Fin de inventario

Fin de inventario

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De mi último viaje a París regresé cargado con una familia vietnamita adquirida a precio de saldo en un anticuario a las afueras de Versalles. Había pertenecido a un ilustre barón venido a menos y, durante mi estancia, se exhibía en la tienda como pieza del mes. Muy a mi pesar, aparte de la pátina de famelismo y tristumbre que mostraban sus miembros, estaba incompleta. Faltaba el padre, quien había escapado la tarde en que el dependiente lo sacaba de la jaula para su etiquetado y exposición.

          Diligentes, perseverantes, de risa fácil, los vietnamitas son gente encantadora, que armonizan bien con el resto de objetos de la casa. Aunque siempre hay algún cainita que me recuerda la tribu bosquimana que compró en su totalidad tal millonario o el último poblado inuit subastado por completo a tal otro. Comentarios así hieren y consiguen que el amor propio de un coleccionista como yo sea, a la postre, mucho más fuerte que cualquier vínculo humano.

         Mañana envían la figura paterna que le faltaba a mi conjunto. Lo halló un gendarme escondido bajo una trampilla en un bosque cercano al jardín palatino. Mientras espero con impaciencia su llegada, me abrazo por última vez al cuerpo desnudo de la joven madre antes de devolverla a la vitrina.

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