Difícil determinar cuándo las conversaciones alrededor de un humeante café o durante una frugal cena, se convirtieron en monólogos. Después de treinta y dos años juntos, parecía que se lo habían contado todo, según la percepción de ella. Para él nunca había suficientes palabras con las que rellenar los huecos de su existencia. En sus tertulias siempre habían tenido un espectador de máxima categoría, el michi. Llevaba con ellos más que ellos mismos, portador de la sabiduría ancestral, silencioso y enigmático se desplazaba por casa cual descendiente de faraón. Se había ganado su esquina de la mesa, donde se sentaba orgulloso y elegante, solo como un gato podría sentarse. Sus curiosos ojos verdes miraban y según dejaba caer los párpados parecía mostrar conformidad o no, con lo que allí se estaba debatiendo.
Se desconoce el momento en el que ella fue perdiendo el interés, atendía distraída intercalando alguna frase insustancial de vez en cuando, hasta que sus silencios se fueron alargando de manera alarmante. Pero lo que seguramente podría ser motivo de estudio es que dejó de comprender lo que él decía. En un primer momento pensó que él estaba perdiendo la cabeza y exponía ideas inconexas. Pero más tarde se dio cuenta que el problema era que hablaba en otro idioma, uno incomprensible para ella. Esto hizo que cada vez se evadiera más. Ya no sentía la necesidad de meter algún monosílabo o un ligero asentamiento de cabeza de vez en cuando. Recogía la mesa en silencio y se marchaba de la cocina sin que a él pareciera incomodarle. Él hacía lo que más le gustaba, escucharse a sí mismo y el michi cada vez parecía más interesado. Con el tiempo, dejó de compartir mesa con ellos, desde su habitación, escuchaba sus acaloradas arengas, en las que unas veces él llevaba la voz cantante y otras el michi.
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