaparición de palabras y usos constantemente. Sin duda, el desarrollo de la tecnología es el motivo principal de estos cambios: el desarrollo constante de nuevos dispositivos y tecnologías, la ampliación constante de los límites de la comunicación a través de internet, la globalización de los estándares culturales… Todo ello mezcla las lenguas de un modo nunca antes visto. Y por ello la necesidad de definir las palabras, de comprender exactamente qué significan y de que convengamos su uso es una necesidad imperante hoy como nunca.
Aquí viene la pregunta ella sola, sin que la hayamos llamado todavía: ¿Cómo se define bien? Pues como acabo de decir, lo primero es que nos pongamos de acuerdo en qué significa definir. Y para ello acudimos al diccionario, qué mejor momento. De lo que nos cuenta el de la Academia, nos interesa ahora mismo la segunda acepción:
2. f. Proposición que expone con claridad y exactitud los caracteres genéricos y diferenciales de algo material o inmaterial.
El reto de definir una definición no deja de generar una recursividad divertida, pero ésta es una buena definición de lo que debe ser una buena definición. Y ya basta. Veamos.
Para empezar, no se trata de dar una larga explicación que exponga una casuística y recorra toda la profundidad del término, sino de crear una idea clara y concisa que no permita ninguna duda. Por ello, la primera regla y más importante de todas es que se reduzca el número de posibles interpretaciones a una sola. Se trata de una proposición, es decir, de una frase con sujeto y predicado. Todo muy
sintético.
La segunda, claro, es que sea lo más sencilla posible para que pueda comprenderla cualquiera. Con claridad y exactitud. Hay conceptos, palabras, asuntos muy complejos por lo que una definición que incluya todos los casos es imposible. Es decir, hay excepciones. La mejor definición carecerá de excepciones y, de no ser posible, las reducirá al mínimo.
Para ser sintética y precisa a un tiempo a la definición no le queda otro remedio que generalizar y distinguir al mismo tiempo. Es decir, exponer la familia a la que pertenece lo definido sin olvidar algún elemento que permita distinguirlo entre otros semejantes o, en palabras académicas, exponer los caracteres genéricos y diferenciales.
Por cierto que hablábamos antes de los griegos, pues estas sencillos consejos para lo que ha de ser una definición proceden todos ellos de la doctrina de Aristóteles. En pocas palabras y en lo que respecta a la definición se resumen en que el concepto debe ser definido tipificando su género y especie, además de su diferenciación. Es decir que si alguien nos preguntara: «¡horror! ¿qué es aquella criatura espantosa que asoma tras los arbustos?» y contestamos «es una especie de gato» habremos, quizá, acertado en el género felino, pero hemos sido muy poco precisos en cuanto a su especie. La respuesta «¡Es un tigre nepalí! ¡Corre!» sería aquí mucho más específica y apropiada puesto que tipifica el género (tigre) y la especie (nepalí) además de animar la huida inmediata. Y, si el pánico no ha nublado nuestro entendimiento, quizá alcanzáramos a decir: «¡Es un tigre nepalí y es albino!» con lo que nuestra definición se acercaría mucho a la perfección, porque habríamos distinguido a este tigre nepalí en concreto de todos los otros tigres nepalíes que habitan nuestras ciudades.
Como veis, no hay tanta distancia entre lo que la Academia considera como una buena definición y lo que ya decía el bueno de Aristóteles.
Hasta ahora me he referido sólo a definiciones lexicográficas, las propias de un diccionario. No obstante, la definición puede ser de muchos otros tipos. Por ejemplo, pueden ser extensivas u ostensivas. Las primeras se hacen listando todos los objetos que pertenecen a la definición. Una definición extensiva de la palabra continente sería: «África, Antártida, Asia, Europa, América del Norte, América del Sur y Oceanía (según uno de los modelos posibles)». Las segundas, ostensivas, son poco eficaces aunque muy importantes en el desarrollo cognitivo de los niños; consiste en señalar ejemplos diversos del concepto en los que el elemento común es lo definido. Así sería si definiéramos lo que es una planta nombrando algunos arbustos, flores y algas.
Una definición puede muy bien ser negativa y definir algo por que “no es” como decir que la paz es la ausencia de guerra; o circular, si tipificamos que “la aceituna es el fruto del olivo” y que “el olivo es el árbol que da aceitunas”; también puede ser estipulativa, cuando cambiamos el significado de un término para especular sobre una hipótesis: “supongamos que el deseo es fruto de una frustración reprimida, en ese caso…”; o, muy parecida, puede ser precisadora, cuando el contexto exige una distinción muy limitadora en la definición y se deja fuera parte del significado habitual: Por ejemplo, un cartel a la entrada del zoo: «niños hasta ocho años, entrada gratuita» precisa que los niños lo son hasta ocho años, el resto de los niños quedan fuera de esta precisión.
Por último, al definir hemos de tener cuidado con no cometer un par de errores. El primero es la tautología, que consiste en la repetición de lo mismo dicho de otra manera, con lo que acabamos por no decir nada. Sería tautológico afirmar que “preguntar” significa “hacer una pregunta”.
Por otro lado están las falacias lógicas son razonamientos no válidos o incorrectos que aparentan ser válidos por su construcción, pero esconden errores o engaños de planteamiento o desarrollo. Es evidente que nada peor le puede pasar a una definición que ser una falacia.
Muchas de ellas las conocemos bien: las escuchamos a menudo en discusiones, caen en ellas los políticos de todo pelaje y lugar, a menudo conscientemente, están por todas partes.
Hay decenas de ellas, así que sólo expondré algunas de las que se consideran “no formales”, aquellas cuya verdad no se deduce del razonamiento ni de la premisa de partida.
Falacia ad hominem (contra el hombre): Consiste en negar el crédito de un razonamiento en función de quien lo expresa. Podría parecer un razonamiento válido y, sin embargo, a poco que pensemos vemos que es un razonamiento falaz:
Los médicos afirman que fumar es pernicioso, pero muchos de ellos fuman, así que conviene ignorarlos.
Falacia ad baculum (por el bastón): Se recurre a la amenaza o a la fuerza para rebatir o afirmar un razonamiento.
Ha sido gol o me llevo la pelota, que es mía.
Falacia ad ignoratiam (por la ignorancia): Se pretende demostrar la verdad de una afirmación por el hecho
de que no se puede demostrar lo contrario.
Los fantasmas existen porque nadie ha demostrado que no los haya.
Falacia post hoc.. . (después de esto…): Se establece una falsa relación causal entre dos afirmaciones sólo porque una viene detrás de otra en el tiempo. Procede de la frase latina Post hoc, ergo propter hoc (después de esto, por tanto a causa de esto).
Estaba fumando cuando lo atropellaron, luego el tabaco lo mató.
Os recomiendo que investiguéis acerca de las falacias, realmente son divertidas y en ellas nos reconocemos nosotros mismos y también observamos algunos de los modos en que intentan convencernos de cómo es la realidad sometida al interés de los demás. Conocerlas sirve para ordenar nuestra capacidad de razonamiento y, por tanto, de expresarnos verbalmente. Digamos que son los
carriles del lenguaje que conducen a callejones sin salida.