Del otro lado de la calle estaba el huerto del gringo Erik y su extraordinario durazno de frutos blancos. Eran duraznos albinos, como su inventor. Su piel era de un blanco mate, mientras que la pulpa tenía un albor de nieve de la que recordaba la blandura fresca y crujiente. Eran exquisitos; su sabor delicado y perfumado era a la vez muy poco dulce, lo que lo hacía precisamente apreciado por los diabéticos.

Ese durazno era único en su género debido a que fue siempre imposible su reproducción. Ya sea que se preparara algún acodo o se intentara enraizar un esqueje, el árbol nuevo, si bien brotaba firme y saludable, daba duraznos completamente comunes. Lo mismo ocurría si se trataba de germinar las semillas de sus frutos.

Todavía vienen, de todas partes, botánicos para estudiarlo y aún no ha arrojado su secreto.

También vienen diabéticos de todas partes para comprar sus frutos que, aseguran, les traen una renovada salud.

El gringo Erik, que era tan blanco como una mota de algodón nueva, había estado trabajando en unos cambios genéticos en sus frutales desde que su mujer muriera de diabetes. Quería encontrar un remedio natural para dicha enfermedad, alguna fruta que, modificada, le fuera un paliativo o una cura. Y, al parecer, lo había encontrado, sólo que se llevó el secreto de su hallazgo al otro mundo porque lo mató un rayo mientras desmochaba los árboles de su huerto con unas tijeras podadoras.

En ese momento el gringo Erik dejó de ser albino, porque quedó completamente carbonizado en esa posición, con los brazos estirados y con la podadora, que fue imposible quitarle, porque estaba literalmente soldada a sus manos. Tuvieron que enterrarlo con ella. La caja en que lo metieron medía casi el doble de un ataúd normal, para que cupieran los casi dos metros del gringo, sus brazos estirados y las tijeras.

En el verano siguiente, ese durazno, al pie del cual había sido fulminado su dueño, comenzó a dar sus frutos albos.

Los pobladores aseguran que, por alguna extraña razón que sólo puede explicar la tempestad, el rayo traspasó el alma del gringo al árbol que podaba.

Por eso, aunque los biólogos no aceptan esta teoría, lo empezamos a llamar en el pueblo “el gringo Erik”. Y parece que al árbol le gusta, porque sus frutos se ponen a brillar un poco más y sus hojitas tienen un leve temblor de saludo al oírnos. Y en realidad, creo que a nosotros nos gusta más esta nueva versión del gringo, porque en vida humana era muy mal genio y cascarrabias, y ahora en cambio, es todo suavidad y silencio.

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