Lo sé, amigo, lo sé… Sé que has querido ayudarme, que has golpeado a mi puerta y me has telefoneado infinidad de veces. ¡Lamento tanto no haber devuelto tus llamadas! Pero… ¡Ay, hermano! ¿Cómo explicarte la angustia sin par que acompaña últimamente mis noches en vela? ¿Cómo pedirte, hermano, que comprendas y consueles la congoja que desgarra mi alma a causa de la muy pérfida? ¿Cómo contarte, sin ahogarme en la desesperanza, la impotencia fatal que me provoca esa desgraciada, la desesperante efervescencia, las cada vez más imperiosas ganas de descargarle el hacha encima con todas mis fuerzas? No tienes idea, viejo, de lo que sufro cuando ella, despreciando mi inquietud, insiste en esa actitud irritante e infantil que sostiene —estoy seguro— solo para molestarme. ¡Mira que he intentado veces, eh! He probado lentamente, a toda velocidad, deslizándola suavemente desde arriba, sentándome a su lado para, poco a poco, darle vuelta… Le he susurrado, le he gritado, le he dado tiempo para pensar, la he deslizado entre mis manos con renovada parsimonia, en un verdadero despliegue de toda mi paciencia. He, incluso, llegado al punto de recurrir a caricias y palabras bonitas para tratar de convencerla. Pero ella… ¡No, señor! ¿Hacer algo por mí? ¿Complacerme? ¡Jamás! ¿Por qué se resiste? ¿Por qué, me puedes explicar? ¿Por qué, diablos, la remaldita manguera no acepta enrollarse de otra forma que no sea redonda?
OPINIONES Y COMENTARIOS