Esta educación que he recibido me impide aceptar lo imposible. Por imposible califico aquello que no entiendo o no puedo demostrar. Así me devano el cerebro y las ideas se me atragantan cuando veo la lucecita roja y huelo a tabaco otra vez en el cuarto de los padres. Se me llena de lágrimas el corazón. Es el recuerdo que me emociona. Son ellos.
Me asomo, cauta. La cama está hecha, como la dejaron al marcharse. El libro de Aramburu en una de las mesillas, que padre no lo acabó. En la silla: una rebeca de madre, que por la mañana hace frío. Un vaso de agua medio lleno. La chaqueta de padre y la corbata de lana que usó el día anterior, en el galán, que no se arruguen. Nadie ha entrado en su dormitorio desde que murieron, solo para limpiarlo. Hace tantos años se fueron. Sin embargo, están aquí. Permanece su olor. Por dentro oímos sus voces y sus historias, sus remiendos, sus consejos, sus recetas. Están aquí todo el rato. Son esas sombras que en ocasiones atraviesan el pasillo, esa luz que cambia de color sin motivo. Son ese aleteo de las hojas sin viento. Son las campanas que repican en relojes sin cuerda. Son las caricias que en la noche nos faltan. Son ese apoyo cuando no nos caemos.
Al llegar a su cuarto, nos quedamos en el quicio de la puerta. Una fuerza invisible nos impide atravesar el umbral. Que no hay nada, es verdad. Que no podemos pasar. Solo Juanita entra ligera, acomoda el pasado, da cuenta del polvo y deja la puerta entreabierta, con cuidado. Por si necesitan algo. Que podamos oírlos.
Desde que se apagaron los padres, desde que se fueron, un pitillo descansa encendido, sin llegar a consumirse, en un cenicero que padre trajo de un viaje. Ambos dejaron el vicio en vida. El cigarrillo no se consume. La brasa titila y la ceniza perfecta estructura lo imposible. Juanita retira cada viernes el cenicero. Se lleva el vaso de agua a la cocina. A la vuelta de la semana se oye ¿pero quién ha fumado aquí?. Todos sabemos que son los padres, que antes de dormir, disfrutan de la conversación y una última calada al cigarrillo que comparten. Quita el cenicero, que aparece de nuevo, en su sitio. El lado de la cama de madre, más tardía en dejar que el humo le hiciera daño, pobrecita. Juanita quiere recolocar la mesilla de noche, romper el cenicero, que lava cada vez y guarda en la alacena. Pero los padres vuelven a dormir cada noche y ese pitillo es sagrado.
No podemos dejar la casa, no vamos a marcharnos. No lo haremos. Al cuarto de los padres no se puede pasar. Cuando falte Juanita, seguirá viniendo, de allá donde no hay sombras, para regañarnos por entrar a escondidas a fumar en el cuarto de los padres. Una marca de tabaco que caducó hace mucho tiempo.
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