DEL DELIRIO, AL AÚREO

DEL DELIRIO, AL AÚREO

MARINA VERGEL

12/01/2025

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Viscosas.Flácidas.Absurdamente rebosantes. Mis lorzas. Siempre me acompañaban, plenas de alegría, usurpándome. Qué egoístas. 

Mientras, frotaba. 

Frotaba, y frotaba, y seguía frotando un poco más, aquél olor. Aceite usado, podrido. Detestable. 

No existía suficiente jabón en el mundo, para asesinar aquel palpable golpe de pulmón. 

Miré, y le volví a encontrar. Siempre estaba ahí,en la esquina, preparado, para reírse de mi hasta sacarme la sangre. 

– Hoy, no vas a acompañarme, pequeño engendro malicioso. 

Con una sonrisa de triunfo, estiré la mano, sacándolo de su perfecto paquete, encendiéndolo, hundiéndome en su aroma, en su humo. Su humo de oro. 

No hacía falta soplar muy fuerte, se expandía  rápido. 

Lo logré. Ya estaba de vuelta, ahí, en mi mansión, mirando mi cuerpo húmedo en el espejo, robusto, esbelto. Y en la cama, mi mujer, deliciosa, con sus nalgas redondas, ofreciéndose. Suplicando en silencio. 

Palpé la piel desnuda, suave, y de repente, fría. Hacía frío. Mucho frío. Demasiado. 

Tuve que salir otra vez de la mansión, para cerrar la ventana de mi cuarto, apresurado. Enrabietado. 

–¡Pequeño demonio pernicioso! ¿Lo has vuelto a hacer, no es cierto? ¡Te has vuelto a comer mi cigarrillo de oro!

Se rió. Una vez más. El siempre reía cuando se comía mis cigarrillos de oro, pero no importa. Nunca se acaban. 

Siempre hay más.

Mis pies trazaron con deshonra su trayecto diario, borreguil. Dispuestos como esclavos, para cumplir su obligación en el trabajo. 

Que crueles eran, mis pies. Siempre tan obedientes, tan mansos. 

Volví a ponerme el uniforme, enfermizo, deslavado, mientras mi cerebro sudaba vómito. Siempre lo hacía, pero nunca se vaciaba. Siempre había más y más.

Eché las lentejas en el agua, mientras bailaban ahí, ofendiendo. Riéndose de mí. Como él . El siempre se reía de mí. 

Pequeño y oscuro ser del infierno. 

No importa. Lo voy a volver a hacer. Aquél era un buen momento. 

Saqué el paquete de nuevo, y volví a encender otro cigarrillo de oro, tragando hasta asfixiarme, el dulce humo de ensueño. 

Ya estaba de vuelta otra vez. A la mesa, degustando un exquisito bistec de la más sabrosa ternera, mientras mi mujer, me devoraba a mí, lento. Satisfactorio. 

Posé la mano en la madera, pero ardía. Estaba ardiendo. Aullé, resoplé. Como un condenado. 

Mi mano lucía en un flamígero escarlata vivo. Y el reía. Una vez más, se estaba riendo. 

– ¡Tú! ¡Deleznable y pequeño monstruo sanguíneo! ¿Lo has vuelto a hacer, verdad? ¡Te has vuelto a comer mi cigarrillo de oro!

Eché un pobre vistazo a las lentejas. Ellas también se habían comido el agua, y ahora se pegaban, las unas contra las otras, enfadadas, tratando de ganarse su espacio, su lugar.

Qué mandonas, qué soberbias. Se odiaban. Me odiaban. Y yo a ellas. Pero no importa.

Volveré a hacerlo después. Eso es, si. Me fumaré otro cigarrillo de oro. Y después otro. Y otro más. 

Porque siempre, siempre, quedarán más cigarrillos de oro. 

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