Dejo mis gafas cuidadosamente sobre la mesilla, como cada noche antes de irme a la cama, una precaución para poder localizarlas al primer manotazo de topo cuando me desperezo por la mañana. Me introduzco en la ligera funda de plumas que subo hasta el cuello, dispuesta a entregarme al sueño profundo con el que necesito compensar este día que ha sido tan largo. Entre las rendijas que fuerzo en mis ojos se cuela ahora la luna, perfectamente redonda, ubicada en el fondo de un cielo que casi es ya negro. Mis ojos quieren volver a abrirse ufanos ante aquel esplendoroso descubrimiento y a mí, que los veo venir, se me cruza el pensamiento de levantarme a bajar la persiana para poder conciliar el sueño, pero enseguida lo aparto pues acabo de encontrar la posición de confort máxima que tiene la almohada con respecto al ángulo justo que forma mi cuello, la temperatura exacta y la caricia amorosa del algodón. Vislumbro la luna filtrada por las rayas estrechas en las que impertérrita mantengo los párpados, su brillantez, su blanco absoluto, el globo perfecto que forma contra la inmensidad del cielo, el haz luminoso que soberbiamente proyecta y que no deja que aparezcan las estrellas. No puedo dormir pensando en su poder. Me volteo sobre el otro lado para quedar enfrentada ahora contra la pared. Cierro del todo los ojos, pero su estela tozuda permanece de todos modos detrás de mis párpados, como si los tuviera abiertos por completo y ocupara en su inmensidad, majestuosamente la cota máxima del cielo. Pienso en ella mucho rato, me ha embrujado, me arrastra como si fuera una marea. Rendida ante el hecho cierto de que ha pasado ya buena parte de la noche sin que pueda en modo alguno conciliar el sueño y de que ya no podré contemplarla, varias horas después, desde el mismo ángulo de mi ventana, giro mi cuerpo nuevamente hasta la posición original segura como estoy de que ya no podré encontrarla. Pero ahí sigue, ocupa exactamente la misma posición con respecto a mí que al principio de la noche. Inevitablemente pienso que algo catastrófico y fatal está ocurriendo, quizá la tierra haya dejado de girar. Saco un anillo de mi dedo y lo tiro contra el suelo segura como estoy de que la gravedad ha dejado de actuar y un click metálico y casero de algún modo me tranquiliza. Comienzo a sudar, pero me hielo. Quizá se esté produciendo una sincronización única entre el giro de la tierra y el de la luna y su movimiento perfectamente acompasado no sea perceptible a mis ojos de miope. Son casi las cinco de la mañana, al menos el tiempo sí pasa, me tranquilizo torpemente. Me ovillo en la cama, subo los hombros hasta mis orejas, las rodillas tocan mi nariz, siento que giro y giro como la tierra no ha hecho hasta que la luz empieza a colarse y oigo un ruido seco, como si una farola acabara de apagarse.
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