Siete segundos y diez metros. Sus pisadas se hacen más cercanas con cada paso que doy y el estremecedor murmullo de su voz se inyecta hábilmente en cada rincón de mi mente. Ocho segundos. Lágrimas de impotencia se acumulan entorno a mis ojos. Nueve. Noto el roce de su mano metálica posándose sobre mi piel con la misma sutileza de un copo de nieve. Último segundo. Alcanzo a rodear el pomo y todo se desvanece.
Estoy tendida sobre algo rígido y frío. Me voy enderezando poco a poco para encontrarme de cara a la oscuridad. La luz es tenue y sombría, apenas logro ver mis propias manos; un ligero aroma a madera me invade y me dejo llevar por su embriaguez. Hasta el momento en el que mi visión no se acostumbra a la oscuridad, no aprecio el único objeto que me hace compañía. Una puerta de grandes dimensiones se alza lustrosa ante mí. Quedo embelesada por cada elemento: los relieves sincronizados unos con otros dibujan perfectas simetrías y, la elegancia de los patrones del panel superior y del umbral hacen de ella una obra maestra. Aunque no son esos detalles los que me invitan a entrar, sino el color azul maya en contraste con la sutileza del pequeño círculo situado a la altura de mi cintura. El pomo tiene un característico brillo metálico y en el centro se había grabado una triqueta. Para mi sorpresa la puerta está abierta, atravieso el alféizar y aparezco en el principio de un pasillo. A mi derecha una hilera de puertas se dispone deseosa a ser inspeccionada. Mi impaciencia no es menos y accedo a algunas de ellas. Después de varios pares me doy cuenta de que he estado reviviendo recuerdos de la niñez: la primera vez montando en bici, cuando mi madre me dejó en la fila de la caja de un supermercado porque iba a coger algo “rápidamente”, el primer día de colegio y, como no, esa tarde con mis padres cuando, viendo una película tranquilamente apareció esa incómoda y famosa escena que te provoca unas ganas irremediables de huir a cualquier otro lugar. La curvatura de mis labios delata la felicidad originada al rememorar recuerdos tan puros.
A medida que voy ascendiendo por el pasillo mis recuerdos lo van haciendo en el tiempo. Una de las puertas deja entrever mi primer beso, aunque tampoco me detengo para comprobarlo; ya he llegado a la adolescencia. Llego al extremo del recorrido encontrándome con la última puerta. Un escalofrió recorre de principio a fin toda mi columna. Ciega por la curiosidad me adentro tensa en la habitación.
En el interior me embarga un frío agudo. Mis nervios afloran violentamente. Tomo un último sorbo de aire antes de que mi alrededor se difumine. La escena no puede desconcertarme más, un juicio. Me encuentro sentada en el estrado, desde ahí observo al público y al juez, rígido e imponente sobre la tribuna. Frunzo el ceño, cada uno de ellos tiene el aspecto de un ser humano desprovisto de rostro. Sus facciones son de un metal grisáceo asimilándose a la plata. Mi desconcierto se hace notable y el juicio comienza, al parecer soy la acusada. Una infinidad de incriminaciones son lanzadas como puñales contra mi persona. Me están juzgando sin ninguna evidencia lógica y sin yo saber el cargo. Estoy devastada, ¿por qué lo están haciendo? Justo cuando no creo poder soportarlo más, el escenario vuelve a transformarse, pero esta vez me encuentro desorientada en mitad de una acera. Las débiles luces de la ciudad alumbran levemente, es una noche gélida y nubes de vaho salen de mi boca precipitadamente. Meto la mano en el bolsillo, saco un móvil e intento llamar a alguien en busca de ayuda, no hay contactos. Estoy sola, ¿una ciudad fantasma? Alzo la voz pero nadie hace reparo en mis gritos, corro hasta que una luz me deslumbra y me hace aminorar el ritmo. Un coche sin pasajeros se dirige a toda velocidad hacia mi posición. Espero al choque en estado de shock.
No hay impacto, la escena vuelve a alterarse. Ahora no hay más que espejos. Contemplo mi reflejo durante varios minutos. Mi pelo color carbón esta revuelto por tanta acción, mis ojos despiden un brillo afligido y las mejillas se me han tornado de un color rosáceo. Percibo una silueta en el entorno deslizándose con soltura. Los cristales se resquebrajan uno tras otro. Cuando no quedan más que fragmentos decorando el suelo la sombra se hace visible. Se queda estática, míseros centímetros nos separan. Se asemeja a las figuras del juzgado a excepción de que es idéntica a mí. Al examinarla más de cerca veo mi rostro reflejado en el suyo, se funden instantáneamente. Una sonrisa insolente surge de su plateado semblante mientras que un sonido gutural invade la estancia: “último miedo”.
Todo esto es surrealista. Soy mi propio enemigo. Me escabullo del cuarto y emprendo la huida. Diviso la puerta del principio, calculo los segundos que emplearía en llegar hasta ella. Aumento la marcha pero mi sombra se desliza con un compás similar. Dos segundos. Hago acopio del limitado coraje que aún conservo. Cuatro. Una corriente helada me impide avanzar. Cinco. La espeluznante voz inunda mi mente: “no escaparás, estamos unidas”. La siento próxima. Seis. Mis esfuerzos consiguen dar resultados. Diez segundos.
Me despierto de golpe, el temor aun fluye por mis venas, me incorporo a los pies de la cama e intento sin éxito regular la respiración. Los párpados me pesan. Me intento convencer de que ha sido solo un sueño y al minuto, caigo en la cuenta del objeto que ciernen desesperadamente mis manos. Aflojo el agarre y me quedo inmóvil. Ante mi mirada se encuentra el pomo de la triqueta. Repaso desconcertada la yema por el relieve del signo y un eco se extiende amenazante entre las paredes de mi cuarto: “seguimos unidas”.
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