Jitanjáforas

La fascinación que me producía una palabra. Las palabras que me gustaban, las que no me gustaban, las que tenían un cierto dibujo, un cierto color. Uno de mis recuerdos de infancia estando enfermo (yo fui un niño bastante enfermo, me pasaba largas temporadas en la cama, com asma y pleuresía, cosas de este tipo) consiste en verme escribiendo palabras con el dedo, contra una pared. Yo estiraba el dedo y escribía palabras, las veía armarse en el aire. Palabras que ya, muchas de ellas, eran palabras fetiches, palabras mágicas.
Eso es algo que me ha perseguido después a lo largo de mi vida. Había ciertos nombres propios que, vaya uno a saber por qué, se cargaban de un valor mágico en mí. En aquella época había una actriz española que se llamaba Lola Membrives, muy famosa en la Argentina. Bueno, yo me veo enfermo –a los siete años probablemente– escribiendo con el dedo en el aire Lo-la-Men-bri-ves y otra vez, Lola-Men-bri-ves. La palabra quedaba como dibujada en el aire y yo me sentía profundamente identificado con ella. De Lola Membrives, la persona, yo no sabía gran cosa, no la había visto nunca y no la vi nunca en realidad, eran mis padres que iban a ver las piezas que ella representaba. Pero ese nombre de mujer tenía un valor fetiche para mí. Y es en ese momento en que empecé a jugar con las palabras, a desvincularlas cada vez más de su utilidad pragmática y empecé a descubrir los palindromas, que luego se han hecho notar en mis libros.
Julio Cortázar, en Conversaciones con Julio Cortázar de Omar Prego.

Hoy vamos a profundizar un poco más en algo que apenas mencionamos de pasada en la lección anterior, antes de lanzarnos sobre el siguiente tema: sobre el adjetivo. Hemos visto cuáles son las maneras naturales en que los hablantes crean palabras en función de sus necesidades expresivas. O lo que es lo mismo, cómo el lenguaje se reinventa a sí mismo, porque es posible también pensar que el verdadero ente vivo es el lenguaje del que los hablantes no somos más que sus células: nacemos, morimos, trasladamos el código genético del lenguaje a la siguiente generación, incluidas las posibles mutaciones ambientales, y morimos.
Pues bien, una de esas mutaciones en su código son las palabras nuevas. Pero, aunque meras células de ese organismo lingüístico, no dejamos de tener cierta capacidad intelectual, cierto grado de consciencia. (Hay que ver cuánto sale esta palabra en estas primeras lecciones). Y es por eso que podemos, de una manera más artificial, crear nuevas palabras y no necesariamente esperar que surjan de modo espontáneo en alguna otra parte.
He aquí un acto verdaderamente creativo. ¿No sería hermoso dejar tras de nosotros una palabra que siga usándose tras nuestra muerte? Tan hermoso como dejar un poema, o una canción, pues que las palabras como hemos visto crean el mundo al nombrarlo. Habríamos ensanchado la capacidad colectiva de experimentar el mundo, de señalarlo con el dedo.
Vamos a ello.
Es la hora de la jitanjáfora.
Todos, a sabiendas o no, llevamos una jitanjáfora escondida como alondra en el pecho. Esto dice Alfonso Reyes, escritor mejicano que, como ya sabemos, acuñó este término por primera vez. Pero, las jitanjáforas, se llamasen como se llamasen, han existido siempre.
Una jitanjáfora, en su sentido más amplio, es toda palabra inventada que no existía antes. Hay muchos tipos de ellas y, por tanto, se pueden trabajar de distintas maneras. Una de ellas es acudir a esas maneras naturales de composición de palabras (derivación, composición, calco, etc. -véase la lección primera-) y la otra, como adelantamos en la propuesta de trabajo 2, sería la creación azarosa de significantes sin asociación explícita con un lexema previo. A esto podríamos denominarlo jitanjáfora pura.
Alfonso Reyes le da una importancia fundamental al sonido de la palabra, su composición fonética, y le interesa menos si designa o no algo real. Pero nosotros vamos también a darle mucha importancia a su significado, sin olvidar esa parte eufónica (es decir, que “suene bien”). Nos interesa especialmente, aunque no descuidemos su capacidad evocativa y sonora, que pongamos atención e imaginación en el significado, en una idea original con fuerza poética a la que inventar una palabra.
En todos los idiomas existen palabras, no sólo en el lenguaje popular, sino incorporadas al diccionario, que no significan nada. Se usan en un sentido u otro, pero no tienen etimología, y por la misma razón que se han introducido ellas podrían haberse introducido otras cualesquiera. En castellano tenemos, entre otras: pendingue, falondres, lirondo, barzón, troche, paripé, tiquis, bartola, zurriburri, birlibirloque, cucho, chápiro, turuleque, estricote, pinganitos, porrillo, tenguerengue, ufo, miquis, tuntún, zape, ziszás, zangamanga, dongolondango, arremuesco, armandijo, zipizape, oste, moste, mistar, chirricote, recancanillas, epatusca, bóbilis, cháncharras, filis, zorrocloco, recancamusas, somormujo, cupitel, chichirimoque, guájete, oque, tambaleque… Todas ellas pueden usarse y todas carecen de etimología, aunque algunas abundan en autoridad.
Si éstas no nos satisfacen, podemos inventar otras parecidas. Éstas las ha inventado el pueblo y de la vox populi todos formamos parte. Todo redunda en el enriquecimiento del habla: papironda, chimotringo, molo, zuripalle, trisalvís, etc.
Inventar palabras es un placer que hemos sentido todos. Algunas combinaciones de sonidos nos embrujan y adquieren para nosotros un significado ideal. No corresponden a ningún objeto, pero están pidiendo a voces que se les asigne uno. Los escritores han inventado muchas palabras, a veces con ganas de introducirlas, otras sin más ni más. Parece que una zarzuela de Eusebio Blasco estrenada en Madrid en 1886, El joven Telémaco, el coro cantaba este delicioso estribillo:

Suripanta, la suripanta,
maqui, trunqui, da somatén.
Sun fáribum, sun fáriben,
maca trúpitem sangasinem.
Eri sunqui,
maca trunqui,
suripantén.
¡Suripén!
Suripanta, la suripanta,
melitonimen. ¡Son pen!

De aquí nació la palabra Suripanta, que ha recogido el diccionario, desde luego sin etimología, y que se aplicó primero a las coristas de teatro y después a las mujeres de vida liviana y moral difusa. ¿No es éste un argumento a favor de las palabras inventadas? Si alguna vez ha recibido el plácet y la bendición de la Academia, ¿por qué no hemos de lanzar otras a la palestra en busca de la misma doctrina?
La palabra tiene un doble fin: es un medio de comunicación con nuestro semejantes y una armonía de sonidos con belleza y sentido propios, sin más utilidad que el placer que nos proporciona la emisión de un sonido bello, lo mismo que la música no tiene más utilidad que la belleza armónica y melódica del sonido.
Y así, por culto a la belleza y para darle salida al genio interior, nace la palabra que todavía no tiene acepción propia. Alfonso Reyes ha bautizado con el nombre de Jitanjáforas las combinaciones de palabras sin significado. Si el lector quiere documentarse sobre tan bello fenómeno natural, puede leer el capítulo ‘Las jitanjáforas’ del libro del citado autor La experiencia literaria, Ediciones Losada, Buenos Aires, 1942. Allí se explica el origen del nombre. Mariano Brull escribía jitanjáforas que sus hijas recitaban. Una de ellas era así:

Filiflama alabe cundre
ala olalúnea alífera
alveolea jitanjáfora
liris salumba salífera.

Y de este verso tomó el nombre Alfonso Reyes.
El instinto de inventar palabras es innato en el hombre. Responde quizás a un atavismo. El hombre se ha visto obligado a inventar todas las palabras en uso desde el principio de los tiempos. Si el castellano dispone de noventa mil y sólo hablan castellano doscientos millones de bocas, a los tres mil millones de bocas que hay en la tierra corresponden alrededor de los tres millones de palabras que todas, en un momento un otro, han tenido que ser inventadas.
El niño, que reacciona por instinto, se complace en las palabras inventadas. Desea conocer palabras nuevas y le gusta repetirlas. Pero sólo se divierte con las palabras que no significan nada. Niños amigos míos inventaron la palabra ‘tripacongamarilejos’. Les ayudé a buscarle una acepción y ahora para ellos los tripacongamarilejos son los restos de juguetes viejos que se van acumulando en un cesto: ruedecitas, piezas, fichas, cromos, cubiletes, ¡qué sé yo! Todos hemos conservado tales cementerios de juguetes.
En juego le decíamos un niño:
—Dame el triquidón.
Si el niño tiene el genio del lenguaje, lo mismo puede darnos un objeto cualquiera que decir:
—El triquidón se ha perdido, pero he encontrado el fluricú.
Y darnos un objeto cualquiera. Los niños, en sus juegos, para contar entre ellos a fin de designar al que “se queda”, usan series de palabras tan bien combinadas que ningún poeta lo haría mejor.
Las canciones de corro de los niños y los versos de sus juegos están llenos de palabras sin sentido:

Había una vieja
virueja virueja
de pico picotueja
de pomponerá.

Para terminar se pone una lista de palabras sin acepción, formadas todas según las más rígidas leyes de la falta de sentido, que pueden muy bien ser utilizadas en poesía y que poco a poco, si alguna se pega al oído, se abrirán paso hasta el diccionario. Todas ellas nacieron libres y sin acepción, pero algunas han adoptado ya un significado bajo sus alas protectoras. Y es posible que no sea fácil arrancárselo.

Garbicular
Mantelerón: Es un mantel cuadrado más pequeño, que se pone como centro encima del otro.
Azulizul
Flimirinda
Perli
Tuligastro
Espiriguina
Trigodorón
Dunduridú: Perdigón que se pone dentro del sonajero de los niños.
Burbulimiel
Celicestin
Chumbar: Engrosar por crecimiento las partes jugosas de ciertas plantas.
Gutimorén
Relimbrar
Estrují

Muchos poetas han empleado con asiduidad la jitanjáfora. Ya vimos el hermoso poema de amor de Oliverio Girondo, escrito en un castellano muy raro y transformado, aunque es perfectamente comprensible. Y comentamos como la palabra Lu se funde hermosamente con otras palabras como luz, lar o forma conceptos nuevos como “descentratelura” o “enlucielabisma”, en la que encontramos los conceptos de ‘cielo’ y abismo’ combinados por la mágica presencia de la amada en una sola idea distinta de la suma de las ideas primarias.
Sin duda, al poeta no le bastaba con el idioma cotidiano, para describir aquello que es inefable, no tiene nombre, y es imposible nombrar: la potencia suma del amor como elemento transformador que arrasa también con las palabras habituales creando un lenguaje nuevo al que, aquí sí, podríamos definir como un idioma del amor.
Y vimos también el texto de Julio Cortázar, que en la cita de la presente lección nos amplía su especial relación con el lenguaje, lo cual es visible en toda su obra, desde sus cuentos más vanguardistas llenos de cronopios y famas, hasta aspectos técnicos muy “jiatanjafóricos” en su colosal Rayuela.
Ejemplos hay a decenas. Cerramos estos dos capítulos dedicados a la cración de palabras y su uso literario con el comienzo del genial Anthony Burguess, autor bastante olvidado a pesar de ser un excelente narrador, con el comienzo de La naranja mecánica, que tan famosa se hizo tras la versión cinematográfica de Stanley Kubrick. Como recordaréis, al igual que pasa, por ejemplo, en Un mundo feliz de Aldous Huxley, en el contexto de la novela ha surgido una neolengua, llena de jiatanjáforas que los protagonistas emplean (o contra la que luchan, como en el caso de Huxley en que tal lengua supone una herramienta de opresión por parte del poder). Si no habéis leído estas novelas, os las recomiendo ya mismo.

—¿Y ahora qué pasa, eh?
Estábamos yo, Alex, y mis tres drugos, Pete, Georgie y el Lerdo, que realmente era lerdo, sentados en el bar lácteo Korova, exprimiéndonos los rasudoques y decidiendo qué podríamos hacer esa noche, en un invierno oscuro, helado y bastardo aunque seco. El bar lácteo Korova era un mesto donde servían leche-plus, y quizás ustedes, oh hermanos míos, han olvidado cómo eran esos mestos, pues las cosas cambian tan scorro en estos días, y todos olvidan tan rápido, aparte de que tampoco se leen mucho los diarios. Bueno, allí vendían leche con algo más. No tenían permiso para vender alcohol, pero en ese tiempo no había ninguna ley que prohibiese las nuevas vesches que acostumbraban meter en el viejo moloco, de modo que se podía pitearlo con velocet o synthemesco o drencrom o una o dos vesches más que te daban unos buenos, tranquilos y joroschós quince minutos admirando a Bogo y el Coro Celestial de Angeles y Santos en el zapato izquierdo, mientras las luces te estallaban en el mosco. O podías pitear leche con cuchillos como decíamos, que te avivaba y preparaba para una piojosa una-menos-veinte, y eso era lo que estábamos piteando la noche que empieza mi historia.
La naranja mecánica. Cap. 1. I parte