El Morango nunca fue lugar para enamorarse. Quiénes castigábamos el hígado con frecuencia en aquella barra lo sabíamos bien. No así, Fabio Guzmán. Aquel tipo llevaba apenas unos días frecuentando el local. Era educado, bien parecido y con pinta de no tenerle alergia a los billetes de cien; el perfil idóneo para que Mariela le cogiera la matrícula nada más verlo. Aunque esa noche Mariela se había afanado con el maquillaje, las marcas de su rostro evidenciaban que Ricky le había vuelto a zumbar. Quizás por eso, la primera copa que le sirvió a Fabio la aderezó con una mirada de film noir, acaso solo falta de una seductora melodía de piano. Antes de que Mariela pestañeara, Fabio ya se sabía la referencia del color de sus mechas, la marca de su perfume y la talla del vestido con el que enfundaba su codiciada anatomía.
Ricky tenía tanto de cabrón como poco de tonto. Al dueño del Morango le importaba un bledo si la fantasía de los clientes volaba por encima del escote de Mariela, siempre que abonasen religiosamente los doce pavos de la copa. Pero una cosa era tolerar la calentura del personal y otra bien distinta que un malnacido pretendiera levantarle la parienta. El asunto se torció el día que Mariela salió del baño con los ojos enrojecidos. Después de semanas forjándose un traje de héroe, Fabio se hubiera encerrado con seis Miuras sin necesidad de capote, orquesta o sentido común. Un breve intercambio de palabras bastó para que Mariela se abrazara a Fabio como si deseara quedarse a vivir colgada de su cuello.
Alguien debió darle el soplo a Ricky, porque enseguida apareció en el Morango. Su mirada refulgía como el horizonte justo antes del advenimiento del Anticristo. Cuando, sin mediar palabra, Ricky dio una palmada seca, de la trastienda del local salió un chimpancé vestido de karateka que cayó sobre Fabio como una exhalación. Con movimientos precisos, el simio lo redujo en cuestión de segundos, dejándolo maltrecho en el suelo. Mientras el chimpancé regresaba a su guarida masticando las palomitas que Ricky le ofreció como premió, la escena quedó adherida a mi cerebro, provocándome una intensa sensación de vacío, como si el diablo me hubiese arrebatado el alma.
Fabio no volvió por el Morango. Dicen que tampoco regresó a su casa. El rostro de Mariela tardó semanas en volver a estar visible para servir copas sin defraudar a la clientela. No frecuenté mucho más aquel local. Unos tipos de una naviera me ofrecieron trabajar para ellos y acepté sin dudarlo.
Aunque los tiempos del Morango habían quedado atrás, cuando Yinuo se dejó caer sensualmente sobre la barra para colocar un bol de palomitas junto a mi tercer gin-tonic, en lugar de paladear la idea de rematar felizmente aquella noche asiática, un vértigo repentino me hizo desviar la mirada de su escote. Mientras la camarera mordisqueaba unas palomitas, tras el escaparate del local el atardecer revestía de tonos anaranjados los árboles del zoo de Shanghái.
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