Mi abuelo era de esas personas que podrían pasar toda una noche contando anécdotas que nunca ocurrieron o apropiándose de otras reales. Tenía una asombrosa capacidad de inventar. Sin embargo, aquel día parecía hablar en serio. Estaba con la cara pálida y el ceño fruncido. Nos dijo que alguien de la casa había robado su pexoa. Mi madre abrió los ojos como nunca antes los había abierto. Un silencio, de esos incómodos, habitó el living por un buen rato. Nos pidió que no se nos ocurriera tocar su pexoa, podríamos arrepentirnos toda la vida si lo hacíamos. Preguntamos cómo era, porque jamás habíamos escuchado esa palabra. Nos dijo que no tenía una forma que se pudiera describir y su color era variable, de acuerdo al tiempo, que podía estar caliente o fría y además cuando se veía en peligro desplegaba grandes púas. De todos modos nos encerraron en la habitación hasta el día siguiente. Cuando le pregunté a mí madre si encontraron la pexoa nos dijo que no.
Nunca supimos qué era, tampoco volvimos a ver a nuestro abuelo.
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