Un coyote aulló, una montaña escupió al cielo el hueso mondo de la Luna, y en medio del desierto se levantó un escenario de western. Un pistolero a cada lado, o un maniquí de pistolero. Las manos tiesas junto a las cartucheras, en los ojos una furia narcisista. El pianista tuerto se quitó el mostacho para beber zarzaparrilla. Las bailarinas de cancán se fueron a una fiesta. Oh, yes. It’s nice. El viento chutó la pelota de un matorral, una locomotora chifló y cada uno de los pistoleros, o cada uno de los maniquís, tensó su brazo de GORE—TEX®. Se escuchó una única detonación. Las balas se cruzaron un instante, el tiempo suficiente para enamorarse una de la otra: tan bellas, tan estilizadas, tan iguales la una a la otra. Cómo se añorarían luego ya durante el resto de sus trayectorias, cómo palpitarían de añoranza en cada revolución sobre sí mismas, con qué ahínco se obstinarían en negar su destino. Pero no conocemos si en algún momento de esta breve historia llegarían a darse cuenta de que las dos eran una misma bala, no sabemos si se percatarían de este detalle antes de estrellarse contra aquel espejo que reflejaba una calle de western. Un coyote aulló, una montaña escupió al cielo el hueso mondo de la Luna y un par de indios, no quedan muchos más, hicieron señales de humo en una fogata que ardía en un vertedero tóxico, obsequio de nuestra maravillosa civilización.
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