La autorreferencialidad

El poeta es un fingidor
finge tan completamente
que hasta finge que es dolor
el dolor que en verdad siente.
«Autopsicografía». F. Pessoa

La literatura, la pintura, la escultura… el arte es representación. Al menos, hasta el siglo XX ésta fue la idea predominante con que los artistas de cada disciplina desplegaban su mirada: querían representar (“volver a presentar”) lo que veían. O mejor, los más ambiciosos pretendían recrearla (“volver a crearlo”). Por eso hasta el siglo XX el arte y la realidad guardaban una relación de semejanza: la naturaleza y el arte se “parecían”: un cuadro, por ejemplo, era más valioso cuánto más fielmente era capaz de reproducir lo que los sentidos percibían (la vista, principalmente).
Con la irrupción de las vanguardias, esto va a cambiar muchísimo. Los artistas deciden emanciparse de esta “tiranía” de los sentidos, en parte influidos por nuevas corrientes de pensamiento que afirman que la realidad es imposible de conocer y, además, imposible de compartir con otros. Así que deciden crear su propia realidad o representar de un modo tan subjetivo o conceptual que deja atrás la referencialidad. Pero éste es otro tema (si bien capital en nuestra época) y nos aleja demasiado de la lección.
Lo que nos interesa en esta ocasión es la referencialidad cuando la literatura se dirige desde sí misma hacia sí misma.
Por ejemplo, hay una rama de los estudios filológicos en que se estudia el lenguaje, llamada lingüística.
La lingüística es un estudio autorreferencial, porque estudia el el lenguaje y para ello emplea como herramienta el propio lenguaje. Ejemplo de frase que se refiere a sí misma:

«Esto es una frase.»

Así la lingüística tiene su propio metalenguaje con palabras muy conocidas unas, como “sintaxis”, “yuxtaposición”, “acto de habla” o “alomorfismo”… Por supuesto, es el lenguaje que sirve para hablar del lenguaje.
Tampoco vamos a seguir por este camino, ya que la lingüística es una disciplina muy árida y que, además, está sembrada de paradojas (como buscar la palabra “palabra” en el diccionario y ver que está hecha de otras palabras).
Pero vayamos a la literatura.
Cuando la literatura se refiere a sí misma usamos el término metaliteratura. Muchas veces se define la literatura como “literatura que habla sobre literatura”. Esto es correcto. Si, en una novela, dos personajes se sientan a charlar acerca de lo bien que escribe Paul Auster, eso es un ejercicio metaliterario. O también si, en una novela de Paul Auster, el personaje se encuentra con, digamos, el capitán Ahab (protagonista de Moby Dick), estamos asistiendo a un juego metaliterario.
Hay otra manera de hacer metaliteratura, además de referirse a otros libros. Ocurre cuando la narración habla de sí misma, cuando el discurso revela el modo en que se está construyendo al mismo tiempo que esto ocurre y que el lector lo lee. Imaginad un libro que comenzara así:

Lo más importante de esta historia no es si acaba bien o mal, sino que acaba con nuestro protagonista muy lejos de su punto de partida. Este protagonista se llama Carlos, tiene 32 años y está a punto de hacer el mayor descubrimiento de su vida…

Como veis, al contrario de las narraciones más habituales, aquí el narrador no pretende hacernos olvidar que estamos leyendo, más bien todo lo contrario. A su modo lo que hace es enseñarnos sin pudor lo que los narradores suelen ocultar: los mimbres de la estructura narrativa, las partes invisibles de la trama, la técnica y sus andamiajes.
Ahora que sabéis todo esto, seguro que podríais deducir sin demasiados problemas el significado de otro término que también está muy de moda en la literatura actual: la metaficción.
Se parece mucho a la metaliteratura, pero hay que distinguirlas si queremos comprender bien estos fenómenos que desde hace décadas vienen siendo cada vez más habituales en los libros que leemos.
La metaficción, sin embargo, es tan vieja como la propia literatura, al menos en su aspecto más general. No es otra cosa que una historia dentro de una historia. Una ficción dentro de otra.
Un ejemplo clásico son las estructuras llamadas “mise-en-abyme”, como Las mil noches y una noche, los Cuentos de Canterbury o el Decamerón. En estas historias (ficciones) se da la situación en que un personaje suspende temporalmente el avance de la trama para contar otra historia, imbricada en la primera. A veces (ocurre a menudo en las noches árabes), dentro de esa segunda historia, uno de los personajes a su vez relata una tercera historia. La técnica puede prolongarse todo cuanto queramos, a riesgo de que el lector olvide por completo quién estaba contando qué historia sobre quién estaba contando qué otra historia sobre quién…
El nombre de mise-en-abyme lo empleó por primera vez el escritor André Gide en referencia a los escudos heráldicos en cuyo centro se representaba el propio escudo. También es conocida a menudo como cajas chinas o cajas rusas (por las muñecas matrioskas).
Este caso, el de la “puesta en abismo”, se conoce como de “metaficción descendente”. Partimos de un nivel de ficción y vamos profundizando a cada nueva historia. Pero, ¿podría darse una metaficción ascendente?
Así es y, de hecho, ésta ha sido la aportación contemporánea a la metaficción. En la metaficción ascendente el salto se produce hacia la realidad, es decir, hacia el plano del lector, convirtiéndose a éste en parte de la trama. La realidad —el plano en el que el lector real está leyendo— se convierte así en ficción: se plantea así la gran duda del siglo XX (y regresamos a lo que se planteaba en el segundo párrafo de esta lección): ¿es la realidad “real” o es tan sólo otro tipo de ficción?
Uno de los ejemplos más fascinantes y radicales es el de Italo Calvino, cuya novela experimental Si una noche de invierno un viajero comienza, precisamente, así (disculpad lo extenso de la cita, pero merece la pena gozar del texto):

Estás a punto de empezar a leer la nueva novela de Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero. Relájate. Recógete. Aleja de ti cualquier otra idea. Deja que el mundo que te rodea se esfume en lo indistinto. La puerta es mejor cerrarla; al otro lado siempre está la televisión encendida. Dilo en seguida, a los demás: «¡No, no quiero ver la televisión!» Alza la voz, si no te oyen: «¡Estoy leyendo! ¡No quiero que me molesten!» Quizá no te han oído, con todo ese estruendo; dilo más fuerte, grita: «¡Estoy empezando a leer la nueva novela de Italo Calvino!»
O no lo digas si no quieres; esperemos que te dejen en paz.
Adopta la postura más cómoda: sentado, tumbado, aovillado, acostado. Acostado de espaldas, de costado, boca abajo. En un sillón, en el sofá, en la mecedora, en la tumbona, en el puf. En la hamaca, si tienes una hamaca. Sobre la cama, naturalmente, o dentro de la cama. También puedes ponerte cabeza abajo, en postura yoga. Con el libro invertido, claro. […]
Bueno, ¿a qué esperas? Extiende las piernas, alarga también los pies sobre un cojín, sobre dos cojines, sobre los brazos del sofá, sobre las orejas del sillón, sobre la mesita de té, sobre el escritorio, sobre el piano, sobre el globo terráqueo. Quítate los zapatos, primero. Si quieres tener los pies en alto; si no, vuélvetelos a poner. Y ahora no te quedes ahí con los zapatos en una mano y el libro en la otra.
Regula la luz de modo que no te fatigue la vista. Hazlo ahora, porque en cuanto te hayas sumido en la lectura ya no habrá forma de moverte. Haz de modo que la página no quede en sombra, un adensarse de letras negras sobre un fondo gris, uniformes como un tropel de ratones; pero ten cuidado de que no le caiga encima una luz demasiado fuerte y que no se refleje sobre la cruda blancura del papel royendo las sombras de los caracteres como en un mediodía del Sur. Trata de prever ahora todo lo que pueda evitarte interrumpir la lectura.
Los cigarrillos al alcance de la mano, si fumas, el cenicero. ¿Qué falta aún? ¿Tienes que hacer pis? Bueno, tú sabrás.
No es que esperes nada particular de este libro en particular. Eres alguien que por principio no espera ya nada de nada. Hay muchos, más jóvenes que tú y menos jóvenes, que viven a la espera de experiencias extraordinarias; de los libros, de las personas, de los viajes, de los acontecimientos, de lo que el mañana guarda en reserva. Tú no. Tú sabes que lo mejor que uno puede esperar es evitar lo peor. Ésta es la conclusión a la que has llegado, tanto en la vida personal como en las cuestiones generales y hasta en las mundiales. ¿Y con los libros? Eso es, precisamente porque lo has excluido en cualquier otro terreno, crees que es justo concederte aún este placer juvenil de la expectativa en un sector bien circunscrito como el de los libros, donde te puede ir mal o ir bien, pero el riesgo de la desilusión no es grave.
Conque has visto en un periódico que había salido Si una noche de invierno un viajero, nuevo libro de Italo Calvino, que no publicaba hacía varios años. Has pasado por la librería y has comprado el volumen. Has hecho bien. Ya en el escaparate de la librería localizaste la portada con el título que buscabas. Siguiendo esa huella visual te abriste paso en la tienda a través de la tupida barrera de los Libros Que No Has Leído que te miraban ceñudos desde mostradores y estanterías tratando de intimidarte. Pero tú sabes que no debes dejarte imponer respeto, que entre ellos se despliegan hectáreas y hectáreas de los Libros Que Puedes Prescindir De Leer, de los Libros Hechos Para Otros Usos Que La Lectura, de los Libros Ya Leídos Sin Necesidad Siquiera De Abrirlos Pues Pertenecen A La Categoría De Lo Ya Leído Antes Aún De Haber Sido Escrito. Y así superas el primer cinturón de baluartes y te cae encima la infantería de los Libros Que Si Tuvieras Más Vidas Que Vivir Ciertamente Los Leerías También De Buen Grado Pero Por Desgracia Los Días Que Tienes Que Vivir Son Los Que Son. Con rápido movimiento saltas sobre ellos y llegas en medio de las falanges de los Libros Que Tienes Intención De Leer Aunque Antes Deberías Leer Otros, de los Libros Demasiado Caros Que Podrías Esperar A Comprarlos Cuando Los Revendan A Mitad De Precio, de los Libros ídem De ídem Cuando Los Reediten En Bolsillo, de los Libros Que Podrías Pedirle A Alguien Que Te Preste, de los Libros Que Todos Han Leído Conque Es Casi Como Si Los Hubieras Leído También Tú. Eludiendo estos asaltos, llegas bajo las torres del fortín, donde ofrecen resistencia los Libros Que Hace Mucho Tiempo Tienes Programado Leer, los Libros Que Buscabas Desde Hace Años Sin Encontrarlos, los Libros Que Se Refieren A Algo Que Te Interesa En Este Momento, los Libros Que Quieres Tener Al Alcance De La Mano Por Si Acaso, los Libros Que Podrías Apartar Para Leerlos A Lo Mejor Este Verano, los Libros Que Te Faltan Para Colocarlos Junto A Otros Libros En Tu Estantería, los Libros Que Te Inspiran Una Curiosidad Repentina, Frenética Y No Claramente Justificable. Hete aquí que te ha sido posible reducir el número ilimitado de fuerzas en presencia a un conjunto muy grande, sí, pero en cualquier caso calculable con un número finito, aunque este relativo alivio se vea acechado por las emboscadas de los Libros Leídos Hace Tanto Tiempo Que Sería Hora de Releerlos y de los Libros Que Has Fingido Siempre Haber Leído Mientras Que Ya Sería Hora De Que Te decidieses A Leerlos De Veras.
Te liberas con rápidos zigzags y penetras de un salto en la ciudadela de las Novedades Cuyo Autor O Tema Te Atrae. También en el interior de esta fortaleza puedes practicar brechas entre las escuadras de los defensores dividiéndolas en Novedades De Autores O Temas No Nuevos (para ti o en absoluto) y Novedades De Autores O Temas Completamente Desconocidos (al menos para ti) y definir la atracción que sobre ti ejercen basándote en tus deseos y necesidades de nuevo y de no nuevo (de lo nuevo que buscas en lo no nuevo y de lo no nuevo que buscas en lo nuevo).
Todo esto para decir que, recorridos rápidamente con la mirada los títulos de los volúmenes expuestos en la librería, has encaminado tus pasos hacia una pila de Si una noche de invierno un viajero recién impresos, has agarrado un ejemplar y lo has llevado a la caja para que se estableciera tu derecho de propiedad sobre él. […]
Es un placer especial el que te proporciona el libro recién publicado, no es sólo un libro lo que llevas contigo sino su novedad, que podría ser también sólo la del objeto salido ahora mismo de la fábrica, la belleza de la juventud con que también los libros se adornan, que dura hasta que la portada empieza a amarillear, un velo de smog a depositarse sobre el canto, el lomo a descoserse por las esquinas, en el rápido otoño de las bibliotecas. No, tú esperas siempre tropezar con una novedad auténtica, que habiendo sido novedad una vez continúe siéndolo para siempre. Al haber leído el libro recién salido, te apropiarás de esta novedad desde el primer instante, sin tener después de perseguirla, acosarla. ¿Será esta la vez de veras?
Nunca se sabe. Veamos cómo empieza.
Quizá ya en la librería has empezado a hojear el libro. ¿O no has podido, porque estaba envuelto en su capullo de celofán? Ahora estás en el autobús, de pie, entre la gente, colgado por un brazo de una anilla, y empiezas a abrir el paquete con la mano libre, con gestos un poco de mono, un mono que quiere pelar un plátano y al mismo tiempo mantenerse aferrado a la rama. Mira que le estás dando codazos a los vecinos; pide perdón, por lo menos.
O quizá el librero no ha empaquetado el volumen; te lo ha dado en una bolsa. Eso simplifica las cosas. Estás al volante de tu coche, parado en un semáforo, sacas el libro de la bolsa, desgarras la envoltura transparente, te pones a leer las primeras líneas. Te llueve una tempestad de bocinazos; hay luz verde; estás obstruyendo el tráfico.
Estás en tu mesa de trabajo, tienes el libro colocado como al azar entre los papeles profesionales, en cierto momento apartas un dossier y encuentras el libro bajo los ojos, lo abres con aire distraído, apoyas los codos en la mesa, apoyas las sienes en las manos cerradas en puño, pareces concentrado en el examen de un expediente y en cambio estás explorando las primeras páginas de la novela. Poco a poco te recuestas en el respaldo, alzas el libro a la altura de la nariz, inclinas la silla en equilibrio sobre las patas posteriores, abres un cajón lateral del escritorio para poner los pies, la posición de los pies durante la lectura es de suma importancia, alargas las piernas sobre la superficie de la mesa, sobre los expedientes no despachados.
Pero ¿no te parece una falta de respeto? De respeto, por supuesto, no a tu trabajo (nadie pretende juzgar tu rendimiento profesional; admitamos que tus tareas se inserten regularmente en el sistema de las actividades improductivas que ocupa tanta parte de la economía nacional y mundial), sino al libro. Peor aún si perteneces en cambio —de grado o por fuerza—al número de esos para quienes trabajar significa trabajar en serio, realizar — intencionadamente o sin hacerlo aposta—algo necesario o al menos no inútil para los demás amén de para sí: entonces el libro que te has llevado contigo al lugar de trabajo como una especie de amuleto o talismán te expone a tentaciones intermitentes, unos cuantos segundos cada vez substraídos al objeto principal de tu atención, sea éste un perforador de fichas electrónicas, los hornillos de una cocina, las palancas de mando de un bulldozer, un paciente tendido con las tripas al aire en la mesa de operaciones.
En suma, es preferible que refrenes la impaciencia y esperes a abrir el libro cuando estés en casa. Ahora sí. Estás en tu habitación, tranquilo, abres el libro por la primera página, no, por la última, antes de nada quieres ver cómo es de largo. No es demasiado largo, por fortuna.
Las novelas largas escritas hoy acaso sean un contrasentido: la dimensión del tiempo se ha hecho pedazos, no podemos vivir o pensar sino fragmentos de metralla del tiempo que se alejan cada cual a lo largo de su trayectoria y al punto desaparecen. La continuidad del tiempo podemos encontrarla sólo en las novelas de aquella época en la cual el tiempo no aparecía ya como inmóvil y no todavía como estallando, una época que duró más o menos cien años, y luego se acabó. Le das vueltas al libro entre las manos, recorres las frases de la contraportada, de la solapa, frases genéricas, que no dicen mucho. Mejor así, no hay un discurso que pretenda superponerse indiscretamente al discurso que el libro deberá comunicar directamente, a lo que tú deberás exprimir del libro, sea poco o mucho. Cierto que también este girar en torno al libro, leerlo alrededor antes de leerlo por dentro, forma parte del placer del libro nuevo, pero como todos los placeres preliminares tiene una duración óptima si se quiere que sirva para empujar hacia el placer más consistente de la consumación del acto, esto es, de la lectura del libro.
Conque ya estás preparado para atacar las primeras líneas de la primera página. Te dispones a reconocer el inconfundible acento del autor. No. No lo reconoces en absoluto. Pero, pensándolo bien, ¿quién ha dicho que este autor tenga un acento inconfundible? Al contrario, se sabe que es un autor que cambia mucho de un libro a otro. Precisamente en estos cambios se reconoce que es él. Pero aquí parece que no tiene nada que ver con todo lo demás que ha escrito, al menos por lo que recuerdas. ¿Es una desilusión? Veamos. Acaso al principio te sientes un poco desorientado, como cuando se te presenta una persona a la que por el nombre identificabas con cierta cara, y tratas de hacer coincidir los rasgos que ves con los que recuerdas, y la cosa no marcha. Pero después prosigues y adviertes que el libro se deja leer de todas maneras, con independencia de lo que te esperabas del autor, es el libro en sí lo que te intriga, e incluso bien pensado prefieres que sea así, hallarte ante algo que aún no sabes bien qué es.

Podéis ver que uno de los recursos para introducir al lector y convertirlo en parte de la ficción, en personaje de la misma, consiste en el empleo de la segunda persona. Difícil y poco habitual ejercicio narrativo pero que, bien hecho, genera literatura tan sorprendente como ésta. Toda la novela es un gran esfuerzo metaliterario. No hay más que ver cómo comienza el segundo capítulo que refrenda lo que antes exponíamos:

La novela comienza en una estación de ferrocarril, resopla una locomotora, un vaivén de pistones cubre la apertura del capítulo, una nube de humo esconde parte del primer párrafo.
Entre el olor a estación pasa una ráfaga de olor a cantina de la estación. Hay alguien que está mirando a través de los vidrios empañados, abre la puerta encristalada del bar, todo es neblinoso, incluso dentro, como visto por ojos de miope, o bien por ojos irritados por granitos de carbón. Son las páginas del libro las que están empañadas como los cristales de un viejo tren, sobre las frases se posa la nube de humo. […]

Ahora podemos distinguir con mucha claridad la metaliteratura de la metaficción y responder a las siguientes preguntas. ¿Son los mismo? No. ¿Puede la metaficción ser metaliteraria? Sí; cuando el salto de un nivel a otro de ficción se produce a través de la literatura, por ejemplo, al leer el personaje un libro en el que el protagonista es él mismo. Sin llegar a ser tan radical en su forma, uno de los cuentos más perfectos en su forma metaficcional y metaliteraria y el ejemplo perfecto de esta “metaficción metaliteraria” es de Julio Cortázar y se titula “Continuidad de los parques”:

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre.
Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir.
Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Ya veis: síntesis perfecta de lo que empieza siendo metaliterario y acaba siendo metaficcional. Ambos fenómenos constituyen juegos literarios basados en juegos del lenguaje, son muy refinados y algo complejos, pero espero que con estos ejemplos la explicación haya quedado clara.
Recordad: si alguna vez os habéis sentido protagonistas de un drama o una comedia contadas por un narrador tiránico, quizá sea cierto. Ya lo decía Calderón de la Barca por boca de Segismundo al final del acto II de La vida es sueño:

¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño;
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.