Esa mancha en la pared

Esa mancha en la pared

4 Aplausos

16 Puntos

55 Lecturas

Siempre me despierto a la misma hora. Bueno, no siempre. Esto llego a mi vida hace… treinta años, ya perdí la cuenta.

Abro los ojos, o quizás permanecen cerrados, no lo sé. Allí está. Me mira fijamente. La sensación no ha cambiado en todos estos años.

Fue un día largo, así lo recuerdo yo. Uno de esos momentos en que la vida se enreda. Caminaba hacia el apartamento; sentía los árboles mirándome con tristeza. La lluvia ni siquiera se dejó caer. Ahí, detrás de mí, una nube oscura que me hacía estremecer de terror… o de soledad.

Había pasado el entierro, la misa, los pésames. Cuando llegué al apartamento, su gato se restregó contra mis piernas. Mis piernas se quebraron. Me senté allí, en la puerta, y lloré. No sé cómo caminé hasta la cama. Me tendí en el borde, lejos de lo que podría ser su calor.

Abrí los ojos, con temor. Recorrí cada espacio de esas paredes, las ventanas empañadas que repicaban con la lluvia, el techo amarillento. No sé si mi mente me engañó; la sentí junto a mí. “Hay que pintar las paredes y el techo”, musité. “Mira esa mancha en la pared, no la había visto”. Mi mano buscó su cuerpo; no estaba.

Me levanté y caminé a la cocina. El gato me esperaba junto a su plato. Prendí la cafetera, me senté a la mesa mientras se hacía el café. Lloré.

Ese día no quise estar allí. Caminé por el parque, observé los árboles, los pájaros y las ardillas. Sabía que debía volver a mi rutina, a mi trabajo, pero debía encontrar el valor para seguir. Cuando llegó la noche, cansado de caminar entre las calles llenas de gente, regresé al apartamento.

El gato —ya no era su gato— se restregó en mis piernas. Le serví su comida. Tomé el café que quedaba y un trozo de pan.

Me dormí en el rincón de la cama; estaba fría.

Abrí los ojos y recorrí nuevamente las paredes, las ventanas, el techo amarillento. Giré con temor, sabiendo que ella no estaría allí. Miré la mancha en la pared, allí estaba. Ya no busqué su cuerpo. No dije nada.

Volví a la rutina. Su gato, que ahora era mío, me buscaba en las mañanas para reclamar la comida. Regresé a mi trabajo, soportando los “lo siento”. Trabajé como siempre, dejando dentro de mi todo el dolor y el cambio.

Al volver del trabajo, hacía las compras, respiraba frente a la puerta al llegar, abría lentamente. Allí estaba Micifú. Cocinaba la cena, arreglaba los platos. Esperaba la noche.

Y llegaba la hora de despertar… y recorrer las paredes, la ventana, el techo, hasta llegar a aquella extraña mancha. Mirarla… o dejar que ella me mirara. La sensación de su presencia me impulsaba a caminar.

En estos casi treinta años, esas paredes se han pintado varias veces, pero siempre sigue allí. En las horas del amanecer, en mi despertar. Llenándome de paz. Es ella.

Puntúalo

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS